Las limitaciones impuestas por un gobierno civil han de ser “proporcionadas al fin perseguido” y, en ningún caso, la pandemia puede legitimar “la supresión del derecho fundamental de libertad religiosa”, afirma Rafael Palomino, catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado.
13 de marzo de 2020, España. Se declara el Estado de Alarma por la crisis sanitaria del COVID19; lo impensable se había tornado real y los católicos asisten al cierre de templos y anulación del culto público, algo que no se había conocido desde los años 30 del pasado siglo. Aunque hubo una serie de medidas prácticamente “universales” en el caso de las diócesis españolas, en lo relativo al cierre total de los templos y limitación del culto público, no todas optaron por la misma solución: hubo lugares en los que se aconsejó el cierre de parroquias y otros en los que, siguiendo las medidas sanitarias exigidas, continuó siendo posible asistir a la Santa Misa, por ejemplo.
Una coyuntura que conjuga dos instancias: la civil y la religiosa y que ha llevado a cierto desconcierto por parte de algunos fieles que se han preguntado hasta qué punto, en una sociedad libre y democrática, una autoridad civil puede decidir sobre la práctica religiosa.
La pandemia continúa presente en nuestras vidas y, consecuencia de ello, seguimos viviendo confinamientos parciales, cierres de zonas, etc., lo que lleva a preguntarnos, ¿volveremos a ver iglesias cerradas? Con estas preguntas sobre la mesa hablamos con el catedrático de Derecho Eclesiástico de la Universidad Complutense de Madrid, Rafael Palomino para conocer qué puede exigirse y qué no, en unas condiciones que, ya de por sí, alteran y condicionan los parámetros normales en los que se asienta nuestra vida social y, por tanto también, religiosa.
P- Hay quien afirma que la pandemia ha sido una “excusa perfecta” para limitar la libertad de culto o incluso prohibir la asistencia a los templos desde el gobierno civil, ¿hasta qué punto es real esta afirmación? ¿Puede un gobierno civil establecer límites en terrenos como los templos? ¿Se ha vulnerado la libertad religiosa en algún momento con una “excusa” sanitaria?
R.P. —Una afirmación como la de que la pandemia ha sido una excusa para limitar las libertad de culto necesita ser contrastada o probada con datos ciertos. No tengo datos que me permitan decir que esa afirmación es cierta o falsa. Sí que he podido comprobar que, dentro y fuera de España, se han producido acciones puntuales de la autoridad pública que han supuesto una limitación ilegal del derecho fundamental de libertad religiosa. Esas acciones deben ser denunciadas. Es igualmente cierto que la autoridad pública puede limitar los derechos fundamentales: no existen derechos ilimitados. Pero las limitaciones tienen que ser proporcionadas, idóneas, necesarias al fin perseguido. En este caso, proporcionadas a la finalidad de preservación de la salud pública. Y desde luego lo que no legitima la pandemia es la supresión del derecho fundamental de libertad religiosa, ni siquiera bajo la declaración de estado de alarma.
La actitud de los ciudadanos
P- En el caso de España, especialmente en los primeros compases de la pandemia, las decisiones de los obispos con respecto al cierre total de los templos no fue igual en todas las diócesis: algunas cerraron por completo, otras mantuvieron el culto con las limitaciones establecidas si así lo decidían los párrocos… etc. Esto llevó a ciertas confusiones entre lo que se podía y no “exigir” en el campo de la asistencia al culto religioso ¿Qué se puede y qué no se puede llevar a cabo? ¿Es siempre mejor, para el fiel, acatar las decisiones de un gobierno civil aunque las considere injustas o desproporcionadas?
R.P. —Es normal que las decisiones de los obispos españoles no hayan sido exactamente iguales, uniformes. No es idéntica la incidencia del virus en todo el territorio nacional, no es igual la situación de la Comunidad de Madrid que la de Cantabria o la de Melilla, por poner unos ejemplos conocidos. ¿Qué se puede exigir o no de las autoridades eclesiásticas, de los obispos, de los párrocos? Me parece que el punto de partida es parecido al que se plantea en el ámbito secular. Veámoslo. Conforme al canon 213 del Código de Derecho Canónico —norma básica y suprema que rige la Iglesia católica— los fieles cristianos tienen derecho a recibir los bienes espirituales, principalmente la palabra de Dios y los sacramentos. Se trata de un verdadero derecho fundamental, no de un brindis al sol, algo necesario para que los fieles. Recuérdese que, como decíamos antes, no hay derechos ilimitados: éste tampoco lo es. Pero la limitación (que no la supresión, sería gravísimo) del derecho a la recepción de los bienes espirituales debe adoptarse con la prudencia propia de la buena autoridad, es decir, de forma proporcionada, idónea y necesaria, cumpliendo las exigencias normativas de la autoridad civil, por supuesto, pero no guiándose solo por criterios de conveniencia u oportunidad.
No podemos reducir a Dios a la pantalla del teléfono o del televisor: el Verbo de Dios se hizo carne, no pantalla, ya me entiende lo que quiero decir: en la medida de lo posible, con prudencia, los bienes de salvación tienen que llegar a las personas y las personas tiene que llegar a la casa de Dios también en cuerpo, porque no somos solo espíritu ni mucho menos somos una imagen en una pantalla.
Por otro lado, los fieles deben cumplir todas las prescripciones legítimas de la autoridad civil (aunque no nos gusten las personas que en un momento determinado ocupen cargos públicos) incluso cuando estén en desacuerdo o consideren —¡todos llevamos dentro un gobernante alternativo!— que las cosas se pueden hacer mejor, mucho mejor. Y si se considera seriamente que las decisiones de la autoridad son injustas o desproporcionadas, lo que corresponde en la conducta de un fiel cristiano que, por serlo, es un buen ciudadano (o quiere serlo) es impugnar esas decisiones administrativas ante los tribunales de justicia.
P- En esta llamada “segunda ola”, en la que las medidas son algo menos restrictivas, observamos, sin embargo, situaciones como la del pasado septiembre en Ibiza donde se decreta, por el Gobierno civil “la supresión de la actividad de culto”, al mismo tiempo, se permite la apertura y asistencia a lugares de mayor concurrencia. Jurídicamente, ¿este tipo de actitudes pueden sostenerse o, por el contrario, es necesario, y consecuente, recurrirlas?
R.P. — La supresión de las actividades de culto por parte de la autoridad pública es un contrasentido, es un despropósito, es un paradigma de la arbitrariedad. La autoridad civil no puede, en razón de los estados de alarma, suprimir los actos de culto. Está totalmente fuera de su competencia. Lo que puede hacer es limitar proporcionalmente los aforos de los lugares de culto o establecer medidas en pro de la seguridad o la salud públicas. Cierto es que la autoridad pública ha razonado, con más frecuencia de la debida, con criterios materialistas, lo que le ha llevado a considerar que “servicios esenciales» para la población solo pueden ser, prácticamente, dos cosas: comprar en un supermercado y curarse en un hospital. Y esto es un error que desconoce la raíz de los derechos fundamentales de la persona y la naturaleza espiritual del ser humano. Jurídicamente esas decisiones, normas o resoluciones administrativas son contrarias a derecho: deben recurrirse, pero no solo en beneficio propio, valga la expresión, sino para recordar a las autoridades públicas que los derechos fundamentales de la persona limitan su arbitrariedad.