El Papa Francisco ha vuelto a encontrar a los fieles en el Patio de san Dámaso, en la audiencia general este miércoles 12 de mayo. Ha podido saludarles desde el pasillo central a una distancia de seguridad. «La oración cristiana», ha dicho, «como toda la vida cristiana, no es “como dar un paseo”. Ninguno de los grandes oradores que encontramos en la Biblia y en la historia de la Iglesia ha tenido una oración “cómoda”. Ciertamente dona una gran paz, pero a través de un combate interior, a veces duro, que puede acompañar también periodos largos de la vida. Rezar no es algo fácil. Cada vez que queremos hacerlo, enseguida nos vienen a la mente muchas otras actividades, que en ese momento parecen más importantes y más urgentes. Casi siempre, después de haber pospuesto la oración, nos damos cuenta de que esas cosas no eran en absoluto esenciales, y que quizá hemos perdido el tiempo. El Enemigo nos engaña así».
«Todos los hombres y las mujeres de Dios mencionan no solamente la alegría de la oración, sino también la molestia y la fatiga que puede causar: en algunos momentos es una dura lucha mantener la fe en los tiempos y en las formas de la oración. Algún santo la ha llevado adelante durante años sin sentir ningún gusto, sin percibir la utilidad. El silencio, la oración, la concentración son ejercicios difíciles, y alguna vez la naturaleza humana se rebela. Preferiríamos estar en cualquier otra parte del mundo, pero no ahí, en ese banco de la iglesia rezando. Quien quiere rezar debe recordar que la fe no es fácil, y alguna vez procede en una oscuridad casi total, sin puntos de referencia».
Los enemigos de la oración
Francisco ha reflexionado sobre las dificultades que nos surgen cuando tratamos de rezar. «El Catecismo enumera una larga serie de enemigos de la oración (cfr nn. 2726-2728). Algunos dudan de que esta pueda alcanzar verdaderamente al Omnipotente: ¿por qué Dios está en silencio? Ante lo inaprensible de lo divino, otros sospechan que la oración sea una mera operación psicológica; algo que quizá es útil, pero no verdadera ni necesaria: se podría incluso ser practicantes sin ser creyentes».
«Los peores enemigos de la oración están dentro de nosotros. El Catecismo los llama así: «desaliento ante la sequedad, tristeza de no entregarnos totalmente al Señor, porque tenemos “muchos bienes” (cf Mc 10, 22), decepción por no ser escuchados según nuestra propia voluntad; herida de nuestro orgullo que se endurece en nuestra indignidad de pecadores, difícil aceptación de la gratuidad de la oración, etc.» (n. 2728). Se trata claramente de una lista resumen, que podría ser ampliada».
Ante la tentación
«¿Qué hacer en el tiempo de la tentación, cuando todo parece vacilar?» Se preguntaba el Papa en san Dámaso. «Si exploramos la historia de la espiritualidad, notamos enseguida cómo los maestros del alma tenían bien clara la situación que hemos descrito. Para superarla, cada uno de ellos ofreció alguna contribución: una palabra de sabiduría, o una sugerencia para afrontar los tiempos llenos de dificultad. No se trata de teorías elaboradas en la mesa, sino consejos nacidos de la experiencia, que muestran la importancia de resistir y de perseverar en la oración».
«Sería interesante repasar al menos algunos de estos consejos, porque cada uno merece ser profundizado. Por ejemplo, los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola son un libro de gran sabiduría, que enseña a poner en orden la propia vida. Hace entender que la vocación cristiana es militancia, es decisión de estar bajo la bandera de Jesucristo y no bajo la del diablo, tratando de hacer el bien también cuando se vuelve difícil».
No estamos solos
El Santo Padre aseguró que no estamos solos en el combate espiritual: «En los tiempos de prueba está bien recordar que no estamos solos, que alguien vela a nuestro lado y nos protege. También San Antonio abad, el fundador del monacato cristiano, en Egipto, afrontó momentos terribles, en los que la oración se transformaba en dura lucha. Su biógrafo San Atanasio, obispo de Alejandría, narra que uno de los peores episodios le sucedió al Santo ermitaño en torno a los treinta y cinco años, mediana edad que para muchos conlleva una crisis. Antonio fue turbado por esa prueba, pero resistió. Cuando finalmente volvió a la serenidad, se dirigió a su Señor con un tono casi de reproche: «¿Dónde estabas? ¿Por qué no viniste enseguida a poner fin a mis sufrimientos?». Y Jesús respondió: «Antonio, yo estaba allí. Pero esperaba verte combatir» (Vida de Antonio, 10)».
«Jesús siempre está con nosotros: si en un momento de ceguera no logramos ver su presencia, lo lograremos en un futuro. Nos sucederá también a nosotros repetir la misma frase que dijo un día el patriarca Jacob: «¡Así pues, está Yahveh en este lugar y yo no lo sabía!» (Gen 28,16). Al final de nuestra vida, mirando hacia atrás, también nosotros podremos decir: “Pensaba que estaba solo, sin embargo no, no lo estaba: Jesús estaba conmigo”.