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La urgencia de la misión

El cardenal arzobispo de Madrid hace balance del reciente consistorio extraordinario al que asistió y señala las claves del compromiso cristiano que demanda la sociedad actual: renovar el sentido misionero para llevar la Buena Noticia en todos los ambientes.

Carlos Osoro Sierra·8 de octubre de 2022·Tiempo de lectura: 3 minutos
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Foto: Carlos Osoro. ©Archimadrid / Ignacio Arregui

A finales del pasado mes de agosto participé en Roma en un consistorio extraordinario convocado por el Papa para hablar de la constitución apostólica Praedicate Evangelium. Con este texto, precioso y de lectura muy recomendable, concluye la reforma Curia romana y se nos recuerda, a cada uno de los creyentes, que la Iglesia “cumple su mandato sobre todo cuando da testimonio, de palabra y obra, de la misericordia que ella misma ha recibido gratuitamente” (n. 1).

Aunque las reuniones son a puerta cerrada, sí puedo decir que, para mí, fue un regalo poder compartir tiempo y reflexiones sobre este mandato con el Sucesor de Pedro y con todo el colegio cardenalicio, cuya composición habla precisamente de la riqueza de nuestra Iglesia. Juntos sentimos de nuevo que el Señor nos alienta a la misión; experimentamos cómo nos anima y empuja a llevar la Buena Noticia a nuestros contemporáneos, allá donde se encuentren y en las condiciones en las que estén.

Como Francisco ha señalado en numerosísimas ocasiones a lo largo de estos años de pontificado, el propio Jesús nos pone en camino: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16, 15). Ahora, cuando el mundo se ve golpeado por tantos conflictos y enfrentamientos —de Ucrania a Etiopía, pasando por Armenia o Nicaragua— y muchas personas —especialmente las más vulnerables— afrontan el futuro con miedo e incertidumbre, es más urgente que nunca que los católicos anunciemos que Cristo ha vencido a la muerte y que el dolor no puede tener la última palabra.

Para incidir en esta urgencia de la misión, en mi carta pastoral para este curso que acabamos de comenzar, titulada A la misión: retornar a la alegría del Evangelio, recurro a la parábola del hijo pródigo o, mejor, del padre misericordioso. 

Los católicos no podemos quedarnos encerrados; no podemos ser complacientes y autorreferenciales, ni debemos perder la capacidad de sorpresa o la gratitud como le ocurrió al hijo mayor de la parábola. Tenemos que llegar a los bautizados que, como el hijo pequeño, se fueron de casa y se alejaron del amor de Dios, al tiempo que hemos de buscar a quienes no conocen a Jesucristo o lo rechazan.

En esta clave, emociona releer lo que dice el padre de la parábola: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo, pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque a este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado” (Lc 15, 31-32). En ese padre vemos a Dios, a un Dios que nos ama, a un Dios misericordioso que nos ha dado todo y que incluso nos deja libertad para marcharnos. 

En la fase diocesana del Sínodo en Madrid salió claramente el deseo de vivir que Dios nos ama y también de mostrárselo a nuestros hermanos, a los que se fueron y a los que nunca lo conocieron. Para ello, en primer lugar, en nuestra archidiócesis quedó patente que es necesario que cada uno de los creyentes cuidemos la oración y el encuentro con Dios, que intentemos vivir con coherencia el Evangelio y que lo hagamos también en comunidad. No podemos ser islas desiertas ni encerrarnos en nuestros grupos, sino que hemos de sentirnos parte de la Iglesia que peregrina en el mundo.

Solo así podremos abordar, en segundo lugar, retos de la propia Iglesia que se plantearon en esta fase como la concepción de la autoridad y el clericalismo; la responsabilidad de los laicos y la generación de espacios de participación; el papel de los jóvenes y de las mujeres; la atención a la vida familiar; el cuidado de las celebraciones, para que sean vivas y profundas; la valoración de la pluralidad de carismas; la formación en sinodalidad y doctrina social de la Iglesia, o la mayor transparencia.

Esto nos llevará, en tercer lugar, a ser una Iglesia que, sin escamotear la verdad, se sitúa siempre en un necesario diálogo con la sociedad. Y nos llevará también a ser una Iglesia samaritana y de puertas abiertas; una Iglesia que no deja a nadie tirado en el camino, que ayuda y acompaña a quienes la sociedad ha dejado en los márgenes —como tantas personas en situación de vulnerabilidad— y que acoge a aquellos que se han podido sentir rechazados incluso por la propia Iglesia.

En una catequesis sobre el discernimiento en la audiencia general del 28 de septiembre —que releo mientras termino estas líneas—, el Papa recurrió a su apreciado san Ignacio para pedir la gracia de “vivir una relación de amistad con el Señor, como un amigo habla al amigo”. Según contó, conoció a “un anciano hermano religioso que era el portero de un colegio”, que, cuando podía, “se acercaba a la capilla, miraba el altar, decía: ‘Hola’, porque tenía cercanía con Jesús”. “Él no necesita decir: ‘Bla, bla, bla’, no: ‘Hola, estoy cerca de ti y tú estás cerca de mí’”, aseveró Francisco, poniendo el foco en que “esta es la relación que debemos tener en la oración: cercanía, cercanía afectiva, como hermanos, cercanía con Jesús”. Que todos sepamos mantener esta relación con el Señor para así embarcarnos, de manera decidida, en la apasionante misión que nos ha sido encomendada.

El autorCarlos Osoro Sierra

Cardenal Arzobispo de Madrid.

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