Al acercarse la Navidad podemos decir: Dios a las puertas. La salvación de Dios ha sido comparada con una puerta. La puerta tiene un arco y la misericordia puede considerarse como la piedra principal, clave de bovéda, que sujeta el arco. La misericordia como don, signo y cultura es un buen modo de situarse a las puertas de la Navidad.
Lo que ya san Juan XXIII llamaba “la medicina de la misericordia” (cf. Discurso de apertura del Concilio Vaticano II, 11-X-1962) es una de las claves del papa Francisco para la renovación de la Iglesia.
De esto escribe Piero Coda en un ensayo sobre el pensamiento de Francisco (La Chiesa è il Vangelo, Città del Vaticano 2017): “La misericordia –don de Dios– es el prisma para mirar y testimoniar la verdad gozosa y liberadora y la fuerza transformadora del Evangelio” (p. 111).
De acuerdo con R. Cantalamessa, “la misericordia no es un sustitutivo de la verdad y de la justicia, sino una condición para ponerse en condición de encontrarlas” (en “L’Osservatore Romano”, 30-III-2008).
Para san Agustín –observa Coda–, mientras no se comprende que el significado de toda verdad y mandamiento expresado en la Sagrada escritura es la caridad, se está lejos de comprender la verdad (cf. De Doctrina Christiana, I, 36.40).
Y así, piensa Coda que el primado de la misericordia –como estilo de vida y de misión propuesto por Francisco– es ante todo “un crisol de purificación para la vida de la Iglesia y para el discernimiento de la vida de su presencia en la historia” (p. 112).
Esta es –entiende el teólogo italiano–, si se ve bien, la verdadera clave de bóveda o piedra angular de la exhortación apostólica Amoris laetitia: “No se trata de descuentos sobre la verdad de la llamada a la perfección evangélica, sino de hacerse uno con cada persona para abrir con el amor, desde el interior de cada situación, el camino que lleva a Dios” (Ibid., cf. 1 Co 9, 22).
De ahí que, podamos ver nosotros la misericordia, al mismo tiempo, como un don (un regalo de Dios), un signo de la unidad entre la verdad y el amor; y, en nuestro tiempo, una cultura que, especialmente los cristianos, hemos de promover. Veamos un poco más cada uno de estos tres aspectos.
2. La misericordia, don y signo. Por tanto, cuando Francisco dice que la Iglesia a un “hospital de campaña”, se trata de una imagen elocuente que traduce el estilo de Jesús expresado en la parábola del buen samaritano, como señalaba Pablo VI al final del Concilio Vaticano II y recogía el papa argentino en su documento de convocación al Año de la Misericordia. Vale la pena releer esta larga cita: “Queremos más bien notar cómo la religión de nuestro Concilio ha sido principalmente la caridad… La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio… Una corriente de afecto y admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno. Ha reprobado los errores, sí, porque lo exige, no menos la caridad que la verdad, pero, para las personas, sólo invitación, respeto y amor. El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores, en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza: sus valores no sólo han sido respetados sino honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y bendecidas… Otra cosa debemos destacar aún: toda esta riqueza doctrinal se vuelca en una única dirección: servir al hombre. Al hombre en todas sus condiciones, en todas sus debilidades, en todas sus necesidades” (Pablo VI, Alocución, 7-XII-1965).
En nuestros días sostiene Piero Coda que, ante las heridas que nos afectan –no solo las físicas y materiales, sino también las que infectan el corazón, el alma y el espíritu, la inteligencia y la voluntad–, “hablar de hospital de campaña hace intuir la gravedad de la situación en la que se encuentra la humanidad, desgarrada por una guerra ideológica en la que están en juego la verdad y la belleza misma de la imagen de Dios en el hombre, creado como varón y mujer para reflejar en las criaturas la vida de comunión fecunda de la Santísima Trinidad” (pp. 113 s).
Se trata de hacer frente, “con la medicina más fuerte que es la misericordia en cuanto testimonio de la verdad del amor”, al constante intento, presente en la historia de la humanidad, de torcer el designio creador de Dios.
Y piensa que si la misericordia llegara a ser interiorizada en la mente y en el corazón y asumida como criterio de juicio y de acción, facilitaría una visión realista de la política, de la economía y del derecho.
Hasta aquí la reflexión de Piero Coda. Es bien interesante ese modo de ver la misericordia como testimonio o signo que comunica eficazmente la unión entre la verdad y el amor.
3. Cada día de nuestra vida es tiempo de misericordia y los cristianos debemos trabajar por una cultura de la misericordia.
Ha señalado el Papa al final del Año de la Misericordia: “Este es el tiempo de la misericordia. Cada día de nuestra vida está marcado por la presencia de Dios, que guía nuestros pasos con el poder de la gracia que el Espíritu infunde en el corazón para plasmarlo y hacerlo capaz de amar. Es el tiempo de la misericordia para todos y cada uno, para que nadie piense que está fuera de la cercanía de Dios y de la potencia de su ternura. Es el tiempo de la misericordia, para que los débiles e indefensos, los que están lejos y solos sientan la presencia de hermanos y hermanas que los sostienen en sus necesidades. Es el tiempo de la misericordia, para que los pobres sientan la mirada de respeto y atención de aquellos que, venciendo la indiferencia, han descubierto lo que es fundamental en la vida. Es el tiempo de la misericordia, para que cada pecador no deje de pedir perdón y de sentir la mano del Padre que acoge y abraza siempre” (Carta ap. Misericordia et misera, 20-XI-2016)
Si esto es “cada día”, ¿qué no será en un tiempo como el del Adviento, que desemboca en la Navidad; pues en la Navidad se ha hecho visible la Encarnación del Hijo de Dios y con ello nuestra salvación?
Finalmente, ¿cómo plasmar o hacer posible una cultura de la misericordia? Así responde Francisco:
“La cultura de la misericordia se va plasmando con la oración asidua, con la dócil apertura a la acción del Espíritu Santo, la familiaridad con la vida de los santos y la cercanía concreta a los pobres. Es una invitación apremiante a tener claro dónde tenemos que comprometernos necesariamente. La tentación de quedarse en la ‘teoría sobre la misericordia’ se supera en la medida que esta se convierte en vida cotidiana de participación y colaboración” (Carta Misericordia et misera, al concluir el Año de la Misericordia, n. 20).
Cuando habla de la cercanía a los pobres, conviene tener en cuenta “nuevas formas de pobreza y fragilidad donde estamos llamados a reconocer a Cristo sufriente (…): los sin techo, los toxicodependientes, los refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos cada vez más solos y abandonados; los migrantes (…); las diversas formas de trata de personas (…); las mujeres que sufren situaciones de exclusión, maltrato y violencia” (Evangelii gaudium, nn. 210-212).
Es decir que debemos atender a los pobres, sean pobres tanto desde el punto de vista material, moral y cultural, o también espiritual. Y en la práctica esto nos dara muchas ocasiones para ejercitar las obras de misericordia corporales y espirituales.
En definitiva, la misericordia es un don de Dios que nos llega continuamente si estamos dispuestos a recibirlo. Y así, cada día es tiempo de misericordia. Es también un signo: recordando la clásica definición de sacramento (signo e instrumento de la gracia salvadora) se podría decir que la misericordia es un “signo eficaz” de la unidad entre la verdad y el amor.
Y parafraseando lo que Juan Pablo II señalaba sobre la fe, podría decirse que la misericordia debe hacerse cultura para que pueda ser una misericordia plenamente acogida, totalmente pensada y fielmente vivida.
Licenciado en Medicina y cirugía por la Universidad de Santiago de Compostela. Profesor de Eclesiología y de Teología pastoral en el departamento de Teología sistemática de la Universidad de Navarra.