No resulta exagerado afirmar que la relación de san Juan Pablo II con el arte ha sido singularmente íntima, hasta el punto de haber sido calificado como “el Papa artista” (igual que fue llamado también “el Papa filósofo”). Ello se debe en gran medida a su particular sensibilidad artística, de la que dio muestras desde muy joven y que cultivó a lo largo de toda su vida, sobre todo a través de la poesía y de la dramaturgia.
En efecto, desde los inicios de su trayectoria en el cultivo de las artes y del saber, el Papa Wojtyła ha procurado transitar la vía de la belleza (la via pulchritudinis) como medio a través del cual llegar a la verdad y al bien del hombre. Así lo confirmaría el cardenal Giovanni Ravasi, presidente durante muchos años del Pontificio Consejo de la Cultura, refiriéndose a la última obra poética del pontífice polaco, Tríptico Romano: “Cuando el Papa escribió estos versos, a sus espaldas se extendía, en lo cultural, no solo su itinerario filosófico y teológico personal, sino que también se desplegaba un sendero de altura que nunca había abandonado: el del arte. De la poesía al teatro, pasando por la admiración al genio artístico, había vivido ininterrumpidamente la búsqueda de la belleza…”
Suele ser recurrente acudir a la Carta a los Artistas (1999) como fuente primordial del pensamiento de san Juan Pablo II sobre el arte. Sin embargo, existe un texto precedente de singular importancia. Se trata de los ejercicios espirituales que el entonces arzobispo de Cracovia dirigió a un grupo de artistas polacos en la iglesia de la Santa Cruz de Cracovia durante la Semana Santa de 1962, publicados bajo el título de El Evangelio y el Arte. Ambos textos guardan una estrecha relación y revelan la consolidación de un pensamiento madurado con el paso del tiempo.
A ellos se unen los discursos que, una vez en la Sede de Pedro, el Papa Wojtyła dirigió en encuentros con artistas y representantes del mundo de la cultura con motivo de sus viajes pastorales, y otras intervenciones puntuales, como el VIII Meeting de Rímini (1987), el jubileo de los artistas (2000) o los discursos a los miembros de las Academias Pontificias y del Pontificio Consejo para los Bienes Culturales de la Iglesia, que él mismo había creado. De todo este magisterio pueden extraerse sus principales enseñanzas sobre el arte y la búsqueda de la belleza.
El arte, apertura trascendente al misterio
Siguiendo la concepción clásica, san Juan Pablo II entiende la belleza como resplandor de la verdad y del bien, particularmente de la Verdad Suprema y del Bien Último, que se identifican con Dios. Se trata, por tanto, como él mismo lo definía en 1962, de un “destello divino”, que cristaliza en “un conocimiento particular (…) no abstracto, puramente intelectual, sino especial”. De este modo, concluye, “la belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente”. Así lo recalcaría en un encuentro con artistas en Venecia (1985): “El arte es (…) conocimiento traducido en trazos, imágenes y sonidos, símbolos que la mera concepción intelectual no alcanza a reconocer como proyecciones sobre el misterio de la vida, porque se encuentran más allá de sus propios límites: aperturas, por tanto, a la profundidad, a la altura, a la inefable existencia, caminos que mantienen al hombre libre hacia el misterio y que traducen el ansia que otras palabras no pueden expresar”.
Con palabras singularmente bellas expresa esta misma idea a comienzo de la Carta a los Artistas: “Nadie mejor que vosotros, artistas, geniales constructores de belleza, puede intuir algo del pathos con el que Dios, en el alba de la creación, contempló la obra de sus manos. Un eco de aquel sentimiento se ha reflejado infinitas veces en la mirada con que vosotros (…) habéis admirado la obra de vuestra inspiración, descubriendo en ella como la resonancia de aquel misterio de la creación a la que Dios, único creador de todas las cosas, ha querido en cierto modo asociaros”. Se trata por tanto del talento para captar ese halo divino que llamamos belleza, al cual el artista accede a través de una sensibilidad especial, para descubrir la verdadera naturaleza de las cosas. Así, la belleza artística “como un reflejo del Espíritu de Dios” se convierte en “un criptograma del misterio”.
La vocación del artista como mediador entre la belleza y el mundo
Si el arte, como canal de expresión y contemplación de la belleza, permite asomarse al misterio trascendente, el artista –dotado de esa singular sensibilidad– se convierte en un mediador o intérprete privilegiado; o, siguiendo en símil del criptograma, en un desencriptador de tal misterio. En efecto, como explica el Papa Wojtyła, “en la ‘creación artística’ el hombre se revela más que nunca ‘imagen de Dios’”, participa de esa “especie de destello divino que es la vocación artística” a través de la cual “puede comprender la obra del Creador y, junto a ello, acoger en sí mismo, en su fecundidad creadora, la huella de la gratuita creatividad divina”. Se entiende así que el artista viva “una relación peculiar con la belleza”, de modo que puede concluirse que “la belleza es la vocación a la que el Creador le llama con el don del ‘talento artístico’”. En estas ideas radica la elevada vocación y misión del artista, llamado a ser intérprete del misterio inefable que rodea a Dios y a su obra creadora.
Hasta tal punto san Juan Pablo II considera sublime esta función de mediación que ejerce el artista entre el mundo terreno y la realidad trascendente –máxime si se trata de un artista cristiano–, que la compara con un tipo de sacerdocio: “Tanto el individuo como la comunidad tienen que interpretar el mundo del arte y la vida, para arrojar luz sobre la situación de su época, para comprender la altura y la profundidad de la existencia. Necesitan del arte para abordar lo que está más allá del ámbito puramente útil y que, por lo tanto, promueve el hombre. (…) De acuerdo con un pensamiento profundo de Beethoven, el artista está llamado de alguna manera a un servicio sacerdotal”. En concreto, el artista/sacerdote viene a ser un “proclamador” o “reconocedor” del pulchrum divino y, junto a él, del verum y el bonum propios del Ser por Esencia.
Se aprecia aquí la secuencia elección-vocación-misión, que este santo Papa aplica al caso del artista: Dios llama a los artistas a una peculiar misión, como es reconocer y reflejar la belleza divina presente en el mundo –y, junto a ella, la verdad y la bondad de lo creado–, y para ello les otorga un talento singular. “Este talento –explica– es un bien especial, una distinción natural. Es un don del Creador. Un don difícil. Un don por el que hay que pagar con toda la vida. Un don que engendra una gran responsabilidad”. Esta misión implica un compromiso existencial, porque el artista siente la responsabilidad para hacerlo fructificar. “Quien percibe en sí mismo esta especie de destello divino que es la vocación artística –añade–, advierte al mismo tiempo la obligación de no malgastar ese talento, sino de desarrollarlo para ponerlo al servicio del prójimo y de toda la humanidad”.
En opinión del Papa Wojtyła, no se trata de un camino fácil, porque el artista se enfrenta a dos peligros que amenazan el recto despliegue de ese talento: por un lado, la tentación de creerse superior a Dios mismo, de divinizar sus propias obras; por otro, desligar el arte de su verdadero fin, que es reflejar la verdad y la bondad de la creación, es decir, desligar la creación artística de la búsqueda de la verdad sobre el hombre mismo y su felicidad. De estas consideraciones se desprende la relación natural entre el arte y la santidad –la necesidad de que el verdadero artista aspire a una vida de plenitud espiritual– para ser capaz de crear y manifestar la belleza, y procure contribuir al bien del mundo y de la humanidad. “La belleza –concluye san Juan Pablo II– debe conjugarse con la bondad y la santidad de vida, de modo que haga resplandecer en el mundo el rostro luminoso de Dios bueno, admirable y justo”. De hecho, su discurso con motivo del Jubileo de los artistas en el año 2000 constituye “una invitación a practicar el estupendo ‘arte’ de la santidad”.
El arte, camino de evangelización y salvación
Si el arte es “revelador de la trascendencia” o “criptograma del misterio”, conlleva en sí la capacidad de conducir a la existencia de Dios. Ya en las meditaciones que predicó en 1962 a artistas polacos en Cracovia, el entonces arzobispo Wojtyła resaltaba la eficacia de la via pulchritudinis para llegar al conocimiento de Dios. “Sí, efectivamente, la belleza de todas las criaturas y de las obras de la naturaleza y de las obras de arte es solo un fragmento, algo limitado, un síntoma o un reflejo, y no existe en ningún sitio su versión plena, absoluta, entonces hay que buscar esta versión absoluta de la Belleza más allá de las criaturas. Entonces estamos en el camino que nos lleva a comprender que Él existe. Que la Belleza, que es absoluta y total, perfecta desde cualquier punto de vista, es justamente Él”.
De alguna manera, aquellas palabras del entonces arzobispo de Cracovia resultaron premonitorias del mensaje que san Pablo VI quiso dirigir a los artistas nada más concluir el Concilio Vaticano II: “Este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza”. San Juan Pablo II se hará eco de este mensaje conciliar en diversas ocasiones. Así, por ejemplo, tomando pie de la conocida frase recogida en una obra de Dostoievski –“¡La belleza salvará el mundo!”–, señalaba ante un grupo de artistas en Salzburgo (1988): “En este contexto, la belleza debe interpretarse como el reflejo de la Belleza, del esplendor de Dios. Ante la abrumadora realidad del mundo contemporáneo, se debería realmente ampliar esta frase y decir, ‘¡El bien, la bondad, el amor salvarán el mundo!’. Los cristianos expresamos con esto el amor de Dios, que en Jesucristo se ha manifestado en su plenitud salvífica y nos llama a la emulación”. También aludirá a este poder del arte en la Carta a los Artistas, en la que expresa su esperanza de que surja “una renovada ‘epifanía’ de la belleza para nuestro tiempo”, que suscite “esa arcana nostalgia de Dios”.
Sobre este “camino de la belleza” volvería al final de su pontificado, con motivo de un discurso a los miembros de las Academias Pontificias, seis meses antes de fallecer, en noviembre de 2004, en el que definiría la via pulchritudinis “como itinerario privilegiado para el encuentro entre la fe cristiana y las culturas de nuestro tiempo, y como instrumento valioso para la formación de las generaciones jóvenes”. E instaba: “Si se quiere que el testimonio de los cristianos influya también en la sociedad actual, debe alimentarse de belleza para que se convierta en elocuente transparencia de la belleza del amor de Dios”. Solo así se promoverá “un nuevo humanismo cristiano, capaz de recorrer el camino de la belleza auténtica y de señalarla a todos como itinerario de diálogo y de paz entre los pueblos”. De hecho, el Pontificio Consejo para la Cultura recogería un par de años más tarde esta invitación y elaboraría un documento extenso, lleno de sugerentes reflexiones, titulado La “Via Pulchritudinis”, camino de evangelización y de diálogo.
Llegados a este punto, y dentro de esta dimensión salvífica del arte, san Juan Pablo II distingue dos aspectos que constituyen sendas caras de la misma moneda: la íntima conexión que existe entre belleza, verdad y bien; y, en consecuencia, la eficacia del arte como vehículo de catequesis. Respecto del primer aspecto, en un encuentro con artistas, afirmaba: “Como nos enseñan los antiguos, lo bello, lo verdadero y lo bueno están unidos por un vínculo indisoluble”. Esta triada ontológica, que impregna hondamente toda la realidad creada, interpela al talento del artista, quien gracias a la inspiración divina es capaz de captar e interpretar esas señales de transcendencia que emite el universo creado en todo su esplendor. En esto consiste su misión mediadora, como hemos visto: una mediación que revela la triple huella divina presente en el mundo y que atrae la mente y el corazón humanos a través de la belleza. Con bellas palabras lo expresa el propio Papa Wojtyła en su Carta a los Artistas, al indicar que “en toda inspiración auténtica hay una cierta vibración de aquel ‘soplo’ con el que el Espíritu creador impregnaba desde el principio la obra de la creación”, y que consiste en “una especie de iluminación interior, que une al mismo tiempo la tendencia al bien y a lo bello, despertando en él las energías de la mente y del corazón, y haciéndolo así apto para concebir la idea y darle forma en la obra de arte”.
En este punto radica el fundamento de la eficacia catequética del arte, a la cual se ha referido san Juan Pablo II en diferentes ocasiones. En concreto, utiliza la expresión “mediación catequética”, que toma de san Gregorio Magno, y que se apoya en esta capacidad que el arte posee de revelar esos atisbos de la presencia de Dios en el mundo. “En efecto –señala este Papa santo en su Carta a los Artistas– el Hijo de Dios, al hacerse hombre, ha introducido en la historia de la humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad y del bien, y con ella ha manifestado también una nueva dimensión de la belleza, de la cual el mensaje evangélico está repleto”. De ahí que, parafraseando a algunos artistas y literatos, se haya referido a la Sagrada Escritura como una especie de “inmenso vocabulario” (P. Claudel) y de “Atlas iconográfico” (M. Chagall) que ha servido de inspiración a cultivadores de las más diversas artes. En suma, los artistas que reconozcan en sí este talento serán capaces de ofrecer “obras de arte que abrirán los ojos, los oídos y el corazón a las personas de una manera nueva, ya sean creyentes o personas que se encuentran a la búsqueda”.
“En el nombre de la Belleza”
Cabe concluir que Karol Wojtyła/Juan Pablo II ha contemplado, practicado y recorrido la via pulchritudinis desde su juventud, al tiempo que ha reflexionado también sobre ella. Con apenas diecinueve años, encabezó una de las cartas dirigidas a su maestro de teatro rapsódico, Mieczysław Klotarczyk, de una forma muy elocuente: “Te saludo con el Nombre de la Belleza, que es el perfil de Dios, la causa de Cristo y la causa de Polonia”. A partir de ese momento, cultivaría las artes de la palabra (poesía y teatro) toda su vida, hasta culminar con la publicación, al final de su pontificado, de su legado poético Tríptico Romano.
No es de extrañar que el llamado “Papa poeta” haya desarrollado una singular sensibilidad hacia el mundo artístico y cultural, y que haya desarrollado incluso su propia ontología del arte como apertura hacia la trascendencia. El arte se convierte así en un “criptograma del misterio”, en una forma de conocimiento, en una manifestación de la presencia divina en el mundo. Un misterio que el artista está llamado a desvelar a través de su peculiar vocación. Un misterio que se encarna a través de la expresión de la belleza, convertida en camino de revelación salvadora (via pulchritudinis).
Desde su lugar en la Casa del Padre, este santo Papa sigue recordando a los artistas de todos los tiempos: “Que vuestro arte contribuya a la consolidación de una auténtica belleza que, casi como un destello del Espíritu de Dios, transfigure la materia, abriendo las almas al sentido de lo eterno”.
Sacerdote. Doctor en Comunicación Audiovisual y en Teología Moral. Profesor del Instituto Core Curriculum de la Universidad de Navarra.




