Bienaventurados los que lloran: mi paso por el Colegio Almendral

Fue solo un año, pero fue el primero en mi camino de sacerdote. Me despido del colegio Almendral de La Pintana, donde estuve trabajando como capellán durante el año 2024, y aprovecho para compartir sus recuerdos más emocionantes.

10 de febrero de 2025·Tiempo de lectura: 6 minutos
Colegio

(Unsplash / Shoeib Abolhassani)

La micro 286 avanza rápido. Un sol tímido no ha subido lo suficiente como para dar calor. Se me escapa un bostezo mientras miro por la ventana. Damos vueltas por zonas con casas bajas y almacenes; luego salimos de la ciudad flanqueando amplios terrenos sin cultivar, basura aquí y allá, indigentes con sus casas de cartón; vadeamos el peaje del acceso sur a La Pintana y entramos por fin a la población El Castillo. Sin novedades. Ahí están los perros vagos paseando por las calles, siguen los trabajos para tapar hoyos en el asfalto, el narcotráfico duerme. Mi destino es la calle La Primavera, más en concreto, el colegio Almendral

Entre marzo y diciembre de 2024 me tocó trabajar ahí todos los jueves y viernes. Me podría haber tocado alguna otra de las otras iniciativas que el Opus Dei apoya en la misma calle: un poco más allá está el colegio Nocedal (para niños), la iglesia rectoral de San Josemaría (enorme y colorida) y un centro de actividades para familias. Yo trabajé en un colegio para casi mil niñas y, en cuatro palabras, ¡qué manera de aprender!

La comuna

La Pintana es un dragón alegre durante el día, pero peligroso en la noche. Con frecuencia salía en las noticias que había sido asesinado tal vecino o tal otro. Según el informe de la Fiscalía Nacional, en el año 2023 se registraron 26 asesinatos en la comuna (es decir, fue la novena con más homicidios del país). Pero los colegios de la Fundación Nocedal nadie los toca; al contrario, la gente los cuida y los agradecen hasta las lágrimas.

Al principio me advirtieron que tuviera cuidado. Hace unos años, un sacerdote español iba llegando al colegio Nocedal en su auto y se perdió. Por lo visto, la calle que le indicaba el Waze estaba ocupada por la feria, así que decidió bajar la ventana y preguntó a un joven:

—¿Sabes cómo puedo llegar a la iglesia rectoral San Josemaría?

—Claro, déjeme ver su celular y le indico.

El curita sacó el brazo con el aparato, el joven lo recibió con delicadeza y a continuación huyó hacia uno de los estrechos pasajes de la zona. Y no volvió. 

Pero la anécdota del cura español quedó en el pasado. Ahora suceden cosas peores. Hay armas, hombres que ofrecen droga a los niños, balas locas. En una ocasión, conversando con un curso de 8º básico en la capilla salió el tema de cómo elegir a la persona ideal para casarse. Les propuse un caso: “Te gusta un chico y un día descubres que fuma marihuana, ¿qué pensarías?”. Entonces una alumna preguntó, con su corbatín amarillo algo suelto y el ceño fruncido: “Padre, no entiendo. ¿Entonces la marihuana es mala?”. 

Me conmoví. Esa hierba está en el paisaje habitual de las niñas, sin embargo, ésta era la primera vez que oían algo en contra. Pero no me conmoví por eso, sino por algo más profundo: caí en la cuenta de que estas chicas estaban experimentando algo tan básico como ausente en su día a día, la conversación. Dialogábamos: ellas hacían preguntas, intercambiaban ideas, pensaban, y aprendíamos juntos. Esfuerzos arenosos si vives en un barrio donde prima la música estridente, el Tik Tok o los gritos. 

Me estaban poniendo una pregunta importante en bandeja: “¿Entonces la marihuana es mala?”. Un momento único; ahora bien, ¿sería capaz de convencer a esa niña de que se mantenga al margen de la droga para siempre? 

Se me ocurrió devolverle la pregunta: “¿Qué piensas tú?”. Ella se llevó la mano al mentón para pensar y respondió genuinamente confundida: “No lo sé. En mi pasaje muchos compran. Y el otro día mi tía me dijo que fumar de vez en cuando era bueno para la salud”. Miré a las demás y ofrecí la palabra. Varias tenían anécdotas similares. Se me venía encima el timbre, así que anuncié un cambio de planes para el programa de catequesis: “La próxima clase no será sobre los Sacramentos. Hablaremos de la marihuana”. El curso salió al recreo. Me sentí desafiado. En la siguiente sesión no podría improvisar, había experimentado la pasión, la necesidad de enseñar algo.

El colegio

Muchas alumnas prefieren quedarse hasta más tarde en actividades extraprogramáticas para demorarse en volver a sus casas. Su alternativa es llegar a encerrarse en la habitación y pasarse la tarde viendo Tik Tok. Lo sé porque vi las consecuencias. 

En una ocasión se desmayó una niña de 8º básico durante la Misa. Entre profesoras y compañeras se la llevaron en camilla a la enfermería. Cuando la fui a ver, ya no estaba, pues su mamá había venido a buscarla. Pregunté. La enfermera quería explicarme lo que había sucedido, pero no encontraba las palabras. Supongo que no quería herirme. Una profesora joven entendió la situación y me puso en contexto: “Padre, no es el primer desmayo que tenemos. Probablemente esta niña no tomó desayuno, ni comió anoche. Y quizá ha estado comiendo poco durante varios días…”. Me extrañó, pues en el colegio ofrecen desayuno a todas las alumnas que lo necesiten. Ante mi perplejidad, ella continuó: “A ver, padre. Estas niñas vienen al colegio en la mañana y aquí están muy bien. Pero cuando van a sus casas en la tarde, como no pueden salir mucho de la casa, se pasan tres o cuatro horas navegando en Tik Tok. Y entonces vienen las modas. Ahora hay muchas que tienen la idea de adelgazar. El problema es que el método que usan consiste en dejar de comer. Por eso se nos desmayan”. 

Hay mucho que hacer y faltan manos. Doy fe de que el trabajo de las profesoras es difícil y oculto. Estas chicas necesitan mucha más ayuda de la que el colegio les alcanza a dar, pues vienen con problemas gordos de la casa. Alguna vez que salí al patio durante el recreo, me puse a conversar con un grupo de alumnas de IIIº medio y aproveché de tantear qué proyectos tenían. Una me dijo: “Estudiar Enfermería”; otra, “no lo tengo muy claro”; y una tercera, “lo único que me interesa es llegar a la mayoría de edad para poder irme de la casa”. 

En otra ocasión estaba en la capilla contando el milagro de las bodas de Caná a las alumnas de 4º básico, y cuando dije “entonces Jesús transformó el agua en vino, es decir en jugo de uva”, una niña exclama sonriendo: “¡Ah!, mi papá dice eso todas las noches. ¡Dice que solo se va a tomar una botellita de jugo de uva!”. Algunas compañeras sonrieron. Otras no. La inocencia es un tesoro que dura poco.

Algo que me llamó siempre la atención es que en todos los cursos hay niñas alegres, y otras aplastadas. En unas relucen sus uniformes amarillos, pero en otras pareciera que hasta los rostros se hubieran descolorido para llegar al gris. Un exalumno de Nocedal me dio su teoría: cuando llega la noche, no es tan fácil dormir, pues hay ruidos, o se escuchan disparos y la mamá entra a la pieza de las hijas para cerciorarse de que se han arrojado al suelo. En cualquier caso, aunque hayan dormido regular, o en la mañana se puedan saltar el desayuno, las niñas vuelven felices al colegio. Les gusta. Ahí encuentran amigas, las profesoras las tratan bien, aprenden Enfermería y Administración, eventualmente proyectan un futuro. Si tienen suerte, empiezan a soñar. 

Llama la atención el optimismo que irradian las personas que trabajan en el Almendral. Desde 1999, las profesoras no se limitan solo a dar sus clases: también se esfuerzan por conversar personalmente con cada alumna. Para la Confirmación del 2024, por ejemplo, cuatro estudiantes eligieron de madrina a la misma profesora. En cuanto a las auxiliares, muchas te dicen con orgullo que tienen hijas estudiando en tal curso o tal otro, o que ya están en la Universidad. 

Ahora una anécdota simpática, aunque un poco insolente. Estaba en la puerta de la capilla, saludando a las alumnas que pasaban por la zona durante el recreo. Muchas niñas chicas dicen querer “saludar a Jesús”, o simplemente vienen a persignarse con el agua bendita (a veces incluso se lavan la cara). De pronto, llega una pequeña de unos seis años corriendo y se queda mirándome fijo.

—¿Hola? —pregunto.

—Hola —responde ella, con voz tímida.

—¿Quieres preguntar algo?

—Sí.

—Dale, pregunta con confianza.

—¿Padre?

—Sí, dígame…

—¿Cómo es que le ha crecido tanto la nariz?

Silencio. Yo barajando opciones. Al final decido pensar que le acaban de dar una clase sobre Pinocho.

—No te preocupes, esta nariz la he tenido así siempre.

—Ah, ¡gracias!

Y se fue corriendo al patio para seguir jugando con las amigas.

En otra oportunidad, estaba en el mismo lugar, junto a la estatua de San Josemaría de tamaño natural. Como él, yo estoy siempre de sotana. Entraban dos niñas a la capilla muy juntas.

—Bienvenidas —les dije.

Las dos dieron un respingo, como si un fantasma se les hubiera aparecido en la casa del terror.

—¡Uy, padre!, ¡pensamos que San Josemaría había resucitado!

Nostalgia

Lo que hace el colegio Almendral es colosal. Muchas niñas que conocí ahí viven con serios problemas, pero el colegio les ofrece un oasis y una plataforma de despegue. Les da la oportunidad de entrar en la Educación Superior (el 88% de las alumnas consigue matricularse). Me cuesta, pero este 2025 dejaré de ir a La Pintana. Por eso escribí este artículo, como un pequeño homenaje para las profesoras y auxiliares que están formando a todas esas jóvenes promesas: a ellas les toca enfrentar todo el trasiego de la formación, y consiguen sostener la sonrisa en medio de un clima hostil. Ellas son las grandes heroínas de toda esta historia. Gracias por enseñarme tanto, que Dios las bendiga.


El autorJuan Ignacio Izquierdo Hübner

Abogado de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Licenciado en Teología de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma) y Doctor en Teología de la Universidad de Navarra (España).

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