Josemaría Escrivá vio nacer el Opus Dei en el seno de la Iglesia. Todo su recorrido vital de escucha al carisma fundacional se alinea en la fidelidad a la Iglesia. Sabe que tiene que escuchar las voces en su espíritu; reflexiona sobre lo que ve suceder en quienes le siguen. Se guía por el modo como los pastores de la Iglesia observan y encauzan, para que sean plenamente eclesiales, los impulsos espirituales y apostólicos que se van verificando. El don recibido se mide así, de dentro a fuera y de fuera a dentro, bajo la mirada de Dios.
Hacia adentro, y como familia
En los primeros compases casi todo ocurre para adentro, en su alma y en la de sus primeros seguidores, manteniendo al tanto a la autoridad constituida en la diócesis de Madrid.
Al poco tiempo, a instancias del obispo, su incipiente fundación toma unos perfiles institucionales que le conceden algo de entidad y de consistencia (Pía Unión, 1941).
Se va configurando una socialidad familiar alrededor de un padre que comparte con los suyos el deseo de servir a la Iglesia y su profunda vivencia de la paternidad divina.
Meses después reconoce perfilada de forma nueva la dimensión sacerdotal del don recibido, que le lleva a ver la necesidad del sacerdocio ministerial: no como externo y asociado sino como intrínseco al obrar apostólico de los laicos que trabajan en medio del mundo con sus iguales, cumpliendo la misión en la Iglesia.
El obispo de Madrid, con el nihil obstat de la Santa Sede, aprueba (Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y fieles laicos, 1943): la articulación entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial se va dibujando. Lo reflejará el fundador en un sello: una cruz inscrita en el mundo.
Universal y secular
Se produce una expansión, en extensión y densidad, que alcanza a muchos países. Se confirma la intuición inicial sobre la universalidad del don recibido, que reclamará un régimen presente en la catolicidad y asentado en Roma. San Josemaría percibe asimismo que hay que confirmar la secularidad del carisma como trazo original que no debe ser diluido. Busca una institucionalidad universal y secular. La obtiene entrando a formar parte de las formas nuevas (Instituto secular, 1947-50) que esperaban cambios normativos, llegados de la mano de Pío XII.
La línea invariable de la fundación sigue su curso: el fundador se sabe tal y valora las luces que recibe personalmente; al mismo tiempo, aquilata las necesidades de quienes le siguen en el Opus Dei, para continuar la acción incisiva en el trabajo profesional y en la familia.
Un espíritu laical, secular, y una atención sacerdotal, en concierto institucional. Muchos pastores de la Iglesia observan en sus diócesis este obrar original a beneficio de sus fieles.
Los nuevos tiempos reclaman estos impulsos y de hecho nacen otras realidades seculares en la Iglesia.
Perfiles espirituales y apostólicos claros
Con todo, faltaba algo que perfilara el fenómeno y redujese algunas lecturas empobrecedoras del carisma. Tras algún intento, sigue el consejo de la Santa Sede de esperar la conclusión del Concilio Vaticano II. Están en juego las necesidades del mundo que se seculariza y la Iglesia que desea mantener el paso. Escrivá ve que desde la fuerza que emerge del Concilio el Opus Dei podrá servir mejor.
Resuenan en el aula conciliar decisivas verdades e impulsos pastorales: luz de las gentes, vocación bautismal, pueblo de Dios, llamada universal a la santidad, realidades terrenas santificables, horizonte ilimitado de la misión, comunión y unidad de la Iglesia, el don divino de la libertad, paz y trabajo para la sociedad, la liberación del hombre desde el Hijo de Dios hecho hombre, etc.
Le sobreviene la muerte a Josemaría Escrivá cuando está trabajando en un mejor asentamiento institucional de la Obra. Al fallecer ha dejado claros los perfiles espirituales y apostólicos del carisma; espoleando a sus hijos y adoptando las medidas necesarias, renueva su compromiso de no defraudar la llamada laical, secular, libremente correspondida, que incluye desde dentro la atención sacerdotal. Concluye su vida terrena esperando que, desde las luces del Concilio recientemente concluido, los pastores comprenderán el modo de facilitar el servicio de la Obra al conjunto de la Iglesia.
La prelatura personal
Los trazos firmes del espíritu y de los modos apostólicos, captados en su espíritu de fundador, ilustrados en la vida de sus seguidores y confrontados con el devenir de la Iglesia, confluyen en lo institucional en la figura de la prelatura personal. Juan Pablo II hace estudiar la posible decisión con seriedad; Álvaro del Portillo, sucesor de san Josemaría, ofrece toda la colaboración y su lealtad a la Santa Sede.
Llega el 28 de noviembre de 1982 y es publicada la Constitución apostólica “Ut sit”. El prelado y los fieles de la prelatura oyen decir a los pastores de la Iglesia que sean fieles al fundador; se crea así una articulación original de los elementos objetivos y personales del fenómeno pastoral, en la clave de la relación entre sacerdocio común y ministerial, con un prelado que es pastor. Se vive en acción de gracias en el Opus Dei, que camina por este cauce favorable.
La historia sigue. La confluencia en la prelatura ha remansado hace 40 años el camino, para continuar por donde llaman las necesidades de la Iglesia y del mundo. Un gran teólogo decía que la flecha va más lejos cuando el arquero tensa más la cuerda poniéndola junto al corazón. Para llegar más lejos, hay que acercarse al corazón: oír lo que inspira ahora quien en el suyo escuchó la primera voz de Dios; lo que Dios dice a los que, en cada momento son depositarios de la luz y responsables de la misión recibida dentro de la Iglesia, el prelado como Padre y pastor propio, y los fieles con él. Y siempre a la escucha del corazón de los pastores –con Pedro a la cabeza–, quienes, mirando al todo, sabrán mirar a la parte de la Iglesia (“partecica” decía Josemaría Escrivá) para que sea (“ut sit”) lo que Dios quiere que sea.
Profesor asociado de Derecho Canónico, Universidad Pontifica de la Santa Cruz (Roma)