El Sínodo de los jóvenes ha puesto de manifiesto, una vez más, que la institución que más valoran es la familia. Lo cual podría parecer sorprendente dada la crisis que atraviesan el matrimonio y la familia desde hace décadas. Pero los jóvenes intuyen –algunos a pesar de no haberlo vivido nunca– que la familia es el lugar idóneo para un desarrollo personal pleno. Y en su corazón está el anhelo de un hogar, de una acogida plena, de un amor incondicional como el que solo se puede vivir en el seno de una familia.
Desde los años 60 se han ido minando los pilares básicos del matrimonio y la familia y se ha impuesto un estilo de vida basado en un individualismo feroz, en el rechazo de todo compromiso y de cualquier referencia a la verdad y en una concepción de la libertad como algo absoluto, sin contenido. En lo que se refiere a la sexualidad, se ha desvinculado del amor, del compromiso y de la apertura a la vida, pasando a ser considerada una mera fuente de placer, algo privado y puramente subjetivo, algo propio única y exclusivamente de la intimidad de cada uno, quedando al arbitrio del sujeto dotar de cualquier significado a su propia sexualidad y a las relaciones que pueda establecer.
Pero este estilo de vida no ha traído más felicidad ni vidas más plenas sino todo lo contrario. Ha traído soledad y desarraigo, mucho sufrimiento y profundas heridas afectivas.
En el Sínodo, los jóvenes han mostrado que tienen una inmensa necesidad de sentirse amados, y de amar de verdad. Buscan algo grande, hermoso. Se dirigen a la Iglesia para encontrar respuestas sobre las que edificar su vida y fundar su esperanza. No les defraudemos. Y no seamos ingenuos. Los jóvenes, que han nacido inmersos en el ambiente cultural que hemos descrito más arriba, y con frecuencia sin haber vivido una experiencia de amor verdadero, necesitan mucha ayuda.
Debemos ayudarles a confirmar su esperanza, a superar el pesimismo antropológico en el que muchos están inmersos debido a las heridas afectivas que hay en su interior, haciéndoles ver que es posible el amor verdadero. Que no se trata de un ideal reservado a unos pocos, que está al alcance de aquellos que se propongan “querer querer”, especialmente si se abren a la ayuda de Dios.
Debemos ayudarles a escapar de la cultura de los derechos individuales, que va radicalmente en contra de una cultura del amor y la responsabilidad y que está destruyendo a las familias.
Debemos ayudarles a superar la falsa idea de que la libertad es una fuerza autónoma e incondicionada, sin vínculos ni normas. Debemos ayudarles a superar la absolutización del sentimiento y a redescubrir que la dinámica interior del amor matrimonial incluye y necesita de la razón y de la voluntad y se abre a la paternidad y la maternidad, armonizando la libertad humana con el don de la Gracia.
El matrimonio, aunque sea la unión de un solo hombre y una sola mujer, difícilmente puede ser vivido en la soledad de los dos, y menos que nunca en esta sociedad nuestra tan volcada en las apetencias y en lo provisional. Los cónyuges necesitan ser acompañados, muy especialmente en los primeros años de matrimonio (el 40 % de las rupturas matrimoniales se produce en los siete primeros años). Las familias pueden y deben acompañar a otras familias construyendo auténticas comunidades que fortalezcan a sus integrantes y que sean testimonio del amor verdadero en medio del mundo.
Debemos ayudarles a no tener miedo, porque el Buen Pastor está con nosotros como estaba en Caná de Galilea como Esposo entre los esposos que se entregan recíprocamente para toda la vida. En el corazón del cristiano no debe haber lugar para la apatía, ni para la cobardía, ni para el pesimismo. Porque Cristo está presente. Por eso san Juan Pablo II se dirigía a los esposos cristianos con estas palabras: “¡No tengáis miedo de los riesgos! ¡La fuerza divina es mucho más potente que vuestras dificultades!” (GrS, 18).
Directora del Centro de Estudios de la Familia. Universidad Francisco de Vitoria (UFV).