Teresa de Cepeda y Ahumada nace en Ávila en 1515, en una familia numerosa y piadosa. El contexto histórico de su infancia es épico: acaba de terminarse la Reconquista, hay guerra en Flandes, expediciones a América, literatura de caballería. Teresa se impregna de esta magnanimidad, y juega a ser ermitaña, mártir de los moros, o dama cortejada en grandes amoríos.
Huérfana de madre a los 13 años, le pide a la Virgen que la adopte, aunque siga siendo “enemiguísima de ser monja”. Pero el internado de las Agustinas en el que se educa irá debilitando poco a poco su mundanidad y haciendo aparecer una vocación religiosa, que cuaja en su entrada en La Encarnación en 1535.
Poco después enferma gravemente. Se recuperará, y esta debilidad quedará como un recuerdo constante de lo efímero del mundo y la necesidad absoluta de Dios. A pesar de ello, pasarán años de tibieza espiritual, dentro de un ambiente religioso tremendamente relajado.
La «conversión» de Teresa
En la Cuaresma de 1554, con 19 años de vida religiosa a las espaldas, Teresa descubre un Cristo llagado y recibe un fuerte don de lágrimas ante el amor de Dios, que cambia su vida.
Su relación con Dios se revoluciona: “Acaecíame venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios, que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí, o yo toda engolfada en él”. Recibe muchas visiones y experiencias místicas que impulsan su tensión hacia la santidad.
Además, nace el deseo de renovar la vida religiosa que percibe demasiado acomodada, una intuición que va madurando con los años y acaba en la fundación de nuevos Carmelos y la reforma de los Descalzos.
Entre muchas hostilidades, creará el primer Carmelo de San José en la misma Ávila en 1562. A la nueva Orden asociará a san Juan de la Cruz, y a muchos otros santos y maestros espirituales, como una verdadera madre.
Sus obras
Su vivencia es la fuente de toda su enseñanza espiritual, que no es poca. Su calidez humana y su ingenio obligan a cualquier que se interese por sus lecciones acercarse a sus notas espirituales, a sus poemas, a un epistolario abundantísimo que demuestra la red de amistades que fue capaz de tejer. Y, por supuesto, destaca un tríptico mayor de obras que marcan la historia de la espiritualidad cristiana y de la cultura hispana.
Cronológicamente, el primero es El libro de la vida, tal y como lo conocemos desde su primera edición en 1562, o El libro de las misericordias, como lo llamó la misma Teresa. Escrito a petición de su confesor, es un clásico por derecho propio, donde propone por primera vez su personal teología de la oración. La Santa es fascinante en este punto: su propia vida se hace teología del misterio de Dios y de la existencia cristiana, para provecho de todos. Aquí nos presenta la oración como una experiencia de amistad con Dios, como la vivencia cristiana central. Parafraseando al Vaticano II, podríamos decir que descubre la vocación universal de todos los cristianos a la oración.
Después viene Camino de perfección, en 1566, dedicado al primer grupo de monjas del nuevo Carmelo abulense. Estamos ante un manual propedéutico a la vida espiritual en todas sus dimensiones, desde la ascética a la mística. Numerosos elementos interesantes aparecen aquí: el valor espiritual de la fraternidad y las relaciones, de la humildad y de la pobreza, el progreso de la oración, y el alcance misionera de la oración de los creyentes.
Finalmente, la obra maestra de Teresa es Castillo interior, o Las moradas, como se suele conocer. Escrito en 1577, es una profundización magistral en el camino espiritual del creyente, a partir del símbolo del castillo y de una estructura de estancias progresivamente interiores, que conducen al salón del trono “en el hondón del alma” donde habita el Rey, el Esposo, Jesucristo.
A lo largo de estos salones espirituales, evoluciona la vida en el Espíritu: primero, pasando por fases más ascéticas hasta las fases místicas de quietud espiritual.
En las últimas Moradas, se perfila la santidad: el matrimonio espiritual, la unión mística con Dios en la entrega mutua. Bernini, en su Éxtasis romano, nos dejó una interpretación impagable de esta experiencia de pasión y docilidad a un Amor desconocido.
Volviendo de la fundación de Burgos, hace parada en Alba de Tormes. Enferma, literalmente agotada por una vida entregada, muere en 1582. “Al final, muero como hija de la Iglesia”, dice aliviada tras una misión muy contradicha, sobre todo por su propia familia. “Ya es hora, Esposo mío, que nos veamos”, avisa al cumplirse también para ella la perfección de la vida cristiana, que es el amor.
Profesor de Teología en la Universidad San Dámaso. Director del Centro Ecuménico de Madrid y Viceconsiliario del Movimiento de Cursillos de Cristiandad en España.