Cultura

«Todos somos verdaderamente responsables de todos»

Hace treinta y cinco años, el 30 de diciembre de 1987, se publicó la encíclica Sollicitudo rei socialis de Juan Pablo II, en el vigésimo aniversario de la Populorum Progressio de Pablo VI.

Antonino Piccione·30 de diciembre de 2022·Tiempo de lectura: 12 minutos
juan pablo II

Juan Pablo II rendía homenaje a la encíclica Populorum Progressio de su predecesor Pablo VI publicando -hace treinta y cinco años, el 30 de diciembre de 1987- la encíclica social Sollecitudo Rei Socialis.  Llegaba 20 años después de la publicación de la encíclica del Papa Montini dirigida a los hombres y a la sociedad en los años sesenta.

Sollicitudo Rei Socialis conserva toda la fuerza del llamamiento a la conciencia de Pablo VI y hace referencia al nuevo contexto histórico-social de los años ochenta, en un esfuerzo por indicar las líneas maestras del mundo actual, siempre con la mirada puesta en el motivo inspirador, el «desarrollo de los pueblos», aún lejos de alcanzarse. «Propongo prolongar su eco, vinculándolas con posibles aplicaciones al momento histórico actual, no menos dramático que el de hace veinte años», escribe Juan Pablo II.

El tiempo -como bien sabemos- fluye siempre al mismo ritmo; hoy, sin embargo, tenemos la impresión de que está sometido a un movimiento de aceleración continua, debido sobre todo a la multiplicación y complejidad de los fenómenos en medio de los cuales vivimos. En consecuencia, la configuración del mundo, en los últimos veinte años, si bien conserva algunas constantes fundamentales, ha experimentado cambios considerables y presenta aspectos totalmente nuevos».

Con Sollicitudo rei socialis (en adelante SRS), se ofrece un análisis del mundo actual teniendo en cuenta toda la verdad sobre el hombre: alma y cuerpo, ser comunitario y persona con valor en sí misma, criatura e hijo de Dios, pecador y redimido por Cristo, débil y fortalecido por la fuerza del Espíritu.

La encíclica hace hincapié en el fundamento ético del desarrollo, subrayando la necesidad del compromiso personal de todos en favor de sus hermanos y hermanas.

Este esfuerzo por el desarrollo de todo el hombre y de cada hombre, es el único camino para consolidar la paz y la relativa felicidad en este mundo. En opinión de Enrique Colom (en AA.VV., Juan Pablo teólogo. En el signo de las encíclicas, Mondadori, Milán 2003, pp. 128-141) «en cierto sentido, la enseñanza de la encíclica podría resumirse en una sola frase llena de consecuencias prácticas: «todos somos verdaderamente responsables de todos» (SRS 38)».

Como es bien sabido, las encíclicas del Papa, incluso las del Magisterio Social, no son documentos políticos o sociológicos, sino de naturaleza teológica.

Una de las ideas más enfatizadas en el SRS es, precisamente, que la pobreza, el desarrollo, la ecología, el desempleo, la solidaridad, etc. son problemas éticos antes que técnicos, y su solución real y duradera no se encuentra sólo en una mejora estructural, sino que debe basarse en un cambio ético, es decir, en la voluntad de cambiar, tal vez, hábitos mentales y vitales que, de ser auténticos, afectarán a las instituciones.

El hombre es una persona, no sólo homo faber u oeconomicus. Por eso, como enseñaba la Populorum Progressio, el verdadero desarrollo es el paso, para todos y cada uno, de condiciones menos humanas a condiciones más humanas: «Más humano: el ascenso desde la miseria hacia la posesión de lo necesario, la victoria sobre las lacras sociales, la expansión del saber, la adquisición de cultura. Más humano, también: la mayor consideración de la dignidad de los demás, el paso al espíritu de pobreza, la cooperación por el bien común, la voluntad de paz. Más humano aún: el reconocimiento por el hombre de los valores supremos y de Dios, que es su fuente y su fin. Más humano, en fin y sobre todo: la fe, don de Dios acogido por la buena voluntad del hombre, y la unidad en la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar como hijos en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres» (n. 21). Ya Pablo VI, como más tarde haría Juan Pablo II, sin descuidar los aspectos económico-sociales del desarrollo, muestra la mayor importancia de la esfera espiritual y trascendente.

Ciertamente, para alcanzar la plenitud la persona necesita «tener» cosas, pero éstas no bastan, también se necesita crecimiento interior: cultural, moral, espiritual. «El ‘tener’ objetos y bienes no perfecciona por sí mismo al sujeto humano, si no contribuye a la maduración y enriquecimiento de su ‘ser’, es decir, a la realización de la vocación humana como tal» (SRS 28).

Lo esencial, por tanto, es la plena realización de la persona, es decir, «ser» más, crecer en humanidad sin dejar de lado ninguna virtud humana, y hacerlo de manera armoniosa, según una auténtica jerarquía de valores, según toda la verdad sobre el hombre. Por tanto, el Papa no propone ni piensa en una antinomia entre «ser» y «tener», sino que advierte contra un «tener» que obstaculice el «ser», propio o ajeno, y enseña que, si hay incompatibilidad, es preferible «tener» menos que «ser» menos.

La característica más importante de la verdad sobre el hombre depende del hecho de que es criatura de Dios, elevado a ser hijo suyo: de esta condición reciben los hombres su consistencia, su verdad, su bondad, su orden propio y su ley conveniente. Por tanto, cumplir los designios divinos es el único compromiso verdaderamente «absoluto» de la persona, que la orienta hacia su plenitud integral; los demás compromisos no se anulan, sino que deben subordinarse a él.

En efecto, el desarrollo humano -recuerda la SRS- «sólo es posible porque Dios Padre decidió desde el principio hacer al hombre partícipe de su gloria en Jesucristo resucitado (…), y en Él quiso superar el pecado y ponerlo al servicio de nuestro mayor bien, que supera infinitamente lo que el progreso pueda alcanzar» (SRS 31). A la inversa, el hombre puede construir la sociedad y ‘organizar la tierra sin Dios, pero sin Dios sólo puede, en última instancia, organizarla contra el hombre. El humanismo excluyente es un humanismo inhumano» (Populorum Progressio, 42).

Incluso en el ámbito social y económico se cumplen las palabras de Jesús: «¡Hay más alegría en dar que en recibir!». (Hechos 20:35). Además, no hay que olvidar que Dios es el Señor de todo el universo, de cada minuto, del más pequeño acontecimiento; por eso, como enseña Juan Pablo II, la plena realización del desarrollo será principalmente fruto de la «fidelidad a nuestra vocación de hombres y mujeres creyentes». Porque depende, ante todo, de Dios» (SRS 47).

Por desgracia, las doctrinas utilitaristas miden el progreso exclusivamente en términos inmanentes y terrenales. Sin embargo, las flagrantes contradicciones observadas en nuestro mundo ponen más de relieve «la contradicción intrínseca de un desarrollo limitado únicamente al aspecto económico». Subordina fácilmente la persona humana y sus necesidades más profundas a las exigencias de la planificación económica o del beneficio exclusivo (…). Cuando los individuos y las comunidades no ven estrictamente respetadas las necesidades morales, culturales y espirituales, basadas en la dignidad de la persona y en la identidad propia de cada comunidad, empezando por la familia y las sociedades religiosas, todo lo demás -disponibilidad de bienes, abundancia de recursos técnicos aplicados a la vida cotidiana, un cierto nivel de bienestar material- será insatisfactorio y, a la larga, despreciable» (SRS 33).

Allí, el desarrollo humano y el progreso económico van de la mano, como recordaba Juan Pablo II: «Los orígenes morales de la prosperidad son bien conocidos a lo largo de la historia. Se encuentran en una constelación de virtudes: laboriosidad, competencia, orden, honradez, iniciativa, sobriedad, ahorro, espíritu de servicio, fidelidad a las promesas, audacia: en resumen, el amor por el trabajo bien hecho. Ningún sistema o estructura social puede resolver, como por arte de magia, el problema de la pobreza sin estas virtudes; a la larga, tanto los programas como el funcionamiento de las instituciones reflejan estos hábitos del ser humano, que se adquieren esencialmente en el proceso educativo, dando lugar a una auténtica cultura del trabajo». Lo que se requiere para que el desarrollo trascendente y terrenal de los seres humanos vivan en armonía es que cada persona realice sus actividades, incluidas las socioeconómicas, de tal modo que alcancen su plenitud de sentido humano, de acuerdo con el destino trascendente último del hombre; y que las demás personas y la sociedad tengan conciencia del valor y las necesidades propias de cada ser humano, y actúen en consecuencia.

Una piedra angular de estas necesidades humanas es la necesidad de compartir la producción y el disfrute de los bienes humanos, a todos los niveles; más aún hoy, cuando la interdependencia ha aumentado. Esto se consigue precisamente a través del principio y la virtud de la solidaridad: uno de los temas más frecuentes en las enseñanzas de Juan Pablo II.

El Papa insiste tanto en ella, por una parte, por su íntima relación con la caridad -el amor a Dios y al prójimo-, cumbre de la vida cristiana; por otra, porque en las condiciones actuales de desarrollo tecnológico, las desigualdades socioeconómicas son producto del egoísmo, de no ver en el otro al hermano, hijo del Padre eterno, persona humana con la misma dignidad; es decir, son producto de un comportamiento insolidario. Son dos razones mutuamente relacionadas: la primera es puramente religiosa, la segunda es social, pero con un fundamento trascendente. 

San Juan nos recuerda que «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16), un amor que es constante donación mutua dentro de la Trinidad. Y puesto que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26), hay que decir también del hombre que su verdad más íntima se encuentra en el amor, en la entrega.

Esto está en perfecta armonía con el «mandamiento nuevo» de Jesucristo en el que están contenidos toda la ley y los profetas: la caridad es la ley fundamental de la perfección humana y, por tanto, también de la transformación del mundo. Pero, teniendo en cuenta los malentendidos sobre la noción de amor, hay que subrayar que el verdadero amor implica gratuidad (Jn 3,16; 15,13) y servicio (1 Pe 2,16; Ga 5,13), y no tanto la búsqueda del propio bien (Mt 16,25); y abarca todas las dimensiones de la persona: ninguna característica humana se encuentra fuera de la caridad y del amor.

La dimensión fraterna es tan esencial a la vida del cristiano (y de cualquier hombre) que no se puede imaginar una orientación hacia Dios que olvide los lazos que unen a cada persona con sus hermanos. A la luz de estas verdades, se deduce que la vida cristiana no puede realizarse como si las personas estuvieran desconectadas.

Por el contrario, el compromiso de la persona con el progreso material y espiritual de toda la sociedad es parte integrante de la vocación con la que Dios llama a cada persona: la identificación con el amado propia del amor lleva a tenerlo presente en todas las acciones, que se realizan como donación gratuita al amado.

Esto significa que el amor de Dios exige un compromiso social, y que este compromiso encuentra su firme fundamento en una auténtica vida de amor: sólo un amor que esté en armonía con toda la verdad sobre el hombre es capaz de configurar una vida social digna de la persona.

Esta realidad se confirma, negativamente, con el nacimiento y crecimiento de la «cuestión social», precisamente en un momento en que el pensamiento ideológico señalaba la oposición, la lucha e incluso el odio como motor de la historia.

«El mundo está enfermo», dijo Pablo VI (Populorum progressio, 66), y parece que desde entonces la enfermedad se ha agravado: Basta pensar en los campos de refugiados, los exiliados, los puntos calientes (guerra, guerrilla y terrorismo), las discriminaciones raciales y religiosas, la falta de libertades políticas y sindicales, los fenómenos escapistas como la droga y el alcoholismo, las zonas donde la explotación y la corrupción están institucionalizadas, a lugares de trabajo donde se tiene la impresión de ser utilizado como un medio y a lugares donde la humillación se ha convertido en un modo de vida, a zonas de hambre, sequía y enfermedades endémicas, a campañas antinatalistas a menudo racistas, a la difusión del aborto y la eutanasia, etc. El panorama del mundo actual, incluido el económico, en lugar de preocuparse por un verdadero desarrollo que conduzca a todos hacia una vida «más humana» -como pedía la encíclica Populorum progressio-, parece destinado a llevarnos más rápidamente hacia la muerte» (SRS 24).

Nos encontramos, pues, ante una paradoja: los hombres conocen -en gran medida- los criterios del verdadero desarrollo, desean -en gran medida- realizar el bien y evitar el mal, poseen -en cantidad suficiente- los medios técnicos para hacerlo; sin embargo, el mundo sigue enfermo, quizá más enfermo que antes. La paradoja exige, pues, una explicación -mucho más profunda que el análisis socioeconómico- que llegue al origen último de los males del mundo; exige un análisis que aborde el núcleo más íntimo del comportamiento humano: el análisis ético, que llega al origen mismo de las estructuras injustas, es decir, que llega a la raíz de las acciones inmorales del hombre, a lo que el cristianismo llama pecado.

Y las acciones inmorales de una persona no son otra cosa que el pecado, con sus consecuencias institucionalizadas -las «estructuras de pecado»- que, al condicionar la conducta de los hombres, se convierten en fuente de otros pecados: «La verdadera naturaleza del mal al que nos enfrentamos en la cuestión del «desarrollo de los pueblos»: es un mal moral, fruto de muchos pecados, que conduce a «estructuras de pecado»» (SRS 37). Ciertamente, «pecado» y «estructuras de pecado» son categorías que no suelen aplicarse a la situación del mundo contemporáneo. No es fácil llegar a una comprensión profunda de la realidad tal como se presenta ante nuestros ojos sin nombrar la raíz de los males que nos afligen» (SRS 36). Y «estas actitudes y ‘estructuras de pecado’ sólo pueden superarse -suponiendo la ayuda de la gracia divina- con una actitud diametralmente opuesta: el compromiso por el bien del prójimo con la disposición, en sentido evangélico, a ‘perderse’ en favor del otro en lugar de explotarlo, y a ‘servirlo’ en lugar de oprimirlo en beneficio propio (cf. Mt 10,40-42; 20,25; Mc 10,42-45; Lc 22,25-27)» (SRS 38).

Quien no quisiera reconocer -y remediar- esta fuente moral de los males sociales, ni siquiera querría seriamente curarse del mal; es necesario, por tanto, examinar los propios pecados, especialmente -cuando se habla de males socioeconómicos- los que afectan más directamente a la vida social: orgullo, odio, ira, avaricia, envidia, etc., sin refugiarse en una colectividad anónima; y reconocer también las consecuencias deletéreas de estos pecados en la vida personal, familiar, social y política. «Diagnosticar así el mal es identificar con precisión, En el plano de la conducta humana, el camino que hay que seguir para superarlo» (SRS 37). 

Identificar la raíz del mal anima a buscar las soluciones y los medios más adecuados para erradicarlo. Ellos, como el obstáculo, serán principalmente de naturaleza moral, a nivel personal (pecado) y a nivel institucional (estructuras de pecado): «Cuando se disponga de los medios científicos y técnicos que, junto con las decisiones políticas necesarias y concretas, deben contribuir finalmente a encaminar a los pueblos hacia el verdadero desarrollo, los mayores obstáculos sólo podrán superarse en virtud de determinaciones esencialmente morales, que, para los creyentes, especialmente los cristianos, se inspirarán en los principios de la fe con la ayuda de la gracia divina» (SRS 35).

No podemos engañarnos: no iremos más lejos en la justicia y la caridad sociales que en la justicia y la caridad personales. La actitud moral de una comunidad depende de la conversión personal de los corazones, del compromiso con la oración, de la gracia de los sacramentos y del esfuerzo en las virtudes de sus miembros. Sin embargo, la prioridad de la conversión personal no elimina, sino todo lo contrario, la necesidad de un cambio estructural.

En este sentido, el Papa recuerda tanto una voluntad política eficaz como una decisión esencialmente moral (cf. SRS 35; 38): la primera por sí sola podría -fortuitamente- producir algún cambio, pero la experiencia atestigua su futilidad y que, a menudo, las injusticias causadas son mayores que las corregidas; la segunda sin la primera quedaría estéril por su inautenticidad: la verdadera conversión interior no es la que no conduce a mejoras sociales.

La noción de solidaridad se hace eco entonces del sentido etimológico -participar en solidum-, que designa el conjunto de lazos que unen a los hombres entre sí y los impulsan a la ayuda mutua.
Desde el punto de vista ético, se cuestiona una forma de actuar virtuosa y estable, conforme a una conducta solidaria, entendida como compromiso concreto al servicio de los hermanos: «Se trata, en primer lugar, de la interdependencia, sentida como sistema de relaciones determinante en el mundo contemporáneo, en sus componentes económico, cultural, político y religioso, y asumida como categoría moral. Cuando se reconoce así la interdependencia, la respuesta correlativa, como actitud moral y social, como «virtud», es la solidaridad» (SRS 38).

De este modo, la solidaridad debe considerarse el fin y el criterio de la organización social, y uno de los principios fundamentales de la doctrina social cristiana. Pero no como un buen deseo moralizante, sino como una fuerte exigencia de la naturaleza humana: las personas son un ser para los demás y sólo pueden desarrollarse en una apertura oblativa a los demás.

Esto también lo sublima el mensaje evangélico, como enseña la SRS: «La conciencia de la paternidad común de Dios, de la fraternidad de todos los hombres en Cristo, «hijos en el Hijo», de la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo, dará a nuestra visión del mundo un nuevo criterio para interpretarlo. Más allá de los vínculos humanos y naturales, ya de por sí tan fuertes y estrechos, se contempla un nuevo modelo de unidad del género humano a la luz de la fe, que en última instancia debe inspirar la solidaridad. Este modelo supremo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, uno en tres Personas, es lo que los cristianos designamos con la palabra ‘comunión'» (SRS 40).

Una comunión tan fuerte que nos hace a todos verdaderamente responsables de todos, pues lo que hacemos a los demás nos lo hacemos a nosotros mismos, más aún, a Jesucristo (Mt 25,40.45).

La solidaridad no debe confundirse con «un sentimiento de vaga compasión o de simpatía superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas». Por el contrario, es la determinación firme y perseverante de comprometerse por el bien común: es decir, por el bien de todos y cada uno» (SRS 38).

Todo este esfuerzo por la solidaridad social adquiere su valor y su fuerza en una actitud de solidaridad personal; así la encíclica: «El ejercicio de la solidaridad dentro de cualquier sociedad es válido cuando sus miembros se reconocen mutuamente como personas» (SRS 39). Esto implica superar las tendencias al anonimato en las relaciones humanas; convertir la «soledad» en «solidaridad», la «desconfianza» en «colaboración»; promover la comprensión, la confianza mutua, la ayuda fraternal, la amistad y la voluntad de «perderse» por el bien del otro. En efecto, «a la luz de la fe, la solidaridad tiende a superarse a sí misma, a asumir las dimensiones específicamente cristianas de la gratuidad total, del perdón y de la reconciliación. 

Si esta actitud parece «ideal» y poco «realista», no hay que olvidar que este «ideal» será el único que permita construir una nueva sociedad y un mundo mejor, que permita un auténtico desarrollo de las personas y de las comunidades, que permita alcanzar una paz verdadera y duradera. 

Sollicitudo rei socialis propone a todos los hombres, especialmente a los cristianos, que se responsabilicen del desarrollo integral de todos los demás hombres. Es un ideal arduo, requiere un esfuerzo constante, pero se ve confortado por la gracia del Señor.

La Iglesia anuncia la realidad de este desarrollo, ya actuante en el mundo, pero todavía no consumado; y afirma también, a partir de la promesa divina -dirigida a garantizar que la historia presente no permanezca cerrada sobre sí misma, sino abierta al Reino de Dios-, la posibilidad de superar los obstáculos que se oponen al crecimiento integral de las personas; por eso confía en el logro de una verdadera -aunque parcial en esta tierra- liberación (cf. SRS 26; 47).

Por otra parte, «la Iglesia también tiene confianza en el hombre, aun conociendo la maldad de la que es capaz, porque sabe bien que -a pesar del pecado heredado y del que cada uno puede cometer- hay cualidades y energías suficientes en la persona humana, hay una «bondad» fundamental (cf. Gen 1, 31), porque es imagen del Creador, puesta bajo el influjo redentor de Cristo, «que se ha unido en cierto modo a todo hombre» (cf. Gaudium et spes, 22; Redemptor hominis, 8), y porque la acción eficaz del Espíritu Santo «llena la tierra» (Sab 1, 7)» (SRS 47).

El autorAntonino Piccione

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