“Tristeza y melancolía no las quiero en casa mía”, repetía Santa Teresa de Jesús a sus monjas. En esta víspera de su fiesta, me pregunto si realmente hay motivos para estar alegres en un mundo que parece hundirse bajo nuestros pies.
Cuando la mayor pandemia global en décadas parecía estar alejándose en el retrovisor, dejándonos la sensación de haber sido solo un mal sueño, la “tercera guerra mundial”, como el propio Papa Francisco ha denominado ya al conflicto que la humanidad entera está librando, por ahora, en el tablero de Ucrania, cubre de oscuros nubarrones el futuro de Europa y el mundo.
Si a eso añadimos las consecuencias del cambio climático, con una sequía de récord y la amenaza de fenómenos meteorológicos extremos, ¿qué podemos esperar de los años venideros sino sufrimientos de todo tipo? Es más, con la posibilidad de un armagedón nuclear sobre la mesa ¿es que existirán siquiera los años venideros o la humanidad habrá sido solo un insignificante soplo en medio de los eones de vida del planeta tierra?
Estoy seguro de que la fe cristiana puede ayudarnos a recuperar la esperanza haciendo algo más que rezar por el fin de las hostilidades y por la mejora del clima –siendo esto muy necesario– y la solución está en el Apocalipsis, un libro tan nombrado como desconocido por los propios creyentes.
Y es que el último libro de la Biblia, lejos de servir para infundir temor y terror, como parecería a un lector poco avezado que se enfrenta a las visiones que describe, lo que trata es de animar, consolar y promover la esperanza a la comunidad cristiana a la que va dirigido. Las terribles visiones que describe no son vaticinios futuros a los que haya que temer, sino formas metafóricas de aludir a los males ya presentes, como la monstruosa persecución del imperio romano entonces, animando a los fieles a resistir confiando en la asistencia divina. Es, en definitiva, no un texto catastrofista, sino que tiene un carácter positivo y gozoso.
Releyendo el Apocalipsis en clave actual, podemos encontrar hoy a las nuevas bestias y dragones que nos atemorizan, pero que no lograrán la victoria final, porque la mujer vestida de sol (imagen de María o de la Iglesia) y el cordero degollado (imagen de Cristo) se imponen al final de la historia. Es una llamada, en definitiva, a no tener miedo a pesar de los pesares, porque la llave de los acontecimientos está en manos de Dios, y sólo Él sabe el día y la hora de cada uno.
Llegan momentos duros, siempre los ha habido en la historia de la humanidad, pero el cristiano se apoya en el espíritu de las bienaventuranzas, pilar del Evangelio: bienaventurados los pobres, los que lloran, los perseguidos… A pesar de las pruebas de este mundo, podemos experimentar, ya aquí en primicias, los frutos del Reino de los cielos: la alegría, el consuelo, la esperanza de la justicia al final de los tiempos. Saberse amado y reconocer a Dios en los pliegues de la historia es motivo de esperanza y repelente para los demonios de la tristeza y melancolía que nos acechan.
Frente al miedo y la incertidumbre, es bueno invocar la esperanza cantando, con el salmista: «el Señor está conmigo: no temo. ¿Qué podrá hacerme el hombre?» y recurrir una vez más a la santa de Ávila que nos recuerda: «Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin».
La esperanza, esa sí que es un arma invencible. Literalmente, el arma del Apocalipsis.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.