Conviene recordar al concilio Vaticano II cuando determinó que “el estado de vida que consiste en la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenezca a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, sin discusión a su vida y a su santidad.” (LG 44).
Jesús proclamó los consejos evangélicos dirigidos a todo su discipulado. Naturalmente conforme al propio estado de cada persona. Además, y desde su nacimiento, la Vida consagrada es estado de vida en el que se entra porque se hace “profesión” pública de esos mismos consejos evangélicos, de castidad, pobreza y obediencia. Y “sin discusión” este estado pertenece a la vida y a la santidad de la Iglesia. Después de tantos siglos y con tantos institutos ¿qué vida tendría la Iglesia sin la Vida consagrada? y ¿cómo sería la santidad de la Iglesia sin la santidad de quienes han profesado los consejos evangélicos -y de entonces- con multitud de canonizaciones y beatificaciones -y de ahora- intentando seguir al Señor más de cerca con toda fidelidad?
Se comprueba, por tanto, y no sólo teóricamente sino también por la experiencia, que la vivencia de personas consagradas, con una proporción ingente de mujeres sobre varones, configura a la Iglesia vital y santificativamente.
La Vida consagrada atiende a necesidades vitales y, entre ellas, la más primordial: la salvación de las almas
Vemos, a quienes tenemos cerca, en la enseñanza y la sanidad, en la atención a los pobres de las antiguas y nuevas pobrezas, y en múltiples menesteres y servicios. Sabemos de quienes han dejado su patria para ir a las misiones “ad gentes” o a otras misiones. Intuimos -aunque socialmente cuesta- a quienes en los monasterios viven la clausura, para el crecimiento en su vida contemplativa, de oración y trabajo, en favor de toda la Iglesia y para la salvación del mundo. Es que toda la Vida consagrada, con sus distintos estatutos y en sus diferentes formas, atiende a necesidades vitales y, entre ellas, la más primordial: la salvación de las almas.
No obstante, hemos de saber que es todavía más importante lo que son que lo que hacen. Y son, en la Iglesia, consagrados a Dios Padre y por tanto, en su Hijo, hermanos y hermanas de todos nosotros. Me impresionó la exclamación de una niña cuando, al referirse a una religiosa, dijo: “¡Esta Hermana es muy hermana!”.
Así, pues, por la vitalidad de la Vida consagrada se puede diagnosticar el vigor de toda la Iglesia. Y viceversa. Y, en este tiempo de carencia vocacional en la Vida consagrada, deberíamos examinarnos sobre lo que está pasando en todos nosotros respecto a la vivencia de la fe en el seguimiento al Señor.
Hemos de analizar vivimos y poner los medios para que en la Iglesia continúen brotando nuevas vocaciones de Vida consagrada.
Porque sobre las vocaciones de especial consagración no pasa lo mismo en todas las naciones y continentes y tampoco acontece lo mismo en todos los institutos, ya que en algunos, pocos, florecen y crecen. Por eso también parece necesario realizar un análisis sincero de cómo vivimos y, a la vez, poner los medios para que en la Iglesia continúen brotando nuevas vocaciones de Vida consagrada.
San Juan Pablo II escribió en 1996: “En algunas regiones del mundo, los cambios sociales y la disminución del número de vocaciones está haciendo mella en la vida consagrada. Las obras apostólicas de muchos Institutos y su misma presencia en ciertas Iglesias locales están en peligro. Como ya ha ocurrido otras veces en la historia, hay Institutos que corren incluso el riesgo de desaparecer.” (Vita consecrata, 63). Hace ya 25 años que estableció la Jornada de la Vida Consagrada para cada 2 de febrero y desde entonces, por la Candelaria con Santa María, los consagrados -en muchas diócesis- renuevan su profesión de los consejos evangélicos, ante su Obispo en su catedral.
Nunca podré olvidar una frase, tan corta como sustanciosa, que el papa Francisco tuvo a bien decirme durante un saludo en junio del 2014: “A los consagrados hay que animarlos mucho”. Y es fácil de comprender. Porque en la situación actual, cuando más podría cundir el desánimo, es cuando resulta más necesario el ánimo. El ánimo fraternal en el Espíritu.
Sacerdote de la Archidiócesis de Madrid