Ruth Pakaluk, nacida en 1957 en un hogar presbiteriano, pasó de considerarse atea y ser una brillante estudiante de Harvard defensora del aborto a una buscadora sincera de la verdad junto a Michael, el compañero con quien debatía sus dudas existenciales.
Su conversión comenzó cuando recuperó la certeza de que Dios existe y entendió que conocerlo debía ser el centro de su vida, lo que la llevó a abrazar la fe católica: en 1980, Michael, que había nacido en una familia católica, regresó a la Iglesia y Ruth fue recibida y confirmada en Nochebuena. Con el tiempo, ambos encontraron en el Opus Dei una guía para su vida espiritual. Casada y madre de siete hijos, Ruth se convirtió en una influyente defensora provida en Massachusetts, un testimonio unido a su experiencia de maternidad y a una vida sencilla y generosa con su comunidad: «Era como la ‘Madre del barrio'» recuerda su marido.
Hoy, el nombre de Ruth VK Pakaluk vuelve a escucharse con fuerza en la Iglesia. Este otoño, el Vaticano ha concedido el nihil obstat para abrir su causa de beatificación y canonización, reconociéndola como Sierva de Dios, el primer paso hacia un proceso que podría culminar algún día en su proclamación como santa.
En conversación con su esposo Michael Pakaluk y su amiga cercana Mary Beth Burke, se puede atisbar cómo vivió Ruth una vida ejemplar. Michael reconoce la santidad de su esposa Ruth especialmente en «su amor muy vivo y real por el Cielo; su deseo de ver el rostro de Dios; su ardiente deseo de co-redimir con Cristo; su piedad por sus maestros y lealtad a sus amigos; y su constancia en la oración».

La conversión de Ruth
Desde joven, Ruth vivía en búsqueda de la verdad. Mary recuerda que esa actitud la hacía irresistible: “era increíblemente inteligente, pero jamás arrogante”. Disfrutaba hablando de todo —la fe, la vida familiar, la causa provida— con un entusiasmo que contagiaba. Michael confirma que ese mismo impulso interior fue lo que transformó su vida espiritual: cuando Ruth comprendía una verdad, no la dejaba pasar; actuaba de inmediato. «No conozco a nadie más que haya actuado tan inmediatamente sobre la verdad una vez comprendida» afirma Michael.
Su conversión, sin embargo, no fue un camino cómodo. Michael explica que comenzó por una comprensión de su propio egoísmo y de sus pecados, acompañada por un agudo reconocimiento de que solo la gracia de Dios podía liberarla de ellos. Así empezó a rezar con insistencia. Mary recuerda que esa vida de oración la sostuvo siempre, incluso cuando la enfermedad ya había entrado en escena: el rosario estaba en su mano en los paseos, en los viajes y hasta en las visitas entre amigas. Ella misma confiesa que, gracias a Ruth, aprendió a amar esa oración.
«La madre del barrio»
La maternidad fue el gran escenario donde Ruth vivió su vocación. Michael la describe como una madre que amaba a cada hijo con locura, y que sabía apreciar lo que hacía único a cada uno. Aunque su vida podía ser un torbellino —siete hijos, catequesis parroquial, tertulias y charlas provida por toda Nueva Inglaterra— encontraba orden al iniciar el día en oración. Y si todo se desmoronaba después, tenía una convicción inamovible: si había ido a misa, “había tenido el mejor día posible”.
Mary vio de cerca esa mezcla de alegría y eficacia. En verano, Ruth organizaba excursiones al lago como si fueran cosa fácil: preparaba sándwiches, té helado en una jarra enorme y metía en el coche a todos los niños, incluidos aquellos cuyos padres no podían llevarlos. Mary admite que a veces una madre se siente desbordada, incapaz de organizar ni siquiera una salida sencilla, pero Ruth lo hacía parecer simple. Mientras los niños jugaban, ellas rezaban el rosario y compartían amistad. Para Mary, esos días fueron una escuela de fe disfrazada de día de campo.
Ruth contra el aborto
Ese amor por la vida familiar alimentó también la pasión de Ruth por la defensa del no nacido. Michael recuerda que primero intentó influir en la política, apoyando a quienes pudieran promover jueces del Tribunal Supremo dispuestos a revocar la sentencia Roe vs. Wade. Cuando ese enfoque pareció fracasar (aunque al final tuvo éxito), se concentró en la educación de los jóvenes: «en los últimos años de su vida, habló probablemente en todas las parroquias de su diócesis y en la mayoría de las clases de estudiantes de secundaria, además de participar en muchos debates universitarios. Creía que los debates eran esenciales, porque pocas personas se decidirían a menos que escucharan a ambas partes» cuenta Michael. Mary la recuerda como una “guerrera feliz”: firme, pero nunca negativa ni condescendiente, segura de que la verdad prevalecería.
Los argumentos de Ruth eran simples y profundos. Explicaba que si el derecho humano más básico —el derecho a la vida— se niega, entonces se niegan todos los demás. También defendía cuenta Michael «que el cuerpo de una mujer, desde el momento en que concibe un hijo, protege a ese ser no nacido. Todo cambia para estar al servicio de este ser. El estado de su cuerpo revela algo sobre el estado de su alma. Por lo tanto, el aborto va profundamente en contra de sus intereses genuinos como mujer. Le hace daño en lugar de ayudarla». Mary escuchó sus charlas y discursos muchas veces, y confiesa que gracias a ellas aprendió a poder articular mejor la enseñanza de la Iglesia sobre temas provida y familiares con sus propios hijos y amigos.
Sufrimiento y santidad
El dolor también pasó por la vida de Ruth. Perdió un hijo, y Michael recuerda que vivió ese sufrimiento con la convicción evangélica de que “bienaventurados los que lloran” porque Dios mismo los consuela. Esa misma mirada confiada la acompañó hasta el final. Mary —que solo la conoció ya enferma— dice que a veces olvidaba la gravedad de su estado: Ruth seguía siendo extrovertida, alegre, activa. Cuando llegó el momento de su muerte, el impacto fue grande para todos, porque parecía imposible que esa vitalidad pudiera apagarse.
Mientras la Iglesia revisa ahora su vida, Michael espera que no se pierdan dos rasgos esenciales: su sentido práctico en las cosas espirituales —“no desperdicies la gracia” y «haz la voluntad de Dios» solía repetir— y la frescura juvenil con la que vivía la fe, que veía como una nota fundamental del discipulado cristiano de hoy. Mary, por su parte, conserva una gratitud honda: «La forma en que afrontó su muerte, sin rendirse nunca, siguiendo fielmente su vocación como hija de Dios, esposa, madre y amiga hasta el final, nos enseñó a todos los que la conocíamos cómo morir como cristianos. Siempre le estaré agradecida por ello.»





