Aquella mañana del 15 de septiembre de 2011, el diagnóstico de Benedicto XVI fue exacto. Mirándome a los ojos exclamó: “Uruguay es un país laico… ¡Hay que sobrevivir!”. A la vuelta de diez años, con la extensión del secularismo, la advertencia del Papa emérito parecería que tiene, como la pandemia que estamos sufriendo, un alcance inédito. ¿Habrá alguna vacuna eficaz para contrarrestar la enfermedad?
No cabe duda de que, en Uruguay, el empeño anticristiano y anti-Iglesia fue bien planteado y ha cosechado no pocos éxitos, como ya se vio. El resultado final es, hasta hoy, una extendida ignorancia religiosa, la destrucción de la institución familiar y, como señalaba Francisco en su Exhortación programática, el olvido de Dios “ha producido una creciente deformación ética, un debilitamiento del sentido del pecado personal y social y un progresivo aumento del relativismo, que ocasionan una desorientación generalizada” (Evangelii Gaudium, n. 64).
Pero, gracias a Dios, nunca todo es definitivamente negro. Después de casi 48 de sacerdocio y como obispo durante los últimos diez, quizás puedo transmitir algunas experiencias.
La primera es que el Espíritu Santo sigue actuando: promueve inquietudes de conversión a Dios, mueve a inesperados arrepentimientos, incita a comprometerse con Jesucristo y con la Iglesia, provoca ansias de santidad, impulsa movimientos de servicio al prójimo… Esta experiencia, repetida incontables veces, enseña que el estilo que prefiere el Espíritu de Dios para actuar es el silencio.
La piedad popular. Francisco tiene mucha razón, cuando escribe que menospreciarla “sería desconocer la obra del Espíritu Santo”. Sus expresiones “tienen mucho que enseñarnos y, para quien sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos prestar atención, particularmente a la hora de pensar la nueva evangelización” (EG, n. 126). En Minas, muy cerca de la ciudad, se encuentra el Santuario Nacional de la Virgen del Verdún. En la cumbre del cerro, desde que en 1901 se colocó una imagen de la Inmaculada, el 19 de abril, cuando se celebra su fiesta, llegan a venerarla no menos de 60 o 70 mil personas: familias enteras que siguen transmitiendo a sus hijos la fe en la intercesión de nuestra Madre… Y son miles los peregrinos que la visitan durante todo el año (y necesitan atención espiritual y faltan sacerdotes, ¡ay, Señor!). “No conviene ignorar la tremenda importancia que tiene una cultura marcada por la fe”, insiste Francisco, “porque esa cultura evangelizada, más allá de sus límites, tiene muchos más recursos que una mera suma de creyentes frente a los embates del secularismo actual” (ib.)
La supervivencia de la fe reclama el compromiso de todos, para que su luz se mantenga viva. Y requiere, hablando con precisión, que el sacerdocio ministerial esté realmente al servicio del sacerdocio común de los fieles laicos. No es fácil romper una inercia de siglos, sintetizada en un concepto que está frecuentemente en labios del mismo Papa: el clericalismo. Es, sobre todo, una labor de educación de los que se preparan para al sacerdocio; una labor de largo aliento, tan trabajosa como imprescindible.
La idea de fondo de la “nueva evangelización” a la que convoca Francisco, la había explicado Juan Pablo II a la Asamblea del CELAM, en 1983, y la detalló especialmente en Uruguay en 1988: ella debía ser “nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión”.
“Sentir ardor apostólico significa tener hambre de contagiar a otros la alegría de la fe”, dijo en su última predicación en nuestro país. “El ardor apostólico no es fanatismo, sino coherencia de vida cristiana. Sin juzgar las intenciones ajenas debemos llamar bien al bien y mal al mal. Es de sobra sabido que desfigurando la verdad no se solucionan los problemas. Es la apertura a la verdad de Cristo la que trae la paz a las almas. ¡No tengáis miedo a las dificultades ni a las incomprensiones tantas veces inevitables que produce en el mundo el esfuerzo por ser fieles al Señor!”.
“Nueva en sus métodos”.“Se trata de un apostolado que está al alcance de todos los cristianos en su entorno familiar, laboral y social”, explicaba Juan Pablo II. Es un apostolado que tiene como principio imprescindible el buen ejemplo en la conducta diaria –a pesar de las propias limitaciones personales– y que debe continuarse con la palabra, cada uno de acuerdo con su situación en la vida privada y en la vida pública”. Y Francisco: “Se trata de llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a los desconocidos. Es la predicación informal que se puede realizar en medio de una conversación y también es la que realiza un misionero cuando visita un hogar. Ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino” (EG, n. 127).
¿Qué quería decir “nueva en su expresión”? Explicaba Juan Pablo II en Salto: “Cada hombre y cada mujer cristianos ha de adquirir un sólido conocimiento de las verdades de Cristo –adecuado a su propia formación cultural e intelectual–, siguiendo las enseñanzas de la Iglesia. Cada uno ha de pedir al Espíritu Santo que le permita llevar el ‘alegre anuncio’, la ‘Buena Nueva’, a todos los ambientes en que se desarrolla su existencia. Esa profunda formación cristiana le permitirá verter ‘el vino nuevo’ de que nos habla el Evangelio, en ‘odres nuevos’ (Mt 9, 17): anunciar la Buena Nueva con un lenguaje que todos puedan entender”. Francisco insiste: “todos estamos llamados a crecer como evangelizadores. Procuramos al mismo tiempo una mejor formación, una profundización de nuestro amor y un testimonio más claro del Evangelio. En ese sentido, todos tenemos que dejar que los demás nos evangelicen constantemente; pero eso no significa que debamos postergar la misión evangelizadora, sino que encontremos el modo de comunicar a Jesús que corresponda a la situación en que nos hallemos” (EG, n.121).
Dar a conocer a Jesucristo trae también consigo la preocupación por las necesidades materiales de las personas y de la sociedad: esta conducta “acompaña siempre a la evangelización”, continuaba Juan Pablo II. “La Iglesia ha entendido así la evangelización a lo largo de la historia y, por eso, junto con la proclamación de la Buena Nueva, se emprendían iniciativas que buscaban satisfacer tales necesidades. Como bien señalaba mi predecesor Pablo VI, de feliz memoria, ‘evangelizar para la Iglesia es llevar la Buena Nueva a todos los estratos de la humanidad, es, con su influjo, transformar desde dentro, hacer nueva la humanidad misma: ‘Mira que hago un mundo nuevo’ (Ap 21, 5)’ (Evangelii Nuntiandi, 18). Francisco dedica todo el capítulo cuarto de Evangelii gaudium a explicar “la dimensión social de la evangelización, precisamente porque, si esta dimensión no está debidamente explicitada, siempre se corre el riesgo de desfigurar el sentido auténtico e integral que tiene la misión evangelizadora”. Y es imposible sintetizar la perseverante insistencia del Papa, que, de mil modos y por medio de iniciativas ejemplares, la explica en sus múltiples aspectos.
“¡Hay que sobrevivir!”, me dijo aquella mañana Benedicto XVI. De a ratos, como a todo el mundo, me viene algún bajón, como ganas de “hacer la plancha”… Creo innecesario, por conocidas y compartidas, enumerar sus causas. Pero trato de no olvidar y de poner en práctica dos verdades esenciales: “Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga. La Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración” (EG, n. 262). La segunda verdad es un hecho que me provoca el mismo sentimiento que al Papa Francisco: “Me alegra enormemente que se multipliquen en todas las instituciones eclesiales los grupos de oración, de intercesión, de lectura orante de la Palabra, las adoraciones perpetuas de la Eucaristía” (EG, n. 262). Es verdad, en Uruguay como en tantos lugares del mundo, aquí y allá nacen iniciativas de oración, de peregrinaciones, de recurso a la Virgen, de adoración perpetua de la Eucaristía…
Las dificultades que enfrenta la Iglesia en Uruguay, aunque con sus acentos propios, como ya se vio en anteriores servicios, no son diferentes de las que se encuentran hoy en esas y otras latitudes. En todos los casos, el aliciente para sobrevivir es formidable: es “la lucha por el alma de este mundo”, como escribió san Juan Pablo II al invitarnos a cruzar el umbral de la esperanza. Es el mismo espíritu que alienta a Francisco: en efecto, “¡cuántas veces soñamos con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien dibujados, propios de generales derrotados! Así negamos nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es ‘sudor de nuestra frente’” (EG n. 96).
Obispo emérito de Minas (Uruguay).