Acaban de cumplirse 50 años del decreto de ecumenismo del Vaticano II Unitatis redintegratio, y tal vez sea una buena ocasión para hacer un balance del momento que vivimos, tal como hizo en primavera el cardenal Kurt Koch, presidente del Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos, en el Centro Ecuménico Padre Congar de Valencia.
La historia reciente es larga. Tras los acercamientos a cristianos de otras confesiones por parte de los Papas del siglo XIX, el movimiento ecuménico surgido sobre todo entre los protestantes dio sus frutos: el concilio lo calificó como consecuencia de la “acción del Espíritu Santo”. Juan XXIII quiso un concilio para promover la reforma y la unidad de la Iglesia, Pablo VI continuó en esta dirección y el decreto de ecumenismo estableció los “principios católicos”. Es decir, la unidad entre ecumenismo y eclesiología: Unitatis redintegratio se encuentra unido a la Constitución Lumen gentium y al decreto Orientalium Ecclesiarum. De esta forma, los parámetros del diálogo ecuménico quedan expuestos con total claridad.
El Vaticano II enseñó que existen “elementos de eclesialidad” en otros cristianos no católicos, pero a la vez que la Iglesia de Cristo “subsiste” en la Iglesia católica (LG 8; UR 4.5). Unitatis redintegratio describe magistralmente la situación eclesiológica de los distintos cristianos que no están unidos a Roma. Por un lado, considera verdaderas Iglesias (particulares) a las Iglesias de oriente que no reconocen el primado del Papa, y admira su tradición espiritual y litúrgica. Por otro lado, aprecia el amor a la Escritura de los protestantes, pero advierte que han perdido la sucesión apostólica y, con ella, la mayoría de los sacramentos (UR 22). Por eso reciben el nombre de “comunidades eclesiales”. En este caso, tendrían pendiente resolver no solo lo que se refiere al primado, sino también al episcopado. A la vez, propone la búsqueda de la comunión en la colaboración y cooperación sociales, en el diálogo teológico y en la oración y la conversión, verdaderos motores del diálogo ecuménico. Son estas las tres dimensiones en las que ha de desarrollarse todo ecumenismo.
Juan Pablo II ratificó estos principios en la encíclica Ut unum sint (1995) y mostró la cercanía a Roma de las Iglesias orientales, tanto católicas como ortodoxas. La Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación (1999) supuso un hito y un punto de partida para el diálogo teológico no solo con luteranos y metodistas (que la han suscrito), sino también con reformados. Benedicto XVI promovió el diálogo teológico con ortodoxos en el Documento de Rávena (2007), que estudió el modo de ejercer el primado tal como fue vivido en el primer milenio de la cristiandad, cuando todos los cristianos estaban todavía unidos. La defensa de la creación y del medio ambiente ha sido también un buen punto de encuentro entre los distintos cristianos, si bien debe llegar también a cuestiones morales y bioéticas. Con el motu proprio Anglicanorum coetibus (2009), el actual Papa emérito apuntó una posible vía de solución a la cuestión de defectus ordinis para las comunidades eclesiales que, por distintos motivos, hayan podido perder la sucesión apostólica. A la vez, quedaba sentada la necesidad de la comunión en la fe como paso previo a la unidad visible.
Con la llegada del nuevo milenio y de la globalización, el mapa ecuménico está cambiando. La Iglesia ha pasado de ser predominantemente eurocéntrica a “mundocéntrica”. Además, el rápido crecimiento de evangélicos y pentecostales ha obligado a la Iglesia católica a entablar conversaciones también con ellos. Por otra parte, el “ecumenismo de la sangre” –tal como lo ha llamado el Papa Francisco– ha planteado ciertas urgencias y cuestiones distintas a las planteadas anteriormente. Siguen siendo necesarias las tres dimensiones del diálogo: el llamado ecumenismo de las manos, de la cabeza y del corazón, esto es, en cuestiones de cooperación y justicia social, en el diálogo teológico, y en la promoción de la oración y la propia conversión. En los últimos tiempos, y en preparación al quinto centenario de la ruptura de Lutero con la Iglesia católica en 2017, se ha hablado de la necesidad de una Declaración conjunta en torno a los mencionados temas de la Eucaristía, el ministerio y la eclesiología.
Frente a un ecumenismo practicado en el pasado, donde la indiferenciación eclesiológica primaba sobre los demás principios (como en la Concordia de Leuenberg de 1973), es propuesta ahora una “diversidad reconciliada”, donde cada uno sabe dónde se encuentra respecto a los demás, a la vez que promueve el diálogo en el amor y la verdad. Los gestos y declaraciones de cercanía entre distintas confesiones cristianas se están convirtiendo en una feliz rutina. Al igual que sus predecesores, el Papa Francisco está demostrando que el ecumenismo constituye una de las prioridades de su pontificado. Tras el camino recorrido juntos, con la claridad de ideas aportadas por el concilio, el ardor misionero del pontificado actual, el testimonio de los mártires de todas confesiones y –sobre todo– con la acción del Espíritu, tal vez podrían venir interesantes novedades ecuménicas en los próximos años. Un verdadero momento ecuménico.