Hace tiempo oí a una madre reírse cuando me contaba que su hijo adolescente le decía de vez en cuando que le gustaría que fueran una “familia normal”. Con esto se refería a que le gustaría poder llegar cuando quisiera el fin de semana, usar el móvil sin control y cosas por el estilo, propias de la edad. Esto me llevó a pensar que esas “familias normales”, como las imaginaba el chico, no existen. En todas hay en mayor o menor medida problemas, alegrías, tristezas, errores, aciertos, grandezas, mezquindades, diversidad de caracteres, temperamentos, situaciones vitales, crisis, etc., así son las familias verdaderas.
El darle vueltas a esa figura me llevó a una visión de España como una gran familia, pero no esa familia utópica, sino una verdadera familia: con su historia, con sus aciertos y sus errores, con su diversidad de enfoques de la vida, con sus santos y sus criminales, sus miserias y sus grandezas, y también sus situaciones vitales y crisis. Como las familias, si quieren salir adelante y no saltar por los aires y a acabar a bofetadas o en el juzgado, las personas deben procurar pensar en el bien común y ver lo positivo de los demás, reconocer los propios errores y corregir con cariño y en el momento oportuno los de los demás.
España tiene una larga historia que se hunde en la profundidad de los tiempos donde ha habido de todo: esta familia ha sido celta e íbera, romana, visigoda, musulmana, sefardí y mudéjar y, ya monárquica y católica, llega por oeste, sur y este a América y a Filipinas alcanzando su máxima influencia, siendo madre de la gran familia hispana. Mientras por norte y este se libra la lucha por la independencia de los vecinos franceses (según cuentan, eso unió mucho a esta familia) que nos dejó independientes en la casa y no tanto en las ideas; y así nos llegó la Ilustración y la revolución francesa que aquí se llamó acertadamente “liberal”, de cuyos ecos la familia se convirtió en sendas repúblicas, en dos experiencias poco duraderas, con su intento de «modernizar España», intercaladas entre las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco. Esos cambios no fueron incruentos, amables ni civilizados y las guerras internas fueron muchas, siendo la que más huella ha dejado en la familia que somos hoy, la llamada guerra civil.
Ya en paz desde entonces (sin olvidar las décadas de terrorismo de ETA, aunque cunda el olvido actual hacia sus víctimas) y con una transición que otras familias admiraron y admiran, la familia ha vivido en estos últimos 45 años de democracia donde la cultura y la educación ha sido diseñada por los llamados progresistas, con los breves paréntesis de gobiernos de los llamados conservadores, dedicados más estos últimos a la economía familiar y asumiendo en la práctica el liderazgo cultural de los que se sentaban a comer a la izquierda en la mesa común.
Pienso que todos los españoles podríamos intentar hacer, hoy y en adelante, un ejercicio como el que recomendaba al principio a los miembros de cualquier familia, intentando reconocer los errores propios y los ajenos, y tratar de corregirlos por igual, viendo lo positivo de los demás y tratando de buscar el bien común.
Voy a intentarlo (no sin riesgos y sin ánimo de ser exhaustivo):
Podemos reconocer que en los siglos de monarquía católica hubo grandes aciertos y errores. Entre los aciertos, destaco la expansión del cristianismo y de la visión de la dignidad humana propia de esta religión por el mundo, así como la creación de la universidad, las catedrales y tantas maravillas artísticas, la transmisión de la cultura a través de los códices, las obras de misericordia, etc. Entre los errores, claramente la mezcla de política y religión, la persecución y eliminación de los disidentes y heterodoxos, las guerras por motivos religiosos, el clericalismo, el encubrimiento de los abusos por preservar el prestigio de la institución, etc.
En la progresía liberal, entre los aciertos puedo ver unos nobles deseos de justicia social e igualdad y sana laicidad. Entre los errores, su creencia en que el fin justifica los medios, la persecución religiosa de la II República y la guerra civil, la consagración del derecho al aborto de miles de personas no nacidas, al suicidio mediante la eutanasia de los enfermos graves e incurables, a la llamada autodeterminación de género (que tanto daño irreversible está causando en jóvenes y adolescentes), el continuo descenso de la calidad y exigencia de nuestra educación, la convivencia e incluso complicidad con terroristas de distintas épocas, la colonización de las instituciones públicas, el sectarismo ideológico, el despilfarro del dinero de todos, etc.
En la parte conservadora liberal, entre los aciertos pienso que han gestionado con más austeridad la economía y entienden mejor que los ingresos deben estar equilibrados con los gastos para la sostenibilidad del sistema y desde la Constitución son más respetuosos con la libertad religiosa de los ciudadanos, así como también creen más en el estado de Derecho y en las leyes. Entre los errores, dejando atrás los 36 años de Franco (con sus fusilamientos, exilios de la posguerra y persecución de disidentes), pienso que está fundamentalmente no haber sido suficientemente firmes en la defensa de sus convicciones acertadas (la defensa de la vida de los no nacidos y enfermos terminales, la calidad de la enseñanza, la igualdad de los españoles sin privilegios regionales o económicos, etc.).
En los nacionalistas, veo entre sus aciertos la defensa de su lengua y su cultura propias. Entre sus errores, obviamente su simpatía o equidistancia con el terrorismo de ETA y su falta de colaboración y sensibilidad con las víctimas inocentes (todas) de tantos años de asesinatos, secuestros y extorsiones, su empeño en que antiguos asesinos tengan derecho a participar en la vida política de sus pueblos (algo distinto a la reinserción), su errónea convicción excluyente de ser superiores al resto de España y del mundo, su obtención de injustos privilegios por parte de los distintos gobiernos centrales (culpa compartida por conservadores y progresistas, por supuesto), etc. También podríamos incluir aquí el nacionalismo español en lo que comparte de excluyente de las virtudes de los demás países.
En la Iglesia, junto al bien inmenso que han hecho a lo largo de tantos siglos tantos pastores y fieles laicos, tantas instituciones religiosas, hay que reconocer abusos y en ocasiones un deficiente uso del gran potencial educativo de tantos colegios y universidades de la Iglesia que no han sabido o no han podido transmitir del todo a sus alumnos una verdadera formación cristiana con capacidad de transformar la sociedad para mejorarla.
Podríamos seguir con los reyes, los diversos gobiernos, los escritores, los artistas, los obispos y todos aquellos que forman parte o han formado parte de esta familia «normal» que es España. Pero me parece que con este pequeño resumen es suficiente para la pretensión de este modesto artículo.
Y ahora nos encontramos en el presente, con una sociedad española bastante desesperanzada, como indican los índices de nuestra salud mental, especialmente entre los jóvenes (y esto es algo no sólo debido a la pandemia sino a un problema cultural más de fondo, me parece) y de nuevo polarizada en dos mitades muy mal avenidas.
Quizá podríamos intentar vernos más como una verdadera y gran familia, con sus problemas y sus momentos felices y duros, reconocer nuestros errores y tratar de ver las virtudes de los demás. Podríamos tratar de aliarnos con todas las personas honradas de todas las ideologías para trabajar juntos por una España mejor que dejar a nuestros sucesores, que no parecen demasiado contentos con el país que les estamos dejando. No es cuestión de hacer leyes de la memoria sino de verdadera concordia.
Pienso en San Agustín cuando decía en su tan actual «La Ciudad de Dios» que «en medio de los paganos hay hijos de la Iglesia y dentro de la Iglesia hay falsos cristianos». No importan las etiquetas que nos pongan o nos pongamos, a nosotros o a los demás. Lo importante es la unión de todas las personas honradas que vivimos en España y queremos hacerlo verdaderamente mejor para todos. Es preciso no cansarse de hacer el bien y combatir el mal, en nosotros y en nuestra sociedad. Aliarnos con todos aquellos que sigan considerando que el pluralismo es sano siempre que se comparta un mínimo común ético: no se puede matar, mentir ni robar.