Cultura

San Jerónimo, amor por la Palabra de Dios

San Jerónimo fue un padre de la Iglesia nacido en Dalmacia (actualmente en la zona de Croacia y Eslovenia) alrededor del año 347 y fallecido en Belén en el 420. Su traducción de la Biblia al latín se conoce como “la Vulgata” y su festividad se celebra el 30 de septiembre.

Loreto Rios·30 de septiembre de 2023·Tiempo de lectura: 9 minutos

San Jerónimo, de Caravaggio ©CC

San Jerónimo nació en Estridón (Dalmacia) en una familia cristiana, y recibió una sólida formación en Roma. Se convirtió y bautizó en torno al año 366. Vivió un tiempo en una comunidad ascética en Aquileia. Su vida ascética es otro legado del santo, como comenta el Papa Benedicto XVI: “Nos ha dejado una enseñanza rica y variada sobre el ascetismo cristiano. Recuerda que un compromiso valiente por la perfección requiere vigilancia constante, frecuentes mortificaciones, aunque con moderación y prudencia, trabajo intelectual o manual asiduo para evitar el ocio y sobre todo obediencia a Dios”.

Posteriormente, san Jerónimo dejó la comunidad de Aquileia y estuvo en diferentes lugares: Trier, su Estridón natal, Antioquía o el desierto de Calcis (al sur de Alepo). Además de latín, sabía griego y hebreo, y transcribió códices y escritos patrísticos.

Fue ordenado sacerdote en el año 379 y partió a Constantinopla. Allí, continuó sus estudios de griego con san Gregorio Nacianceno. También conoció a san Ambrosio y mantuvo correspondencia con san Agustín.

Consejero del Papa

Posteriormente, en el año 382, se trasladó a Roma y fue secretario y consejero del Papa san Dámaso. Este le pidió que hiciese una nueva traducción de la Biblia al latín. Además, en Roma fue guía espiritual de varios miembros de la aristocracia romana, principalmente mujeres, como Paula, Marcela, Asela o Lea. Con él, estas nobles profundizaron en la lectura de la Biblia en un “cenáculo fundado en la lectura y el estudio riguroso de la Escritura”, según indica el Papa Francisco en una carta apostólica sobre san Jerónimo publicada en 2020 por el XVI centenario de su muerte.

En el año 385, después de que el Papa falleciese, san Jerónimo partió a Tierra Santa, acompañado por algunos de sus seguidores. Después de pasar por Egipto, fue a Belén, donde, gracias a la aristócrata Paula, formó dos monasterios, uno masculino y otro femenino, y un lugar de hospedaje para los que peregrinaban a Tierra Santa, “pensando en que María y José no habían encontrado un lugar donde alojarse”.

En Belén

En las cuevas de Belén, junto a la Gruta de la Natividad, hizo la Vulgata, una traducción al latín de toda la Biblia. Además, san Jerónimo “comentó la palabra de Dios; defendió la fe, oponiéndose con vigor a varias herejías; exhortó a los monjes a la perfección; enseñó cultura clásica y cristiana a jóvenes alumnos; acogió con espíritu pastoral a los peregrinos que visitaban Tierra Santa”, comentó el Papa Benedicto XVI en dos audiencias de 2007 (el 7 y el 14 de noviembre) dedicadas a san Jerónimo. En estas mismas grutas murió el santo el 30 de septiembre del año 420. Fue proclamado doctor de la Iglesia en 1567 por Pío V.

Tumba de san Jerónimo junto a la Gruta de la Natividad en Belén. Sus restos fueron trasladados posteriormente a Roma para evitar su profanación.

El Papa Benedicto XVI indicó que san Jerónimo “puso la Biblia en el centro de su vida: la tradujo al latín, la comentó en sus obras, y sobre todo se esforzó por vivirla concretamente en su larga existencia terrena, a pesar del conocido carácter difícil y fogoso que le dio la naturaleza”.

Cómo nació su amor por la Escritura

El Papa Francisco indica en la carta apostólica «Scripturae Sacrae Affectus» que, curiosamente, el amor que san Jerónimo tenía por la Escritura no nació desde el comienzo. Señala el Papa que san Jerónimo “había amado desde joven la belleza límpida de los textos clásicos latinos y, en comparación, los escritos de la Biblia le parecían, inicialmente, toscos e imprecisos, demasiado ásperos para su refinado gusto literario”. Sin embargo, tuvo un sueño en que el Señor se le presentaba como juez: “Interrogado acerca de mi condición, respondí que era cristiano. Pero el que estaba sentado me dijo: ‘Mientes; tú eres ciceroniano, tú no eres cristiano’”. Fue a raíz de este sueño cuando san Jerónimo se dio cuenta de que amaba más los textos clásicos que la Biblia, y ahí comenzó su amor por la Palabra de Dios.

Comenta también el Papa: “En los últimos tiempos los exegetas han descubierto el genio narrativo y poético de la Biblia, exaltado precisamente por su calidad expresiva. Jerónimo, en cambio, lo que enfatizaba de las Escrituras era más bien el carácter humilde con el que Dios se reveló, expresándose en la naturaleza áspera y casi primitiva de la lengua hebrea, comparada con el refinamiento del latín ciceroniano. Por tanto, no se dedicaba a la Sagrada Escritura por un gusto estético, sino —como es bien conocido— solo porque lo llevaba a conocer a Cristo, porque ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”.

Proceso de traducción de la Biblia

El Papa comentó también el proceso que siguió san Jerónimo para la traducción de la Biblia: “Es interesante comprobar los criterios a los que se atuvo el gran biblista en su obra de traductor. Los revela él mismo cuando afirma que respeta incluso el orden de las palabras de las sagradas Escrituras, pues en ellas, dice, ‘incluso el orden de las palabras es un misterio’, es decir, una revelación.

Además, reafirma la necesidad de recurrir a los textos originales: ‘Si surgiera una discusión entre los latinos sobre el Nuevo Testamento a causa de las lecturas discordantes de los manuscritos, debemos recurrir al original, es decir, al texto griego, en el que se escribió el Nuevo Testamento. Lo mismo sucede con el Antiguo Testamento, si hay divergencia entre los textos griegos y latinos, debemos recurrir al texto original, el hebreo; de este modo, todo lo que surge del manantial lo podemos encontrar en los riachuelos’”.

La Vulgata

La Vulgata se llamaba así porque fue rápidamente acogida por el «vulgo», el pueblo. El Papa Francisco explica su origen de este modo: “El ‘fruto más dulce de la ardua siembra’ del estudio del griego y el hebreo, realizado por Jerónimo, es la traducción del Antiguo Testamento del hebreo original al latín. Hasta ese momento, los cristianos del imperio romano solo podían leer la Biblia en griego en su totalidad. Mientras que los libros del Nuevo Testamento se habían escrito en griego, para los del Antiguo existía una traducción completa, la llamada Septuaginta (es decir, la versión de los Setenta) realizada por la comunidad judía de Alejandría alrededor del siglo II a. C.

Para los lectores de lengua latina, sin embargo, no había una versión completa de la Biblia en su propio idioma, sino solo algunas traducciones, parciales e incompletas, que procedían del griego. Jerónimo, y después de él sus seguidores, tuvieron el mérito de haber emprendido una revisión y una nueva traducción de toda la Escritura. Con el estímulo del papa Dámaso, Jerónimo comenzó en Roma la revisión de los Evangelios y los Salmos, y luego, en su retiro en Belén, empezó la traducción de todos los libros veterotestamentarios, directamente del hebreo; una obra que duró años.

Para completar este trabajo de traducción, Jerónimo hizo un buen uso de sus conocimientos de griego y hebreo, así como de su sólida formación latina, y utilizó las herramientas filológicas que tenía a su disposición, en particular las Hexaplas de Orígenes. El texto final combinó la continuidad en las fórmulas, ahora de uso común, con una mayor adherencia al estilo hebreo, sin sacrificar la elegancia de la lengua latina. El resultado es un verdadero monumento que ha marcado la historia cultural de Occidente, dando forma al lenguaje teológico. Superados algunos rechazos iniciales, la traducción de Jerónimo se convirtió inmediatamente en patrimonio común tanto de los eruditos como del pueblo cristiano, de ahí el nombre de Vulgata. La Europa medieval aprendió a leer, orar y razonar en las páginas de la Biblia traducidas por Jerónimo”.

Posibilidad de nuevas traducciones

“El Concilio de Trento estableció el carácter ‘auténtico’ de la Vulgata en el decreto ‘Insuper’», continúa el Papa, “sin embargo, no pretendía minimizar la importancia de las lenguas originales, como no dejaba de recordar Jerónimo, ni mucho menos prohibir nuevos trabajos de traducción integral en el futuro. San Pablo VI, asumiendo el mandato de los Padres del Concilio Vaticano II, quiso que la revisión de la traducción de la Vulgata se completara y se pusiera a disposición de toda la Iglesia. Así es como san Juan Pablo II, en la Constitución apostólica Scripturarum thesaurus, promulgó en 1979 la edición típica llamada Neovulgata.

Leer a la luz de la Iglesia

En la audiencia del 14 de noviembre de 2007, el Papa Benedicto XVI continuó su reflexión sobre san Jerónimo resaltando la importancia de leer las Escrituras a la luz de la Iglesia, y no en solitario: “Para san Jerónimo, un criterio metodológico fundamental en la interpretación de las Escrituras era la sintonía con el magisterio de la Iglesia. Nunca podemos leer nosotros solos la Escritura. Encontramos demasiadas puertas cerradas y caemos fácilmente en el error. La Biblia fue escrita por el pueblo de Dios y para el pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo.

Solo en esta comunión con el pueblo de Dios podemos entrar realmente con el ‘nosotros’ en el núcleo de la verdad que Dios mismo nos quiere comunicar. Para él una auténtica interpretación de la Biblia tenía que estar siempre en armonía con la fe de la Iglesia católica (…) En particular, dado que Jesucristo fundó su Iglesia sobre Pedro, todo cristiano —concluía— debe estar en comunión ‘con la Cátedra de san Pedro. Yo sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia’. Por tanto, abiertamente declaraba: ‘Yo estoy con quien esté unido a la Cátedra de san Pedro’”.

También indica en este sentido el Papa Francisco que para san Jerónimo era muy importante consultar a la comunidad: “El trabajo valioso que se encuentra en sus obras es fruto del diálogo y la colaboración, desde la copia y el análisis de los manuscritos hasta su reflexión y discusión: para estudiar ‘los libros divinos yo nunca he confiado en mis propias fuerzas ni he tenido como maestra mi propia opinión, sino que he solido preguntar incluso sobre aquellas cosas que yo creía saber, ¡cuánto más sobre aquellas de las que yo estaba dudoso!’. Por eso, consciente de sus propios límites, pedía auxilio continuamente en la oración de intercesión, para que la traducción de los textos sagrados estuviera hecha ‘con el mismo espíritu con que fueron escritos los libros’”.

Estudio y caridad

Su amor por la escritura no le hacía descuidar la caridad. Benedicto XVI cita unas palabras del santo a este respecto: “El verdadero templo de Cristo es el alma del fiel: adorna este santuario, embellécelo, deposita en él tus ofrendas y recibe a Cristo. ¿Qué sentido tiene decorar las paredes con piedras preciosas, si Cristo muere de hambre en la persona de un pobre?”.

Del mismo modo, san Jerónimo decía que es necesario “vestir a Cristo en los pobres, visitarlo en los que sufren, darle de comer en los hambrientos, acogerlo en los que no tienen una casa”.

La educación femenina

El santo fue también un gran impulsor de las peregrinaciones, en especial a Tierra Santa, y de la educación femenina, según señala Benedicto XVI: “Un aspecto bastante descuidado en los tiempos antiguos, pero que san Jerónimo considera vital, es la promoción de la mujer, a la que reconoce el derecho a una formación completa: humana, académica, religiosa y profesional”.

Nombres de las discípulas de san Jerónimo escritos en las grutas de Belén.

A este respecto, comenta el Papa Francisco en su carta apostólica que a dos de estas discípulas, Paula y Eustoquio, las adentró “en ‘las discrepancias de los traductores’ y, algo inaudito para ese tiempo”, les permitió “que pudieran leer y cantar los Salmos en la lengua original”.

La traducción como obra de caridad

El Papa Francisco también comenta que el trabajo de traducción es una forma de inculturación, y, por tanto, de caridad: “El trabajo de traducción de Jerónimo nos enseña que los valores y las formas positivas de cada cultura representan un enriquecimiento para toda la Iglesia. Los diferentes modos en que la Palabra de Dios se anuncia, se comprende y se vive con cada nueva traducción enriquecen la Escritura misma, puesto que —según la conocida expresión de Gregorio Magno— crece con el lector, recibiendo a lo largo de los siglos nuevos acentos y nueva sonoridad.

La inserción de la Biblia y del Evangelio en las diferentes culturas hace que la Iglesia se manifieste cada vez más como ‘sponsa ornata monilibus suis’. Y atestigua, al mismo tiempo, que la Biblia necesita ser traducida constantemente a las categorías lingüísticas y mentales de cada cultura y de cada generación, incluso en la secularizada cultura global de nuestro tiempo”.

A este respecto, añade: “Ha sido recordado, con razón, que es posible establecer una analogía entre la traducción, como acto de hospitalidad lingüística, y otras formas de hospitalidad. Por eso, la traducción no es un trabajo que concierne únicamente al lenguaje, sino que corresponde, de hecho, a una decisión ética más amplia, que está relacionada con toda la visión de la vida. Sin traducción, las diferentes comunidades lingüísticas no podrían comunicarse entre sí; nosotros cerraríamos las puertas de la historia y negaríamos la posibilidad de construir una cultura del encuentro.

En efecto, sin traducción no hay hospitalidad y se fortalecen las acciones de hostilidad. El traductor es un constructor de puentes. ¡Cuántos juicios temerarios, cuántas condenas y conflictos surgen del hecho de ignorar el idioma de los demás y de no esforzarnos, con tenaz esperanza, en esta prueba infinita de amor que es la traducción! (…) Muchos son los misioneros a quienes debemos la preciosa labor de publicar gramáticas, diccionarios y otras herramientas lingüísticas que ofrecen las bases de la comunicación humana y son un vehículo del ‘sueño misionero de llegar a todos’”.

La Palabra de Dios trasciende los tiempos

Se puede resumir el legado de san Jerónimo con este bello comentario del Papa Benedicto XVI en una de sus audiencias sobre el santo: “No debemos olvidar nunca que la palabra de Dios trasciende los tiempos. Las opiniones humanas vienen y van. Lo que hoy es modernísimo, mañana será viejísimo. La palabra de Dios, por el contrario, es palabra de vida eterna, lleva en sí la eternidad, lo que vale para siempre. Por tanto, al llevar en nosotros la palabra de Dios, llevamos la vida eterna”.

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