En España hay más de ocho millones de niños escolarizados. De ellos, el 25,4 % están matriculados en un centro de iniciativa privada con financiación pública. O lo que es lo mismo: uno de cada cuatro alumnos españoles están formándose en un centro concertado. Si sumamos luego el personal docente, el no docente y la repercusión positiva que ejercen sobre sus familias, se puede afirmar que son más de dos millones de personas las que, directa o indirectamente, se benefician de este sistema.
Sin embargo, este recurso, que tan ventajoso y eficaz se ha demostrado a lo largo de los treinta años que lleva instaurado, va encontrándose cada vez más sujeto a diversas contingencias, marcadas fuertemente por el ámbito geográfico en que se desarrolle. Así, mientras en comunidades como País Vasco, Navarra o la Comunidad de Madrid, los centros concertados gozan de notoria libertad de actuación y planificación propias, en otras latitudes, como en Andalucía, se encuentran sometidos al férreo control y a la vigilancia omnipresente de la Administración autonómica.
Aunque puedan analizarse distintas causas y motivos, quizás el origen de ellos sea el concepto, errado o acertado, que manejan los distintos gobiernos regionales, que se adentra en el propio debate social. Porque no todos los sectores sociales han asimilado qué es y cuál es el sentido de la presencia de la enseñanza concertada en nuestro sistema educativo.
Y es que su encaje no se encuentra en el derecho a la educación, recogido en el artículo 27 de la Constitución Española. No porque la escuela concertada no participe y contribuya a llevarlo efectivamente a cabo, sino porque su fundamento último no es otro que dar cumplimiento al reconocimiento constitucional de la libertad de enseñanza, y “garantizar el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. De tal modo, la enseñanza concertada no está diseñada para ser un elemento subsidiario de la educación de iniciativa pública, y para dar respuesta a la demanda que ésta no sea capaz de asumir. La relación entre ambas ha de ser, siempre y en todo lugar, de complementariedad.
El sostenimiento público de dichos centros, por tanto, velará porque todos aquellos padres que desean una enseñanza determinada para sus hijos gocen en igualdad de condiciones de su derecho a elegir, más allá de condicionamientos económicos. De tal modo, hablar de la escuela pública como un modelo excluyente y prioritario, según los términos usados por ciertos sectores, partidos y plataformas, supone, a todas luces, un atentado contra la libertad de enseñanza, en tanto que plantea tácitamente la erradicación del principio básico de la elección, esto es, la preexistencia de distintas opciones por las que poder decantarse.
Siendo esta necesaria complementariedad la teoría o el ideal, hay lugares en los que, sin embargo, se atropella sistemáticamente. En Andalucía, como ejemplo señero, es constante la marginación y el sitio en torno a los centros concertados, a los que poco a poco se va ahogando a través de la eliminación de líneas, en favor de los centros públicos, a pesar de que las familias de los alumnos siguen optando de forma masiva por matricular a sus hijos en los primeros. Ante este hecho, desde la educación concertada se solicita, una y otra vez, sin obtener respuesta favorable, que se tenga en cuenta la demanda real de los padres, y se atiendan de forma real y eficaz sus solicitudes.
El pulso por mantener su ideario
Otro campo de batalla donde determinados centros concertados han tenido que batirse el cobre ha sido en el de la educación diferenciada. En 2009, la Administración andaluza puso como condición sine qua non para el mantenimiento del concierto educativo de diez centros la admisión de alumnos de ambos sexos. Ante esta injerencia, sobre la que se intentó negociar sin alcanzar ningún acuerdo, la Federación Andaluza de Centros de Enseñanza Privada, que integra tanto a centros sostenidos con fondos privados como públicos, interpuso recurso contencioso-administrativo a fin de que se anularan las órdenes dictadas, por considerarlas ilegales e injustas. Y aunque el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía falló a su favor, la situación de incertidumbre generada resultó, a todas luces, inaceptable e inapropiada en el marco del funcionamiento deseable y conveniente de un Estado de Derecho.
A este respecto, y trabajando en la prevención de escenarios similares, la Ley de educación vigente, la LOMCE, se muestra concisa, afirmando que “no constituye discriminación la admisión de alumnos y alumnas o la organización de la enseñanza diferenciadas por sexos” y que “en ningún caso la elección de la educación diferenciada por sexos podrá implicar para las familias, alumnos y alumnas y centros correspondientes un trato menos favorable, ni una desventaja, a la hora de suscribir conciertos con las Administraciones educativas o en cualquier otro aspecto”.
Este marco legislativo, en principio, debería ser suficiente para contener la tentación de la Administración de imponer a golpe de rodillo los postulados ideológicos de los grupos políticos que la sustentan. Pero, para que ello fuese eficaz, el fundamento básico sería la correcta traslación de la normativa nacional a los distintos ordenamientos autonómicos. Punto inicial éste que, a tenor de lo contemplado en la práctica diaria, no acaba de cimentarse.
Una situación legislativa ambigua
La LOMCE, ciertamente, no se ha implantado en todo el territorio nacional ni al mismo tiempo, ni con el mismo alcance. En el caso andaluz, la correspondiente ley de Educación que debía adaptar la LOMCE a la organización regional, no ha llegado nunca. En su lugar, vienen dictándose decretos e instrucciones puntuales que no sólo desvirtúan el propósito de la ley nacional, sino que crea un clima general de descoordinación e imprecisión que dificulta la planificación de los centros.
Esa improvisación continuada ha desembocado, en el presente curso 2015-2016, en la paradójica circunstancia de que se hayan comenzado a impartir ciertas asignaturas sin los correspondientes libros de texto, porque la vaguedad de las indicaciones recibidas no es suficiente, lógicamente, para extraer un currículum coherente.
El ámbito educativo vive así una permanente sensación de inestabilidad que, como se reconoce desde la inmensa mayoría de instancias, debe encauzarse dentro de la lógica, el sentido común y la utilidad, cuanto antes.
Una financiación insuficiente y desigual
Capítulo aparte sería la financiación de los centros concertados que, si bien presenta también aquí sensibles diferencias por Comunidades Autónomas, en muchos casos no llega a cubrir los gastos reales, además de presentar una notoria diferencia con la educación pública. De hecho, la media en España sitúa la inversión por alumno de la concertada en unos 3.000 euros, frente a los 5.700 euros de la pública. Supone, según los datos presentados en el 42 Congreso Nacional de Enseñanza Privada, una diferencia del 48,12 % en el cómputo nacional. Por comunidades, encabezan la diferencia entre pública y concertada la Comunidad de Madrid, la Comunidad Valenciana y Andalucía, con un 53,31 %, un 53,77 % y un 26,90 % de diferencia, respectivamente. Donde menos diferencia existe es en el País Vasco, con un 36,85 %; en Asturias, con un 37,04 %, y en La Rioja y Navarra, ambas situadas en torno al 40 %.
Así, en muchos casos, la viabilidad económica de estos centros se salva por la existencia de muchos docentes religiosos y religiosas, cuyos reducidos salarios repercuten íntegramente en las arcas del centro, y ayudan a equilibrar las cuentas a través de la reinversión.
La urgencia de un pacto educativo
Por todos estos aspectos, la enseñanza concertada pide, como el mejor camino para superar todos estos obstáculos y variables, alcanzar cuanto antes un necesario pacto educativo, que marque unas directrices concretas, y que sirva de paraguas ante la actitud de acoso que viven en muchos puntos de la geografía nacional. Es cierto que el discurso público de muchos partidos políticos, abiertamente excluyente, los descalifica para la apertura de una negociación posterior, si bien siempre permanece viva la esperanza de que, más allá de la pancarta, las autoridades públicas, llegado el momento, tengan la altura de miras, el sentido común y la voluntad suficiente para atajar una problemática cuya solución redundaría, sin ningún género de dudas, en beneficio de la elevación del sistema educativo español en su conjunto, y del trabajo colectivo en pro del bien común.