Entre los varios encuentros que tuve con el profesor, más tarde cardenal y luego Papa Benedicto, destaca uno: el inesperado honor de hablar sobre la Nueva Evangelización en las conversaciones con su “Círculo de estudiantes” en la residencia de verano de Castel Gandolfo en agosto de 2011. Uní mi experiencia con la audiencia predominantemente agnóstica en la Universidad Técnica (TU) de Dresden a una mirada a desarrollos filosóficos alentadores, pues precisamente en la era postmoderna muchos pensadores se sirven (de nuevo) del “Thesaurus” bíblico. Mi tema, “Atenas y Jerusalén”, estaba dedicado al Papa como “teórico de la razón”.
En el bello, pero sencillo marco de Castel Gandolfo volvíamos a encontrarnos con el Profesor quien, todavía algo cansado y encorvado por la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid, seguía sin embargo con atención las conferencias y dirigía a los 60 estudiantes, contenía con humor sus disquisiciones intelectuales más largas y las reconducía al tema, y corregía también especulaciones filológicas o de otro tipo. Había un ambiente alegre de amistad, impregnado también por la atmósfera de un seminario universitario, cuando el Santo Padre animaba a sus “alumnos” a tomar postura o planteaba objeciones. Sobre todo, impresionaba la notable sencillez de su comportamiento, como ya había experimentado en varias ocasiones. No había ninguna “corte”, y uno podía moverse libremente por las salas designadas y disfrutar de la maravillosa vista del lago Albano y de los jardines de regadío, hasta una Roma difuminada en la bruma.
El carácter de Benedicto XVI
El domingo a mediodía tenía lugar el clásico rezo del Ángelus con un breve discurso del Papa. Ya una hora antes, el patio interior de Castel Gandolfo estaba abarrotado de peregrinos. El entusiasmo era ya palpable, como una ola, mucho antes de que apareciera el Papa y de que, con cierta dificultad, restableciera la calma. Se notaba la naturalidad y la gran alegría con que le saludaban, y pensaba con vergüenza en los medios de comunicación centroeuropeos, que habían desarrollado verdadera maestría en la minusvaloración incluso de los éxitos grandes y visibles, como en la Jornada Mundial de la Juventud. Uno se preguntaba por qué no pocos medios de comunicación deforman, quieren deformar, su imagen. Su carisma inconfundible y tranquilo, su profundidad y sabiduría llegaban sin duda a quienes tenían los ojos abiertos. Cuando relaciono estos encuentros con el primero, en el castillo de Rothenfels (Burg Rothenfels) en 1976, siguen teniendo algo en común: la tranquilidad, la profunda amabilidad, la serenidad.
En las últimas impresiones prevaleció algo aún más: la humildad. Y esta actitud es probablemente lo más sorprendente para un Papa. Quizá parezca extraño subrayar esta impresión acudiendo a Goethe: “Las personas más grandes que he conocido, y que tenían el cielo y la tierra libres ante su mirada, eran humildes y sabían lo que tenían que apreciar gradualmente” (Artemis Gedenkausgabe 18, 515). “Gradualmente” significa conocer una jerarquía de los bienes, haber desarrollado una capacidad de discernir en la diversidad lo importante. Y de nuevo, en otro tono: “Todas las personas dotadas de fuerza natural, tanto física como espiritual, son por regla general modestas” (Ibid. 8, 147).
El Papa y la opinión pública
El Papa emérito fallecido no necesita tales juicios, pero es notable cómo esta impresión inmediata de humildad y reserva a menudo se pasa por alto, tal vez incluso se retuerce precipitada o deliberadamente. Esta alusión puede aplicarse a lo que posiblemente sean los reproches mediáticos más tontos que se le hicieron, desde “Panzerkardinal” a “rottweiler de Dios” (en realidad, uno se resiste a repetir estas tonterías). Estos errores son una nueva confirmación de una estupidez que es maldad, o de una malicia que es estupidez (o quizá sólo desesperación). Pero también son signo de un clima que intuía algo invencible en este hombre y en su ministerio, y por eso quería intervenir, con un instinto de distorsión y deseo de malentender que, sin embargo, y por eso, duele.
Esto sitúa en una gran cercanía al hombre y a su tarea. Está implícito cada vez que se encuentran la aprobación y la contradicción. Hans Urs von Balthasar escribió con impresionante agudeza sobre el primer Papa: “Pedro debió parecer bastante ridículo cuando fue crucificado con los pies en alto; era simplemente una buena broma …, y la forma en que su propio jugo goteaba constantemente por su nariz. … Está muy bien que la crucifixión sea aquí cabeza abajo; evitar cualquier confusión, y a pesar de ello, se crea un reflejo evocador de lo único, puro, recto, en las turbias aguas de lo cristiano-demasiado cristiano. Se hace penitencia por culpas impensables, amontonadas hasta que el sistema se derrumbó”.
Y Balthasar expresa el tremendo pensamiento de que el ministerio en la Iglesia, desde su primer representante, tiene que ver con soportar vicariamente la culpa. “Ay de nosotros, si ya no existe el punto donde el pecado de todos nosotros se reúne para manifestarse, igual que el veneno que circula por el organismo se concentra en un lugar y estalla como un absceso. Y por eso bendito el oficio -sea Papa, obispos o simples sacerdotes que se mantienen firmes, o cualquiera que se dé por aludido cuando se dice ‘la Iglesia debería’- que se entrega a esta función de ser el foco de la enfermedad” (Aclaraciones. Sobre el examen de los espíritus, Friburgo 1971, 9).
Para quienes estas declaraciones les parezcan demasiado amargas, ahí están los frutos de esta amargura. Provienen de la lucha incesante de Jacob, sin la cual el antiguo y el nuevo Israel son impensables. Este entrelazamiento de desafío y bendición, de resistencia y victoria, de noche y final amanecer, es un mensaje de la esencia de Dios y de la esencia de los elegidos. El poder de Dios no llega destrozando. Exige un máximo de fuerza, un “optimum virtutis”, pero no abruma. En cuanto resistencia incluso quiere ser captado como amor. Lo que llega como resistencia y aparente contrapoder, llega -cuando se libra la buena batalla- como bendición. Por eso hay algo de acero y de inalcanzable en la figura tranquila y vulnerable del Papa. Precisamente sus viajes al extranjero, considerados por anticipado un fracaso, por ejemplo el viaje a Inglaterra, o también a la difícil Alemania, se convirtieron en notables victorias. Una cantante de rock italiana lo consideraba “cool”. Puede que sea una palabra de moda poco sutil, pero da en el clavo.
Me disculpo por citar a Goethe por tercera vez, en esta ocasión en aras de una profundidad que comparable en estos dos alemanes. La cita procede del gran ensayo geológico de Goethe sobre las rocas de granito, una imagen que -en mi opinión- también es descubre algo simbólico de la manera de ser de Joseph Ratzinger: “Tan solitario, digo, se siente el hombre que sólo quiere abrir su alma a los sentimientos más antiguos, primeros y profundos de la verdad”.
Benedicto XVI y el Logos
Así que el último pensamiento va hacia la verdad que está por encima de este pontificado. ¿Cuándo fue defendida por última vez por un Papa la reivindicación de la razón de forma tan implacable, y a la vez atractiva? ¿Y cuándo la razonabilidad de la fe y el ecumenismo de la razón, existente ya desde la antigüedad griega, que puede reunir filosofías, teologías y ciencias? El Cantar de los Cantares del Logos por parte de Benedicto XVI accede precisamente al “atrio de los gentiles”, y ha estimulado una conversación que abandona el estancamiento del posmoderno vacío de sentido. Jerusalén “tiene que ver” con Atenas, y eso pese a todos los veredictos, sean de una ortodoxia sectaria, por un lado, o de una ciencia sectaria, por otro. “No se puede tensar una cuerda si sólo se sujeta por un lado”, decía Heiner Müller, el dramaturgo de la República Democrática Alemana, en relación con el (aparentemente perdido) más allá (Lettre international 24, 1994). Así, con Joseph Ratzinger la patrística despierta a una nueva vida inesperada, que debe al Logos el discernimiento de los espíritus, para implantar la sabiduría del mundo antiguo en la joven cristiandad. De este modo, no sólo se “salva” a la antigüedad y a los primeros tiempos de la Iglesia para la nueva era, sino que también rescata el momento presente de su contradictorio encogimiento de hombros acerca de la verdad. Hay una piedad del pensamiento, que es al mismo tiempo conversión a la realidad.
Esta capacidad de aclarar lo no abarcable, lo controvertido, con fe en la posibilidad de la verdad, ya estaba planteada desde el principio, y se hizo visible muy pronto. Escuchemos la voz de Ida Friederike Görres (1901-1971), la incorruptible. En una carta del 28 de noviembre de 1968 a Paulus Gordan, benedictino de Beuron, escribe sobre la “congoja eclesiástica” que se observa en todo el país ante el rápido hundimiento de cierto catolicismo provinciano como consecuencia de la propaganda del 68. Pero ahora, añade, ha encontrado a su “profeta en Israel”, un joven Profesor Ratzinger en Tubinga, desconocido para ella hasta entonces, que podría convertirse en “la conciencia teológica de la Iglesia alemana”.
“Ecce, unus propheta in Israel”. Con estos trazos quiero expresar mi más sincero agradecimiento al difunto Papa emérito Benedicto XVI.
Premio Ratzinger 2021