A lo largo de los Evangelios, encontramos a Jesús seguido por miles de personas quienes le buscaron para pedir de sus favores misericordiosos. Con mucha facilidad se agrupaban multitudes en busca de sanación, liberación, o para escuchar sus enseñanzas transformativas. Le presentaban necesidades reales, como sus parálisis, cegueras, lepra, o les traían enfermos desahuciados en repetidas escenas y cuadros de dolor.
Hasta el día de hoy, estas son las imágenes más comunes en los altares y capillas visitadas de quienes se acercan en momentos de necesidad. ¡Sería raro ver una iglesia llena de agradecidos alabadores que no llegan a pedir sino solo a ofrendar en gratitud! Aun así, bienvenidos sean todos, pues Él los invitó incondicionalmente al decir, vengan a mí los cansados y agobiados, y tráiganme sus cargas (Mateo 11, 28).
En los Evangelios leemos de dos excepciones que pudiéramos destacar de quienes llegaron a postrarse para obsequiarle: uno al comienzo de su vida, y otro hacia el final de esta. En la primera ocasión unos interesantes personajes del oriente (reyes, magos, o astrólogos) quienes siguiendo el presagio de la estrella, le buscaron obsesivamente para obsequiarle cofres costosísimos de incienso, oro y mirra.
La segunda ocasión fue el caso de la misteriosa mujer con un perfume de nardo puro en un frasco de alabastro con un costo de 300 denarios, el sueldo anual de un obrero en tiempos de Jesús. En esos tiempos cuando se transportaba o guardaba un aceite o perfume costoso, se sellaba el jarro para no arriesgar que se evaporase o se utilizase en desperdicio. Por lo tanto, habría que romper el frasco para finalmente usar el costoso contenido.
La mujer del perfume
Una interesante tradición de tiempos antiguos nos ayudará a entender este Evangelio. Se cuenta que algunas culturas acostumbraban que las doncellas solteras prepararan un vaso de perfume costoso y lo guardaban hasta el día en que el hombre anhelado les propusiera matrimonio. Si la joven accedía a su propuesta ella lo demostraría rompiendo la vasija y derramando el perfume en sus pies; una manera de decir, te recibo en mi corazón y en mi vida, y te entrego el tesoro de mi pureza reservada para ti. El Cantar de los Cantares también menciona el perfume de nardo fino como símbolo de fidelidad y pureza en el amor conyugal.
En Marcos 14, 3-9, una mujer conocida como pecadora, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa de un fariseo, entró con un frasco de alabastro lleno del costoso perfume de nardo fino, lo rompió, y acercándose a Jesús ungió su cabeza y toda su cabellera, y se postró a sus pies mojándolos con sus lágrimas y secándolos con sus propios cabellos. ¿Quién es esta mujer que no estaba en la lista de invitados para esa suculenta cena? ¿Una silenciosa enamorada de Jesús? ¿Una que encontró al amor de su vida y quiso demostrárselo como las doncellas enamoradas en tiempos antiguos? ¿O es figura profética de la humanidad postrada ante sus pies, llorando de amor y de arrepentimiento, ofrendando su única riqueza a cambio del perdón de sus múltiples pecados?
Interesante que los cuatro Evangelios hablan de ella: en Lucas, Mateo y Marcos la mujer es anónima pero en el Evangelio de Juan se le identifica como María de Betania, hermana de Lázaro y amiga de Jesús. ¡Ahora sí tiene más sentido! La que en otras ocasiones se sentaba a sus pies extasiada por largas horas a escucharlo, se obsesionaría por Él y le profesaría su amor al obsequiarle su conservado nardo fino. Pero muy al estilo de Él, Jesús transformó un momento cargado de sentimientos y realidades humanas en lenguajes espirituales y en experiencias sobrenaturales. El lugar se convirtió en uno de esos confesionarios donde no se escuchan palabras pero sí se ven las lágrimas de rostros arrepentidos.
La mujer se dimensiona proféticamente para prefigurar a todos los de corazones contritos ante sus pies quienes finalmente valoran las riquezas espirituales muy por encima de las materiales o humanas y se comunican con lenguajes de amor santificado. Los invitados a la cena son los mismos de siempre quienes no ven más allá de lo mundano y cotidiano y cuestionan el valor de las ganancias espirituales. Y los pobres a quienes siempre hay que atender son los que viven carencias afectivas más que materiales, y que necesitan además del pan físico, el alimento para el alma.
Cristo y las murmuraciones
Quienquiera que haya sido esta mujer, al concluir el renombrado momento, Jesús dijo algo que no dijo jamás de ninguno de los invitados a la cena, o de ningún seguidor o discípulo: “Dondequiera que se predique este evangelio en todo el mundo, también se contará lo que ella ha hecho, para memoria de ella” (Marcos 14, 9).
Los observadores tabulaban y contabilizaban con avaricia esta ofrenda como aún en estos tiempos. El mundo con su mentalidad bancaria no comprende la entrega sin medida de una vida consagrada o de un acto de entrega y sacrificio incondicional. ¿Un año de salario despilfarrado en un momento de sentimentalismo exagerado? ¡Qué derroche de tan escasas riquezas! Además no faltó quien pensara que ese perfume estaba contaminado de pecado, pues ¿qué mujer en esos tiempos pudiera costear semejante lujo? Solo alguien que se ganaba muy bien la vida con negocios pecaminosos.
A Jesús no le importó los comentarios de su pasado o su pecado. Todo eso se diluyó en las lágrimas de arrepentimiento de una mujer contrita. «Déjenla, que porque mucho se le ha perdonado, mucho me ha amado» (Lucas 7, 47-50). Los invitados solo veían un frasco roto y un costoso nardo derrochado. Pero para Jesús, el “oro molido” del nardo no se comparaba con sus sinceras lágrimas que brotaban de un corazón quebrantado: estas eran mucho más costosas y valiosas. Porque así como solo rompiendo el alabastro brotará el nardo, el quebranto interior desata invocaciones poderosas, virtudes irreconocibles y corrientes de gracia. El aroma del importado ungüento llenó la casa y hasta se impregnó en las ropas de los invitados en esa sala. Era el tipo de costosa fragancia que se usaba a cuentagotas por su fuerte olor, y al derramar un frasco completo se inundó el ambiente hasta poderse percibir aún varios días después.
El buen olor de Cristo
Unos días después de lo acontecido en esta penúltima cena pública, Jesús lava los pies de sus discípulos en la última cena, y horas después se enfrenta a su pasión y muerte. Pero por ese camino al calvario, Jesús no despachaba olor a sangre, sudor o muerte. El aroma del nardo fino tan impregnado en Él inundaba el recorrido de la vía dolorosa, como símbolo de la fragancia de la misericordia. Jesús derramaría Su sangre para beneficiar a todos los postrados ante esa cruz a lo largo de la historia. El frasco hecho pedazos fue figura del cuerpo de Jesús el cual sería quebrantado. Su sangre derramada sería más preciada que el aceite más puro: una fragancia de perdón eternamente presente y penetrante, de incomparable valor y poder redentor.
Cada vez que tú, mujer, derramas lágrimas de quebrantamiento, arrepentimiento y agradecimiento a los pies de Jesús, conviertes tu dolor en un perfume valioso, le estás entregando toda una historia de alegrías y llantos, de logros y fracasos, de esfuerzos y recompensas, de ganancias y de pérdidas. ¡Valdrá la pena sacrificar ese diezmo a cambio de la vida eterna! ¡Valdrá la pena firmar ese tratado de paz y negociación de misericordia para que escuches las mismas palabras que le dijo Jesús a ella: sus muchos pecados le son perdonados porque me mostró mucho amor (Lucas 7, 47). Ya no serán tus pecados o quebrantos pasados los que te identifiquen, sino que serás reconocida por el aroma del nardo fino que Su misericordia impregnará en ti.