El 12 de marzo del año 1622 el Papa Gregorio XV elevó a la dignidad de los altares a Francisco de Javier, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Isidro Labrador y Felipe Neri. Los ciudadanos de Roma, con cierta ironía, dijeron aquel día que el Papa había canonizado a cuatro españoles y a un santo. Y es que España ha sido a lo largo de la historia, y sigue siendo, tierra fecunda en la que han florecido grandes santos que han iluminado la vida de la Iglesia.
Un proceso riguroso y exhaustivo
El sueño de Dios para cada uno de los cristianos es la santidad, vivir y transparentar la vida divina en la propia vida. Y la Iglesia, que es santa, no deja de engendrar hijos que vivan en santidad, proporcionándoles en cada momento medios sobreabundantes para alcanzar esta meta. De entre todos sus hijos santos, propone a algunos como modelos e intercesores para todo el pueblo de Dios, mediante el acto solemne de la canonización.
Este acto viene precedido de un largo y minucioso proceso, en el que cuidadosamente se investiga acerca de la vida, la muerte y la fama de santidad después de la muerte de cada uno de los Siervos de Dios que son propuestos como candidatos a la canonización. El proceso comienza en la diócesis en que ha fallecido el Siervo de Dios, recopilando toda la información posible, tanto documental como testifical, acerca de la persona y de las circunstancias históricas en que se desarrolló su vida. Una vez recopilada toda esta información, se envía a la Congregación de las Causas de los Santos en Roma, donde se estudia con detenimiento por grupos de historiadores, teólogos, obispos y cardenales, antes de emitir un voto, que es presentado al Papa, único juez en las Causas de los Santos, para que apruebe la publicación del correspondiente decreto que permita bien la beatificación de un Siervo de Dios, bien la canonización de un beato.
En el caso de martirio, cuando se demuestra que el Siervo de Dios sufrió la muerte de modo violento en odio a la fe, se permite inmediatamente la beatificación. En los casos distintos del martirio (por vía de virtudes o de entrega de la vida movida por la caridad), es necesario que antes de la beatificación el Papa apruebe, también después de un exhaustivo proceso, un milagro atribuido a la intercesión del Siervo de Dios. Para la canonización de un beato, sea o no mártir, es necesario un nuevo milagro.
Españoles cerca de los altares
Desde el año 2018 el Papa Francisco ha autorizado la aprobación de varios decretos de martirio, de virtudes y de milagros relativos a procesos de beatificación y canonización de Siervos de Dios españoles. Además del milagro atribuido a la intercesión de Madre Nazaria Ignacia March Mesa, por el que fue canonizada el 14 de octubre, y del milagro que permitirá la beatificación de Guadalupe Ortiz de Landázuri en Madrid el próximo 18 de mayo, el Santo Padre ha reconocido el martirio de las ya beatas españolas Esther Paniagua y Caridad Álvarez, Agustinas Misioneras beatificadas el 8 de diciembre de 2018 en Argel; de Ángel Cuartas Cristóbal y 8 compañeros, seminaristas de Oviedo; de Mariano Mullerat y Soldevila, laico y padre de familia; y de María del Carmen Lacaba Andía y 13 compañeras, Concepcionistas Franciscanas.
Y junto a estos martirios, las virtudes vividas en grado extraordinario de dos carmelitas descalzas, la madre María Antonia de Jesús y la hermana Arcángela Badosa Cuatrecasas; de sor Justa Domínguez de Vidaurreta e Idoy, Hija de la Caridad; de Francisca de las Llagas de Jesús Martí y Valls, monja profesa de la Segunda orden de san Francisco; de Manuel García Nieto, sacerdote jesuita; de don Doroteo Hernández Vera, sacerdote diocesano y fundador de la Cruzada Evangélica; y de Alexia González Barros, joven laica de 14 años.
“Una nube ingente de testigos que nos rodea”, en palabras de la Carta a los Hebreos; hermanos nuestros, que han crecido y madurado en santidad en diversos estados y circunstancias de la vida, muy cerca de nosotros en la geografía y en el tiempo, y que nos siguen mostrando, en palabras del Papa Francisco en su última exhortación Gaudete et exsultate, “la santidad, el rostro más bello de la Iglesia”.
No es el siervo más que su Señor
Como afirma Andrea Riccardi en la recién presentada edición española del libro El siglo de los mártires (Encuentro, p. 422), “el martirio de muchos cristianos no es solo un episodio de la terrible guerra que ha ensangrentado a España, dejando heridas profundas. Hay una particularidad que no puede ser olvidada ni allanada: los mártires fueron asesinados por ser cristianos y ministros del culto, expresiones de una Iglesia, cuya presencia debía ser borrada de la sociedad española mediante métodos violentos y rápidos”. Se cuentan por decenas de miles las víctimas que murieron por su condición de cristianos en la persecución religiosa de España en los años 30 del pasado siglo.
Entre ellos están los seminaristas mártires de Oviedo, beatificados en la Santa Iglesia Basílica Catedral Metropolitana de San Salvador el pasado 9 de marzo por el representante del Papa Francisco, el cardenal Angelo Becciu, Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos. En su homilía señaló que eran jóvenes “de familias cristianas sencillas y de una clase social humilde, hijos de la tierra de Asturias”, “entusiastas, cordiales y devotos, que se dedicaron por completo al estilo de vida del Seminario, hecho de oración, de estudio, del compartir fraterno, de compromiso apostólico. Siempre se mostraron decididos a seguir la llamada de Jesús, a pesar del clima de intolerancia religiosa, siendo conscientes de las insidias y de los peligros a los que se enfrentarían. Supieron perseverar con particular fortaleza hasta el último instante de sus vidas”.
Tenían entre 18 y 25 años, y se preparaban con ilusión para el sacerdocio, para la entrega de la vida en el ministerio pastoral. Sin embargo, el Señor tenía preparada para ellos una entrega más radical, el derramamiento de la sangre para testimoniar a su Señor y Maestro. Uno de ellos, el beato Sixto Alonso Hevia, les pedía a sus padres: “Si a mí me pasa algo, ustedes tienen que perdonar”. Es la respuesta propia del mártir ante el odio que le quita la vida.
El 23 de marzo el cardenal Becciu presidió, en la catedral de Tarragona, la beatificación del mártir Mariano Mullerat i Soldevila, laico, esposo, padre de cinco hijas y médico muy querido en Arbeca y las ciudades de alrededor, fusilado el 13 de agosto de 1936. Un valiente testigo de la fe, que días antes de ser arrestado y asesinado, ante el clima de tensión y persecución religiosa que se palpaba en las calles, y consciente del peligro que corría como destacado católico, contestaba a un vecino que le preguntó si no temía por su vida: “¡Peret, confianza en Dios! Y, si no nos vemos más, ¡hasta el cielo!”.
Dios mediante, el Prefecto de las Causas de los Santos visitará de nuevo nuestro país para la beatificación de María del Carmen Lacaba Andía y 13 compañeras de la orden de las Concepcionistas Franciscanas, que tendrá lugar el sábado 22 de junio en la catedral de la Almudena de Madrid. Un nuevo acontecimiento de gracia que permitirá venerar a partir de entonces como mártires a estas 14 valientes mujeres, que no se acobardaron ante las amenazas, los golpes ni las torturas, ni siquiera ante la misma muerte. Diez de ellas, expulsadas de su monasterio de Madrid, se refugiaron en la casa de unos benefactores, en un piso de la calle Francisco Silvela. Delatadas por una de las porteras de un edificio cercano, sufrieron durante varias semanas, a diario, torturas, vejaciones y humillaciones a manos de los milicianos, hasta que fueron fusiladas el 8 de noviembre de 1936. Una de ellas, sor Asunción Monedero, estaba paralítica. Otras dos de las futuras beatas pertenecían al monasterio de El Pardo (Madrid), de donde fueron expulsadas. Refugiadas también en la casa de un matrimonio amigo, fueron descubiertas el 23 de agosto, y posteriormente fusiladas.
Las otras dos religiosas que forman el grupo pertenecían al monasterio de Escalona, en Toledo. Fueron trasladadas a una checa de Madrid donde sufrieron torturas y fueron fusiladas en el mes de octubre. Es tal la devoción que tiene a estas mártires el pueblo de Madrid que la antigua calle Sagasti, donde se encontraba el monasterio, pasó a llamarse calle Mártires Concepcionistas.
Amor hasta el extremo en la vida ordinaria
El Papa Francisco ha declarado venerables desde comienzos de 2018 hasta la fecha a 7 españoles. Con ello se afirma que cada uno de estos Siervos de Dios han vivido de modo extraordinario las virtudes teologales (la fe, la esperanza y la caridad), las virtudes cardinales (justicia, prudencia, fortaleza y templanza), y las virtudes de la pobreza, la obediencia, la castidad y la humildad, según su condición y estado de vida. Si se demuestra un milagro atribuido a su intercesión podrán ser entonces proclamados beatos.
La historia de la venerable madre María Antonia de Jesús (1700-1760) es una prueba evidente de que para cada persona Dios guarda un camino de santidad único e irrepetible. Casada y madre de dos hijos, siente cómo el deseo de amar al Señor es en su corazón cada vez más fuerte. Mujer a la que el Señor le regaló grandes gracias místicas, fue maestra de jóvenes que se le unían deseando llevar la vida de oración y penitencia que veían en ella. Fundó el Carmelo Descalzo de Santiago de Compostela. También la venerable Francisca de las Llagas de Jesús Martí y Valls (1860-1899) recibió grandes gracias místicas, que siempre vivió con profunda humildad en lo oculto de su convento de Badalona. Sin haber cumplido 39 años Dios había hecho crecer en ella de modo extraordinario el espíritu de penitencia, la reparación por los pecados del mundo, y una caridad exquisita hacia sus hermanas.
La venerable hermana Arcángela (1878-1918), carmelita descalza, cuya fama de caridad y servicio a los enfermos llega hasta el día de hoy, es otra de las religiosas españolas cuyas virtudes han sido reconocidas por el Papa Francisco. Durante las noches se llegaba a levantar hasta ocho veces para atender a los más necesitados. Incluso el día antes de su fallecimiento, a pesar de estar prácticamente consumida por la tuberculosis, se levantó por si los enfermos a los que atendía necesitaban algo. Y es que la caridad es signo inconfundible de la santidad, como en el caso de la venerable sor Justa Domínguez de Vidaurreta e Idoy (1875-1958), Superiora provincial de España de las Hijas de la Caridad, que dedicó su vida a la formación de las religiosas, a la expansión misionera de la Congregación, y en definitiva a hacer presente el amor de Cristo hacia los pobres y necesitados siguiendo el carisma vicenciano.
Dos sacerdotes han sido reconocidos en los últimos meses como venerables. El padre Manuel Nieto SJ (1894-1974), fue un excelente maestro espiritual, y quienes le conocieron coinciden en la profunda huella que este sacerdote de apariencia humilde dejó en sus vidas. En su epitafio puede leerse: “Vida de continua oración. Penitencia por amor a Cristo. Entrega generosa al pobre. Corazón sacerdotal”. Y don Doroteo Hernández Vera (1901-1991), fundador del Instituto Secular Cruzada Evangélica. Dejó escritas, entre otras muchas cosas, unas líneas que sin él saberlo iban a resultar autobiográficas: “Si hemos de ser apóstoles, lo primero que tenemos que hacer es vivir lo que enseñamos. Encarnar lo que después vamos a enseñar. Por eso Jesucristo primero obró y luego enseñó”.
Y como colofón, poco antes de celebrarse el Sínodo sobre los jóvenes en Roma, fue declarada venerable Alexia González Barros, madrileña que con 14 años mostró al mundo la madurez de saber aceptar con alegría la dura prueba de una enfermedad por amor al Señor.
De todos estos hermanos nuestros, tan cerca de ser declarados beatos, se podría escribir muchísimo más. Pero sirvan estas breves pinceladas para mostrar cómo la santidad sigue presente en la vida de la Iglesia que peregrina en España. Las próximas beatificaciones, y los Siervos de Dios que hemos presentado son muestra de ello. Y quién sabe si dentro de unos años no estará también entre estos testigos de la fe, la esperanza y la caridad quien ahora está leyendo estas páginas. ¿Por qué no? n
Delegado episcopal de las Causas de los Santos de la archidiócesis de Madrid