Traducción del artículo al italiano
Hablar de “teología del Concilio” es perfectamente legítimo. El Concilio tuvo una orientación pastoral, pero recogió los frutos de tanta buena teología y consolidó muchas expresiones y perspectivas. Sin poder mencionarlas todas, es útil intentar una síntesis. Nos fijaremos solo en las cuatro Constituciones y en el Decreto sobre la libertad religiosa.
Dei Verbum y la forma de la revelación cristiana
El Concilio empezó tratando de la revelación, pero el primer esquema (1962) no gustó, por demasiado escolástico. Eso llevó a cambiar todos los esquemas preparados. Rahner y Ratzinger propusieron uno para este documento, pero no prosperó. Tras larga elaboración, se consiguió un texto breve sobre la Revelación y la Escritura que recoge la renovación de la Teología Fundamental (1965) (e inspiraciones de Newman). En los primeros capítulos, trata de la revelación, de Dios, de la respuesta humana (fe) y de la transmisión o tradición (I y II); y el resto trata de la Sagrada Escritura.
Ante la vieja costumbre escolástica de centrar la revelación en el conjunto de verdades reveladas (dogmas), “Dei verbum” se fijó en el fenómeno histórico de la revelación (nn. 1 y 6). Dios se manifiesta obrando la salvación en la historia, con unas etapas, hasta la plenitud en Cristo. “Con hechos y palabras”, no solo palabras. Hay una profunda revelación en hechos como la Creación y el Éxodo, la Alianza y, más todavía, la Encarnación, Muerte y Resurrección del Señor. Son los grandes misterios de la historia de la salvación. Además, “no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo” (n. 4).
Presenta la fe como respuesta personal (en la Iglesia) a esa revelación (así comienza después el Catecismo), y explica el concepto de tradición (viva) y su relación con el Magisterio y la Escritura (cap. II). La misma Escritura es fruto de la primera tradición. “La Sagrada Tradición, pues, y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado” (10), supera así el esquema poco feliz de las “dos fuentes”.
Describe la peculiar relación entre acción de Dios y libertad (y cultura) humana en la redacción de los textos (inspiración). Reconoce la conveniencia de distinguir géneros literarios para interpretarlos (no es lo mismo una narración simbólica que la descripción histórica de un hecho). Y propone todo un tratado de exégesis creyente en tres líneas: “La Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que se escribió para sacar el sentido exacto de los textos sagrados, hay que atender no menos diligentemente al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuanta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe” (12).
Tras explicar la profunda relación entre el Viejo y el Nuevo Testamento, da un decidido impulso pastoral a conocer y usar más la Escritura (cap. VI), con buenas traducciones e instruyendo a los fieles. Señala que “el estudio de la Sagrada Escritura ha de ser como el alma de la Sagrada Teología” (24). Y también de la predicación y catequesis (24). Porque “el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo” (25).
Sacrosanctum Concilium y el corazón de la vida de la Iglesia
Al ser retirado el esquema sobre la revelación, el Concilio empezó a trabajar este hermoso documento, que recoge lo mejor del movimiento litúrgico, que va desde la renovación de Solesmes (Dom Geranguer) hasta “El sentido de la liturgia”, de Guardini, pasando por la teología de los misterios de Odo Casel.
Presenta la liturgia como celebración del misterio de Cristo, donde se realiza nuestra salvación y crece la Iglesia. El primer capítulo, el más largo, trata los principios de la “reforma” (así la llama). El segundo se refiere al “sacrosanto Misterio de la Eucaristía” (II), y después a los demás sacramentos y sacramentales (lll), el Oficio Divino (IV), el año litúrgico (V), la música sagrada (Vl), y el arte y objetos del culto (VII). Cierra con un apéndice sobre la posibilidad de adaptar el calendario y la fecha de la Pascua.
La liturgia celebra siempre el Misterio Pascual de Cristo (6), desde el Bautismo en que los fieles, muriendo al pecado y resucitando en Cristo se incorporan a su Cuerpo por la vida eterna que da el Espíritu Santo. Es un culto dirigido al Padre, en Cristo, animado por el Espíritu Santo, y siempre eclesial, porque actúa el cuerpo entero de la Iglesia unido a su Cabeza (dimensión eclesial). Y se celebra el único misterio Pascual de Cristo, en la tierra a la vez que en el cielo, y para siempre (dimensión escatológica).
El Concilio deseaba que los fieles participaran mejor en el misterio litúrgico aumentando su formación. Además, dio una multitud de indicaciones para mejorar el culto cristiano en todos sus aspectos.
Desgraciadamente, la aplicación de estas sabías indicaciones desbordó por completo a los organismos encargados (“Consilium” y conferencias episcopales). Antes de que los obispos recibieran instrucciones, y mucho antes de que se reelaboraran los libros litúrgicos, muchos entusiastas alteraron la liturgia con trivializaciones arbitrarias. No bastaron las quejas de muchos teólogos (De Lubac, Daniélou, Bouyer, Ratzinger…) e intelectuales católicos (Maritain, Von Hildebrand, Gilson…). Este desorden provocó en
algunos fieles desconcertados una reacción anticonciliar que dura hasta el día de hoy, dando alas también al cisma de Lefebvre. Conviene releer el documento para ver cuánto queda por aprender.
Lumen Gentium, culmen del Concilio
Esta Constitución “dogmática” (la única llamada así) es el núcleo teológico del Concilio, porque tras la estela del Concilio Vaticano I y “Mystici corporis”, desarrolla ampliamente la doctrina sobre la Iglesia e ilumina los demás documentos conciliares sobre los obispos, clérigos, religiosos, ecumenismo, relación con otras religiones y evangelización. Su riqueza y articulación teológicas deben mucho a Johan Adam Moeller, Guardini, De Lubac y Congar, y a la sabia mano redactora de Gerard Philips, que le hizo después un espléndido comentario.
Ya el primer número pone todo en una cota altísima: “La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”. Esa convocatoria universal expresa lo que es la Iglesia, y a la vez, la realiza entre los hombres al unirlos al Padre en Cristo por el Espíritu. Por eso, es “como un sacramento”.
Hay que subrayar la relativa novedad de la palabra patrística “misterio”, porque la Iglesia es, en sí misma, misterio de presencia, revelación y acción salvadora de Dios, y por eso mismo misterio de fe. Misterio unido al misterio de la Trinidad (Iglesia de la Trinidad) porque la Iglesia es un pueblo creado y convocado por Dios Padre, reunido para el culto en el Cuerpo de Cristo, que es su cabeza (y quien realiza el culto), y construido en Cristo como un templo de piedras vivas por la acción del Espíritu Santo. Por tanto, íntimamente unido al Misterio de la liturgia (“Ecclesia de Eucharistia”). También es Iglesia de la Trinidad, porque su comunión de personas (comunión de los santos, comunión en las cosas santas) refleja y expande en el mundo, como fermento y anticipo del Reino, la comunión de personas trinitaria, que es el destino último de la humanidad (dimensión escatológica).
Comprender la Iglesia como misterio salvífico de comunión con Dios y entre los hombres permite superar una visión externa, sociológica o jerárquica de la Iglesia; abordar debidamente la relación entre el Primado y el Colegio de los Obispos. Y destacar la dignidad del Pueblo de Dios y la llamada universal a la santidad, y a participar plenamente en el culto litúrgico y en la misión de la Iglesia.
Todos los seres humanos están llamado a unirse a Cristo en su Iglesia. Lo realiza en la historia el Espíritu Santo en diversos grados y formas, desde la comunión explícita de quienes participan plenamente, hasta la comunión interior de quienes son fieles a Dios en su conciencia (“Lumen Gentium”, nn. 13-16).
Por eso este misterio de unidad es la clave del ecumenismo, nuevo empeño del Concilio por voluntad del Señor (“que todos sean uno”), con un cambio de perspectiva en un gran documento (“Unitatis redintegrario”). Es distinto contemplar la génesis histórica de las divisiones con sus traumas, que su estado actual, donde cristianos de buena fe (ortodoxos, protestantes y otros) participan realmente en los bienes de la Iglesia. Partiendo de ahí, se ha de buscar la plena comunión, por la oración, colaboración, diálogo y conocimiento mutuo, y sobre todo por la acción del Espíritu Santo. La comunión plena in sacris no es el punto de partida, sino el de llegada.
Gaudium et Spes y lo que la Iglesia puede ofrecer al mundo
Para entender el alcance teológico de Gaudium et Spes, hay que recordar su historia.
Cuando se retiraron los primeros esquemas, como antes hemos visto, se decidió orientar el Concilio con dos preguntas: lo que la Iglesia dice de sí misma, que dio lugar a “Lumen gentium”, y lo que la Iglesia puede aportar a “la construcción del mundo”, que daría lugar a “Gaudium et spes”. Ya entonces se pensaba en las grandes cuestiones: la familia, la educación, la vida social y económica, y la paz, que forman los capítulos de la segunda parte.
Aunque parece fácil hablar cristianamente de estos temas, no es tan fácil establecer una doctrina teológica universal, porque hay demasiadas cuestiones temporales, especializadas y… opinables. Por eso, se le puso el título de Constitución “pastoral”, y se advirtió que la segunda parte, llena de sugerencias interesantes, era más opinable que la primera, más doctrinal.
Esa primera parte había surgido espontáneamente, por la necesidad de dar un fundamento doctrinal a lo que la Iglesia podía aportar al mundo. Y resultó un feliz compendio de antropología cristiana, con tres intensos capítulos sobre la persona humana y su dignidad, la dimensión social del ser humano, y el sentido de su acción en el mundo. Y un cuarto capítulo de resumen (que al parecer redactó en gran parte el propio Karol Wojtyła con Daniélou). Pablo VI en su viaje a la ONU recordaría que la Iglesia es “experta en humanidad”.
Juan Pablo II constantemente subrayó que Cristo conoce al ser humano y es la verdadera imagen del hombre (n. 22) y que “existe una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad” (24), como sucede en las familias, en las comunidades cristianas y hay que procurarlo en toda la sociedad. Esta frase concluye con esta luminosa expresión de la vocación humana: “Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (24).
Además, el último capítulo de la primera parte de la Constitución pastoral recordó que: “Competen a los laicos propiamente, aunque no exclusivamente, las tareas y el dinamismo seculares […] deben esforzarse por adquirir verdadera competencia en todos los campos” y “a la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena” (43). Aquí también queda mucho por hacer…
Dignitatis humanae y un cambio de criterio ante el liberalismo
Aunque es un documento menor, este decreto tiene una importancia estratégica en la relación de la Iglesia con el mundo moderno.
Muchos obispos habían pedido que el Concilio proclamara el derecho a la libertad religiosa, porque estaban sometidos a dictaduras comunistas, como es el caso de Karol Wojtyła. Los regímenes liberales democráticos reconocían ese derecho como parte esencial de su pedigree. Los ciudadanos son libres para buscar la verdad también religiosa y expresarla libremente en el culto, incluso público, respetando el orden público. La experiencia histórica era que la proclamación liberal de la libertad de cultos había sido muy beneficiosa para la Iglesia católica donde estaba perseguida o donde existía una religión oficial, como en Inglaterra y en los países oficialmente protestantes (Suecia, Dinamarca…), y sería una gran liberación en los países comunistas y también musulmanes.
Pero no era la tradición de las viejas naciones cristianas (ni católicas ni protestantes) porque, se argüía, “no tiene los mismos derechos la verdad que el error”. Por eso, en el XIX, las autoridades eclesiásticas, a todos los niveles, lo mismo que se habían opuesto a la difusión de publicaciones contra la fe y la moral, se opusieron firmemente a los intentos liberales de instaurar la “libertad de cultos” en los países católicos. Era un conflicto entre perspectivas: la de una nación entendida como comunidad religiosa y la de la conciencia de cada persona.
Es verdad que, en un régimen tutelado, como el de una familia con sus hijos, los padres pueden e incluso deben impedir, dentro de unos límites, que se difundan opiniones erróneas en su casa. Pero esto queda fuera de lugar cuando los hijos se emancipan, porque entonces prevalece el derecho fundamental que tiene cada persona para buscar la verdad por sí misma. Y es lo que sucede en las sociedades modernas, con personas emancipadas y en plenitud de sus derechos. Se pasa de la protección del bien común de una sociedad homogéneamente religiosa, al reconocimiento del derecho fundamental de cada persona a buscar la verdad.
Sin embargo, este cambio fue considerado herético por monseñor Lefebvre originando su cisma. Defendió que el Concilio en este punto contradice la doctrina tradicional de la Iglesia y por tanto es inválido.