De niño fui monaguillo en la escuela. Con apenas nueve o diez años, aprendí que no hay mayor honor que acompañar al sacerdote con la bandeja de comunión. Una vez nos contaron la historia de san Tarsicio: un chico romano de mi edad, también monaguillo, que había dado su vida por proteger la Eucaristía. Igual que él, yo debía ayudar a los ángeles a recoger hasta la última partícula del cuerpo de Cristo. ¡Que ni una sola se perdiera!
Cuando años después me fui a vivir a Roma, me hizo mucha ilusión saber que por fin podría visitar los restos mortales del santo de mi infancia. Gracias a Wikipedia supe que había sido enterrado en las Catacumbas de San Calixto, lugar que visité en cuanto tuve la ocasión. Allí pude leer la lápida que recuerda su historia: “Lector que lees estas líneas: te conviene recordar que el mérito de Tarsicio es muy parecido al del diácono san Esteban, a los dos quiere honrar este epitafio. San Esteban fue muerto bajo una tempestad de pedradas por los enemigos de Cristo, a los cuales exhortaba a volverse mejores. Tarsicio, mientras lleva el sacramento de Cristo fue sorprendido por unos impíos que trataron de arrebatarle su tesoro para profanarlo. Prefirió morir y ser martirizado, antes que entregar a los perros rabiosos la Eucaristía que contiene la Carne Divina de Cristo”.
Una tumba vacía
La inscripción era hermosa, sin duda, pero, para gran desilusión mía, la tumba estaba vacía. Tras una rápida búsqueda en internet me enteré de que en el siglo VIII el santo había sido transportado a San Silvestro in Capite, donde, teóricamente, reposaba desde entonces. Me sorprendí, pues ya había visitado aquella iglesia anteriormente. En cualquier caso, regresé con la esperanza de haberme olvidado de visitar alguna de las capillas laterales, donde seguramente se encontraría. Cuál fue mi decepción al rondar el templo durante quince minutos sin encontrar un solo cartelito que indicara su presencia. El párroco, un amable sacerdote inglés, me confirmó lo peor: hacía unos años, después de una reforma, lo habían sacado de su sitio y nadie sabía a dónde había ido a parar. ¡Mi gozo en un pozo!
Recientemente compartí mis infructíferas pesquisas con un amigo. Para mi sorpresa, nunca había oído hablar de san Tarsicio. Solo el hecho de escuchar un nombre tan pintoresco le hizo esbozar una sonrisa. Y es que no es fácil que te suene un santo cuya fiesta se celebra el 15 de agosto, día de la Asunción, y cuyos restos mortales, salvo por alguna que otra reliquia, parecen haber desaparecido del mapa. Tampoco creo que al bueno de Tarsicio le importe demasiado no ser famoso, pues ya estará gozando en el cielo del misterio que adoró en la tierra.
Una novela sobre san Tarsicio
Sin embargo, aunque a él no le importe, yo no puedo decir lo mismo. Y es por esto por lo que me hizo mucha ilusión toparme hace poco con una novelita recién publicada que cuenta su vida, titulada Tarsicio y los leones. Se trata de una de esas historias anunciadas para niños, pero que en realidad están pensadas para ser disfrutadas por los más grandes. En ella, el autor nos presenta a Tarsicio como un chico normal, divertido y piadoso, que se lo pasa bien con sus amigos y al que le cuesta perdonar a los compañeros paganos que se burlan de su religión.
Un cristiano que vive su fe sin complejos en medio de un ambiente adverso, donde recibir la Eucaristía supone asumir un riesgo. En definitiva, aquello a lo que mis compañeros y yo aspirábamos cuando teníamos nueve o diez años, y nuestras bandejas temblorosas seguían la mano del sacerdote durante la comunión.
Puede que en Roma no haya encontrado la tumba del santo de mi infancia, pero me alegra saber que, gracias a novelas como esta, muchos niños seguirán aprendiendo que no hay mayor honor en este mundo que acompañar al Señor en la Eucaristía.