El otro día hablé por teléfono con Rony Tabash y se me partió el corazón. Podía oírle trajinando en el mostrador de su tienda y de fondo se escuchaba la llamada a la oración de la mezquita cercana. Ese inconfundible canto me ha trasladado de inmediato allí, a Belén, a la céntrica Manger Square (Plaza del Pesebre), donde también repican las campanas de la emblemática iglesia de la Natividad, cuyos muros siguen en pie desde tiempos de Justiniano.
Sin embargo, mis nostálgicos recuerdos se han dado de bruces con la realidad: “Belén se está muriendo”, me dijo Rony. “Aquí no se siente la Navidad. No hay decoración, ni luces ni nada. Entrar en la iglesia de la Natividad da miedo; está vacía”.
Escuchar esto de Rony, una de las personas más obcecadamente optimistas que he conocido en Tierra Santa, es realmente desolador. “El año pasado, teníamos esperanza de que la guerra terminara antes de la Navidad, pero este año… La gente no espera una buena vida ni buenas noticias, han perdido la esperanza”.
La sombra del conflicto en Gaza es alargada. Además de las víctimas directas –alrededor de 45.000 muertos, decenas de miles de heridos y más de un millón de desplazados–, la guerra ha puesto en jaque las vidas y los negocios de muchas personas más allá de la Franja, en los territorios palestinos de Cisjordania. Es el caso de la pequeña ciudad de Belén, cuya economía gira en torno al turismo religioso cristiano: hoteles, restaurantes, tiendas de recuerdos y artesanía, guías, transporte…
La familia Tabash sostiene, desde 1927, The Nativity Store, una de las primeras tiendas de regalos de Belén. Venden joyas y todo tipo de artículos religiosos. Se creó en la época del Mandato Británico de Palestina, ha sobrevivido a las guerras del 48 y el 67 y ha sido testigo de las intifadas. En los últimos años, los cierres impuestos por la pandemia del coronavirus durante dos años, fueron un duro golpe para todo el sector turístico en Tierra Santa, que había alcanzado máximos históricos. Las colas para arrodillarse apenas unos segundos en el lugar en el que nació Jesús eran de hasta dos o tres horas y se salían de la basílica hasta la mitad de la plaza.
Cuando el turismo empezaba a remontar y a recuperar las cifras anteriores a la pandemia, el estallido de la guerra en Gaza volvió a nublar el horizonte. Catorce meses después, no se ve la luz, ni siquiera la de la estrella del emblemático árbol de Navidad que se ponía cada año en la Plaza del Pesebre. Ni el año pasado ni este ha habido árbol. La terrible guerra de la Franja y las duras condiciones en las que se encuentran ensombrecen una fiesta que hasta hace poco congregaba a peregrinos de todo el mundo.
“Abrimos porque mi padre quiere abrir la tienda, pero no tenemos ventas. Es un milagro que aguantemos”. De hecho, muchos no aguantan. Alrededor de 70 familias de la minoría cristiana de Belén se han ido durante este año, perpetuando una sangría que dura ya más de cien años y que ha diezmado la población cristiana de Tierra Santa. “Mi experiencia es que los que se van no vuelven”, dice Rony.
Sin embargo, lo que verdaderamente me sacudió en mi conversación con él no fue la pena por los cristianos de Belén, sino nuestra indiferencia. Una indiferencia fruto de la ignorancia, de la ceguera. Porque Belén no es un lugar mítico, es real. HIC (aquí), es la palabra que se lee en muchos de los lugares santos junto con el correspondiente versículo evangélico. Nuestra fe tiene una geografía, una localización precisa, y hay quienes, durante generaciones desde hace más de dos mil años, custodian esos lugares y perpetúan la presencia cristiana. “Somos soldados que estamos aquí para resistir, somos las ‘piedras vivas’”, me decía Rony con la fuerza de quien cree firmemente en su misión. “Pero los cristianos tienen que venir, es también su responsabilidad”, había un deje frustración, de cansancio en su voz. “No nos pueden dejar solos”.
Les hemos dejado solos. Allí donde brilló la estrella, allí donde cantaron los ángeles, allí donde nació la Esperanza, ven solo oscuridad. Y se están yendo. Dejan Jerusalén, Nazaret y Belén, esos lugares tan queridos por nosotros que, insisto, no son localizaciones de cuentos o leyendas, son el Aquí que Jesucristo quiso habitar en la tierra. “Tienen que venir, tocar, ser parte de este lugar”. Somos parte de esos lugares y esos lugares son parte de nosotros, y eso se lo debemos en parte a personas con nombre y apellido. Rony Tabash es solo una de ellas.
“La Navidad es la luz en la oscuridad”, me dijo, “pero necesitamos oraciones, porque hemos perdido la esperanza”. Si la Navidad muere en Belén, algo habrá muerto en cada uno de nosotros, pero eso sólo puede entenderlo quien ha estado allí y ha tocado. Esto es Tierra Santa. Quien lo probó, lo sabe.