Hay personas que destacan por algún rasgo eminente de su personalidad -por ejemplo, un talento artístico o una inteligencia preclara-, pero a las que una cierta torpeza de carácter: un genio fogoso, una sensibilidad excesiva o una timidez revestida de inseguridad, les impide brillar con todo su potencial.
En ocasiones no se trata de un factor temperamental, sino de un revés o contratiempo externo a ellas, como una circunstancia histórica adversa. Y también puede darse una combinación de ambos, en un cóctel desafortunado. Por suerte, muchas veces el paso del tiempo se encarga de hacer justicia y poner a cada uno en el sitio que le corresponde.
Así le ocurrió a artistas como Il Caravaggio o Vincent Van Gogh. Más de un santo se ha despedido de este mundo envuelto en la controversia. Pienso que no exagero al afirmar que tardaremos años, quizá decenios, en apreciar la talla intelectual, humana y espiritual de Benedicto XVI.
En los días transcurridos tras su reciente fallecimiento, el pasado 31 de diciembre, no han faltado quienes han señalado, con una ignorancia presuntuosa -doble ignorancia- su pasado en las juventudes hitlerianas o le han acusado de encubrir los casos de pederastia perpetrados por clérigos en el seno de la Iglesia.
Sin embargo, un hecho que nadie puede descalificar es la decisión que tomó en 2013 de renunciar a la sede de Pedro ante las crecientes limitaciones físicas y psíquicas provocadas por la edad. Y es precisamente ahí donde, si uno tiene un mínimo de honradez intelectual, comienza a vislumbrar la grandeza de Joseph Ratzinger, un hombre profundamente fiel a ese Dios al que dedicó sus mejores fuerzas y a sí mismo.
El emérito arrancó su pontificado presentándose ante los fieles congregados en la plaza de San Pedro y ante el mundo como un humilde trabajador de la viña del Señor. Cualquiera que hubiera tenido a mano en ese momento su currículum, no habría tenido más remedio que fruncir el ceño y atribuirle una falsa modestia. Pero Ratzinger no mentía. Así se sentía él y así había procurado transcurrir toda su existencia.
Podría haber sido uno de los teólogos más prolíficos del siglo XX, pero acogió la invitación a ser pastor de la diócesis de Múnich y a trabajar en la ingrata Congregación para la Doctrina de la Fe, a pesar de que los libros se le daban mejor que las ovejas, y aun sabiendo que el sambenito inquisitorial se volvería contra él y le acompañaría de entonces en adelante.
Su timidez fue su peor defecto, pero seguramente también su mejor virtud, pues se convirtió en la salvaguarda de su humildad y, en consecuencia, de una fe sin fisuras.
No pretendió nunca defenderse de las críticas. No tenía tiempo más que para la misión que se le había encomendado al servicio de la Iglesia. Solo al final de sus días decidió poner blanco sobre negro ante las denuncias de encubrimiento de un sacerdote pederasta mientras fue obispo de Múnich. Escribió una carta en la que aclaraba la situación, pero sobre todo en la que volvía a pedir perdón en nombre de toda la institución por la peor lacra de su milenaria historia.
El magisterio de Ratzinger como Romano Pontífice es deleite para el oído, alimento para la inteligencia y bálsamo para el corazón. Ha ejercido a través de él de “pater familias”, al modo evangélico, extrayendo del baúl de la doctrina lo bueno y dándoselo exquisitamente masticado a sus hijos. Serán generaciones de cristianos las que se nutran de sus enseñanzas a lo largo del tiempo.
Dos factores externos han jugado en contra de este pontificado, que pasará a los libros de historia por su abrupto e inesperado epílogo: de un lado, el relativismo reinante que el propio Papa denunció y trató de combatir con sus mejores armas.
Un relativismo que ha engendrado, junto a la superficialidad, esa ignorancia presuntuosa a la que me refería anteriormente. De otro, la elección de consejeros y aliados que no supieron acompañarlo en una agitada travesía. Y así se desencadenaron crisis como la de los hijos de Lefebvre, la mala interpretación del discurso de Ratisbona, el escándalo de Vatileaks e incluso la tarda respuesta de la institución -no del Papa Benedicto- a la condena de la pedofilia.
Dicen que cuando estaba pensando en renunciar al pontificado compartió esta duda con varios de sus consejeros más allegados. Todos trataron de disuadirle, pero él ya había tomado una decisión en la presencia de Dios. El tiempo demostró después que hizo bien en desatender a sus palabras.
La historia calificará a esta generación como injusta por no haber sabido comprender a Benedicto XVI y por no haberlo apreciado en toda su magnitud. Tendremos que excusarnos diciendo que su timidez, en esta era de la imagen, no ayudaba, o que los titulares sesgados y mentirosos nos lo impidieron. Pero en cualquier caso espero que ella sea más acertada que nosotros y haga brillar para las siguientes generaciones la figura de este hombre de Dios, que bajo una apariencia torpe y frágil llevaba dentro de sí a un gigante.