Lutero, Kant y san John Henry Newman 

Martín Lutero, Inmanuel Kant y John Henry Newman son tres de los nombres más conocidos de la Filosofía y la Teología modernas.

12 de febrero de 2024·Tiempo de lectura: 4 minutos

Los nombres de Martín Lutero, Inmanuel Kant y John Henry Newman no pasan desapercibidos en la historia de la filosofía y la Teología de los últimos siglos. Cada uno, con sus peculiaridades aportaron ideas o hicieron surgir corrientes que han marcado la Historia en su más amplio sentido.

Martín Lutero

Anterior a Descartes y a Pascal es el alemán Martín Lutero (1483/1546), natural de Eisleben (Sajonia).  

Un 2 de julio de 1505, sorprendido por una tormenta, tras sentir cómo un rayo descargaba muy cerca de él, hizo la promesa de hacerse fraile. Quince días después ingresó en un convento de agustinos.

En el convento recordaría, años más tarde, “palidecíamos al solo nombre de Cristo, porque siempre se nos había presentado como un juez severo, irritado, contra todos nosotros”.

Doctor en Teología, fue un gran lector de la Biblia, aunque, por su modo de ser marcadamente subjetivo, no la aceptó en su totalidad como Palabra de Dios, rechazando libros enteros, como la Epístola de Santiago y el Apocalipsis.

Los rasgos oscuros de su visión subjetiva de Dios le indujeron a un grave temor por su salvación. Quiso refugiarse en la lectura del Nuevo Testamento, pero no lo logró, pues se tropezó con el texto de la Epístola de san Pablo a los Romanos 1, 17; su lectura al principio le irritó, pues veía que, en el mismo Evangelio se manifestaba una justicia de Dios tras la que Lutero veía al Juez colérico que tanto le asustaba.  

Al paso de algún tiempo, a mitad del curso 1513-14, se apaciguó y se sintió seguro al entender la justicia de Dios como una justicia que Dios regala a quien tiene fe, en la que vive el justo.     

A lo largo de su disputa sobre las indulgencias, iniciada en 1517, Lutero llegó a afirmar que la única norma de la fe es la sola scriptura, ya que para él la Biblia es clara: proclamó también el libre examen de las Escrituras, al margen del Magisterio y de la Tradición de la Iglesia, manteniendo también que la Cristiandad, como congregación de los fieles, no es una reunión visible ni tiene Cristo un Vicario en la tierra.

Inmanuel Kant

Un par de siglos después nació Inmanuel Kant en 1724 en la ciudad alemana de Konigsberg, donde transcurrió su vida hasta su muerte en 1804.

De modesta familia luterana pietista, al llegar a la juventud, distanciándose de la fe de sus padres, comenzó a orientarse hacia una ética laica. Desde 1770 fue profesor ordinario de Lógica y Metafísica en la Universidad de la ciudad natal.

Según su pensamiento, hay en el hombre, además de su estructura psico-física -vinculada a las leyes de la naturaleza -, un espíritu racional que se rige por la ley de la libertad: pero el ser humano tiene conciencia del deber y ello permite asegurar que el hombre es un ser moral, un ser, además de libre, responsable.

En 1781 publicó su Crítica de a razón pura donde afirma que conocemos las cosas tal y como nuestra inteligencia nos las presenta, pero no como son en sí mismas. En consecuencia, las tres grandes realidades -el alma, el mundo y Dios- se presentan ante el pensamiento kantiano sólo como ideas, ya que ni del alma, ni del mundo, ni de Dios cabe experiencia sensible y sólo esa experiencia garantiza la existencia efectiva de los objetos de nuestro pensar.

Posteriormente, en su Crítica de la razón práctica (1788), expuso: “Dos cosas llenan mi alma de una admiración y un respeto que renacen y aumentan constantemente a medida que el pensamiento se ocupa más asiduamente de ellas: el cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral dentro de mí… La primera mirada sobre esta multitud incalculable de mundos destruye mi importancia como criatura animal, cuya materia, de la que está formada, después de haber gozado durante un corto tiempo de una fuerza vital, debe ser devuelta al planeta en que habita que, a su vez, no es más que un punto en la totalidad del universo. La segunda mirada, por el contrario, realza mi valor mediante mi personalidad y la ley moral me revela una vida independiente de la animalidad y de todo el mundo sensible…”

Kant pensó también que el bien humano completo está integrado por la virtud y la felicidad; y, como en este mundo, la felicidad completa no sigue a la virtud, la voz de la conciencia reclama la existencia de alguien que ponga las cosas en su sitio: ese alguien, para Kant, es Dios, quien, para conceder la felicidad a las personas virtuosas, dispuso para ellas la vida eterna.   

John Henry Newman

Ya a comienzos del s. XIX nació en 1801 en Londres san John Henry Newman, hijo de John, hombre de negocios británico, y de Jemina, descendiente de una familia de calvinistas franceses refugiados en el Reino Unido.  

A los quince años tuvo lugar su primera conversión en la que descubrió a los dos únicos seres que, según el joven Newman, pueden ser conocidos de manera evidente: uno mismo y el Creador (Apología, I).

En 1824 fue ordenado sacerdote de la Iglesia Anglicana a la que perteneció hasta la edad de cuarenta y cuatro años. Al final de su estudio sobre el Desarrollo de la doctrina cristiana, llegó a la conclusión de que es en la Iglesia Católica donde se mantiene la fe de los primeros cristianos. El 9 de octubre de 1845 fue recibido en la Iglesia Católica. 

Ordenado sacerdote católico en 1847 fue nombrado Rector de la recién constituida Universidad Católica de Dublín, cargo que ejerció durante unos diez años. En 1870 publicó su obra An Essay in Aid of a Grammar of Assent (trad. esp. El asentimiento religioso. Ensayo sobre los motivos racionales de la fe).

En 1879 fue nombrado cardenal por el Papa León XIII, eligiendo Newman el lema Cor ad cor loquitur. Murió el 11 de agosto de 1890. Fue beatificado en 2009, duran- te el pontificado de Benedicto XVI y canonizado en 2019 por el Papa Francisco.                                                               

En su obra Apología pro vita sua, dice que la certeza es la consecuencia de la fuerza acumulativa de ciertas razones dadas que, tomadas una a una, serían sólo probabilidades. Que él creía en Dios con fundamento en la probabilidad, creía en el cristianismo con fundamento en la probabilidad, creía en el catolicismo con fundamento en la probabilidad. También creía que Aquel que nos ha creado ha querido que en matemáticas alcanzásemos la certeza por medio de una demostración rigurosa, pero que en la indagación religiosa alcanzásemos la certeza por medio de probabilidades acumuladas; y que esa certeza nos conduce, si nuestra voluntad coopera con la Suya, a una convicción que se eleva más alto que la fuerza lógica de nuestras conclusiones.

En la misma obra dice: Me veo empujado a hablar de la infalibilidad de la Iglesia como una disposición querida por la misericordia del Creador, para preservar la religión en el mundo y para refrenar esa libertad de pensamiento, que es uno de nuestros mayores dones naturales, para rescatarla de sus propios excesos autodestructivos.

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