Las vías para el conocimiento de la existencia y del ser de Dios son de dos tipos. Por un lado, cosmológicas: las famosas cinco vías de santo Tomás de Aquino constituyen seguramente la mejor síntesis del pensamiento filosófico y cristiano al respecto. A través de ellas se llega a descubrir al Dios verdadero como motor inmóvil, causa incausada, ser necesario, suma perfección y fin último de todas las criaturas.
En definitiva, Dios es alcanzado por la razón humana como el Logos personal que está en el origen de la creación y asegura la armonía de todo cuanto existe. “El Dios verdaderamente divino es el Dios que se ha manifestado como logos y ha actuado y actúa como logos lleno de amor por nosotros” (Benedicto XVI, Discurso en la universidad de Ratisbona, 12-9-2006). Esta reflexión fundamental sobre el Hacedor del mundo demuestra la fiabilidad del pensamiento, del lenguaje y de la ciencia. Dios constituye la sabiduría infinitaordenadora, la mente y el corazón del universo.
Vías antropológicas
Por otra parte, muchos pensadores (como san Buenaventura, Descartes) y místicos (como santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, santa Teresa Benedicta de la Cruz) han reflexionado sobre las vías antropológicas para el conocimiento de Dios, en un viaje interior que indaga la intimidad del ser humano, sus anhelos más profundos y su conciencia moral. Aquí Dios aparece como el sentido último de la dignidad humana, de la vida, de la justicia, de la libertad, del amor y de la historia. Esta plenitud humana, que encuentra su raíz y su culminación en Dios, se manifiesta en las personas virtuosas de excelsa humanidad y, especialmente, en el testimonio -luminoso, atrayente y convincente- de las vidas de los santos.
El enlace entre ambos tipos de vías puede descubrirse en la comprensión de Dios como suma perfección y manantial inagotable de las mejores bendiciones: pues solo Dios colma la promesa de vida grabada en los grandes deseos humanos, con la abundancia de los dones materiales y espirituales que nos concede. Seguramente el exponente más elocuente en este campo de la indagación interior sea Agustín de Hipona, que comienza su autobiografía intelectual y espiritual con la espléndida declaración: “nos hiciste Señor, para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones, Libro I, capítulo 1).
La experiencia de la belleza como vocación
El ser humano -a diferencia de los animales y de los robots, que carecen de conocimiento racional, autoconciencia y libre voluntad- es capaz de encontrar muchas formas y expresiones de belleza que le atraen en la búsqueda espiritual de plenitud y de felicidad. Son incontables los ejemplos de experiencias de belleza en la naturaleza, en el arte y en la vida de las personas. En efecto, un paisaje maravilloso, el estudio del mundo mineral, vegetal y animal por parte de las ciencias naturales, una sinfonía o melodía musical de perfección matemática, la obra hermosa de un genio de las artes figurativas, el relato literario o la narración real de una existencia valiosa por su entrega y generosidad… fascinan y llenan de encanto la existencia humana.
Una manifestación necesaria de gran sabiduría consiste en descubrir que, en su misma esencia, la belleza de lo creado remite a su fuente, que es la belleza infinita del Creador, hontanar misterioso e inagotable de vida y de bondad. Pues, separada de su fuente originaria, la hermosura del mundo y de la existencia humana se convierte en algo pobre, caduco y vano que, al final, resulta nocivo y provoca hastío, porque encierra a la persona en metas bajas y frustra las expectativas del deseo humano ilimitado.
En efecto, quien pone su corazón en las cosas creadas con una afectividad desordenada, al margen de su autor divino y de sus leyes santas -que se hallan inscritas en la naturaleza humana y pueden ser descubiertas por la conciencia bien formada- quedará lamentablemente decepcionado, porque el anhelo infinito de nuestro corazón inquieto no podrá ser saciado por meras realidades finitas.
En cambio, el que acierta a encontrar en la entraña de las maravillas de lo creado y, especialmente, en las incontables expresiones del amor humano, un destello o reflejo y participación de la hermosura infinita del Señor y, además, en su actuar intencional pone de veras en Dios su corazón, encontrará plenamente cumplida la promesa de la esperanza de vida plena contenida como llamada existencial en todo destello de belleza y en todo deseo humano.
Eros como promesa
Un ámbito importante de esta experiencia de la belleza se da en la vivencia del enamoramiento entre el varón y la mujer (el amor atracción o eros); donde las interpretaciones reductivas y erróneas, como la rigorista puritana, la utilitaria hedonista o la romántica emotivista, conducen necesariamente al fracaso destructivo de las personas y de las sociedades.
En cambio, la comprensión adecuada del amor esponsalicio -que corresponde a la “experiencia esencialmente humana”, iluminada por la revelación de la Palabra divina, como enseña la teología del cuerpo de Juan Pablo II- permite descubrirlo como vocación a entretejer una comunión fiel y fecunda: un hogar como ámbito de acogida y donación, cuna, escuela y santuario la vida, y ello mediante el compromiso de una entrega total en la alianza conyugal. De este modo, el plan divino inscrito en el cuerpo y en el deseo del corazón del hombre, creado varón y mujer a imagen de Dios, alcanza su verdadera dimensión de trascendencia, en cuanto orientado a reflejar y expandir la belleza del amor eterno para entrar en la comunión familiar de las divinas personas.
Idolatría y redención del corazón
Existe el grave peligro de dejarse atraer, engañar y atrapar por el atractivo de las cosas que seducen con gran intensidad, aumentado por la propaganda confusa y mendaz de las ideologías, hasta convertirlas en falsos ídolos, que resultan parásitos que roban y esclavizan las ansias infinitas del corazón. Esta profunda experiencia de frustración -y la consiguiente superación de la misma con la ayuda de la gracia del Espíritu Santo- la expresa acertadamente el mismo san Agustín como una vivencia propia decisiva: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por de fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseo con ansia la paz que procede de ti” (Confesiones, Libro X, capítulo 27).
Acompañar en el camino hacia la belleza eterna
Por todo ello, se necesitan maestros, testigos y comunidades educativas que guíen a las personas en este imprescindible camino interior de transformación hacia la causa última y la fuente inagotable de la hermosura de la vida humana y del amor verdadero. Se requieren también expertos en oración, pues, como afirmaba Juan Pablo II, “el amor hermoso se aprende sobre todo rezando” (Carta a las familias, n. 20).
En este itinerario hacia la plenitud soñada por Dios para sus hijos, la Iglesia, experta en humanidad, tiene la urgente misión acompañar, instruir, sanar y devolver la esperanza, siguiendo la luz de la belleza que resplandece en Jesucristo. Pues “el Hijo de Dios, al hacerse hombre, ha introducido en la historia de la humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad y del bien, y con ella ha manifestado también una nueva dimensión de la belleza” (Juan Pablo II, Carta a los artistas, n. 5).
En definitiva, el Señor ha dejado huellas y destellos de su belleza infinita en las criaturas y en el corazón humano, como señales o indicaciones claras para que sus hijos encontremos vías hacia el misteriode su Corazón, el único que salva porque colma nuestros grandes anhelos de belleza eterna.