Cultura

Sacerdotes “de novela”, un paseo literario

La figura del sacerdote en la historia de la literatura encierra un gran interés, porque nos permite acercarnos con realismo a la cosmovisión que la sociedad de hoy tiene acerca de la persona del sacerdote.

Juan Carlos Mateos González·7 de julio de 2024·Tiempo de lectura: 9 minutos
Quevedo

Estatua de Francisco de Quevedo (Wikimedia / Raimundo Pastor)

Tal y como aparece en muchas obras literarias, el sacerdote es calificado, despectivamente, como “clerical”, vertiendo sobre su persona y su misión un juicio claramente negativo. En la historia de la literatura la figura del sacerdote siempre ha estado muy presente, pero en la novela actual ha adquirido un tono crítico generalizado: se suelen ridiculizar comportamientos y actitudes de clérigos, y se percibe un cierto deseo, un tanto implícito, de difundir un gran “desprestigio social” sobre la figura del sacerdote. La herencia cristiana y clerical, especialmente si nos referimos a la literatura contemporánea, es considerada como un fardo pesado del que debe liberarse la sociedad cuanto antes, para adquirir su autonomía, su madurez y su emancipación.

Los clásicos

En el Siglo de Oro español, Cervantes nos presenta al clérigo del pueblo en que nació su caballero de la triste figura. Es un clérigo lector, aunque escasamente ilustrado. Un clérigo que tenía miedo a la literatura. Decide que los libros de caballería que habían vuelto loco a su buen vecino don Quijano sean echados a la hoguera. Cervantes no juzga, pues no quería “hacer sangre” con el estamento clerical. Cervantes cuenta cosas que le pasaron a él, porque bien sabe que a esos clérigos no les pasa sino lo que decía santa Teresa: que “no sabían más ni daban para más”.

Quevedo, en su inmortal “Historia del Buscón llamado Pablos”, presenta un clérigo sucio “como rata de albañal, de sotana raída, casi verde de descolorida y llena de mugre”. Y es que Quevedo, que conocía bien el estamento clerical, porque era asiduo visitador de conventos y capillas, llevaba mal la avaricia de muchos de los sacerdotes con los que trató. Y a este aspecto, hay que sumar las desavenencias personales con “sacerdotes-poetas” coetáneos suyos: Góngora y Lope de Vega. Aquellos eran tiempos en que muchos escritores eran sacerdotes y/o religiosos: Fray Luis de León, Tirso de Molina, Calderón de la Barca, san Juan de la Cruz… Solían estar muy bien formados, eran muy cultos, y por el trato y el estudio, estaban muy cerca de quienes ejercían de clérigos.

Las primeras novelas

Hubo que esperar algunos siglos para que apareciera en la novela un sacerdote como protagonista. Llegó en 1758 con la “Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas”, del jesuita Francisco José de Isla: una divertida sátira contra los predicadores altisonantes y huecos, “curas espanto de los púlpitos de la comarca”. Libro lleno de ironía y de burla, porque era la manera de señalar uno de los defectos clericales más comunes.

En las primeras novelas del siglo XIX, cuando el escritor imaginaba que el cura era un filón lo suficientemente rico como para no desaprovecharlo, de lo que se echaba mano era de varios “tópicos” del mundo rural y de las costumbres más o menos públicas, por las que el sacerdote no daba un ejemplo acorde con su estado. El cura, por ejemplo, mantenía una vida amancebada o vivía una “doble vida”. Podemos recordar lo que santa Teresa escribió en el “Libro de la Vida” (cap. V) cuando, a su paso por Becedas, supo que el cura vivía “amancebado” con una mujer.

Suele ser un tópico que el cura que tenía en casa una sirvienta, su trato suele derivar hacia algo demasiado familiar, que “literariamente” va más allá del posible servicio a la casa. Normalmente, también es un “tópico literario”, se recurría, para hablar mal del cura, a su afición a la buena mesa o a su vespertina costumbre de tomar jícaras de chocolate con picatostes. De hecho, hay un chocolate que se llamaba “del canónigo” y que se anunciaba en las paredes de los bares de los pueblos con un gordo mosén que asomaba por encima de la taza y camino de su boca el picatoste, untado ya con el chocolate espeso y casi olfativo. Con parecidos “elementos narrativos” compuso Clarín “La Regenta” o Juan Valera “Pepita Jiménez” o de Torrente Ballester “Los gozos y las sombras” o Pérez Galdós “Fortunata y Jacinta”…

Malas costumbres, vocaciones dudosas

A estas malas costumbres, según algunos, se llegaba porque en los seminarios se daba a los futuros sacerdotes una formación/deformación que solo atendía a los defectos que había que evitar y a las asechanzas morales contra las que había que estar prevenidos, más que a las virtudes con las que el sacerdote debía estar adornado. Juan Valera, por ejemplo, lleva a consecuencias casi dramáticas, dentro del sentimentalismo general de la novela “Pepita Jiménez” (1874), la experiencia del seminarista Luis de Vargas, a partir del momento en que se topa en su vida con Pepita Jiménez, una mujer viuda y de exquisita sensibilidad, contra la que el seminarista no encuentra muchos argumentos. El seminarista se da cuenta que el camino por el que Dios lo está llamando no es el que, quizá un poco “inconscientemente”, había emprendido.

En las novelas de Pérez Galdós aparecen también numerosos clérigos “sin vocación”, una vocación, la sacerdotal, que en repetidas ocasiones cuestionó el escritor canario. No son demasiado ejemplares los curas que desfilan por la novelística galdosiana: ni los que salen como personajes corrientes en la vida del pueblo, ni aquellos otros a los que Galdós pinta con una mirada crítica y acerba. “Tormento” (1883) es, posiblemente, la primera novela española que trata el “problema del celibato sacerdotal” y de su mala vivencia, sobre todo cuando en la vida del sacerdote se cruza el amor de una mujer. Aunque, ciertamente, Galdós no hace “una tesis” con este tema.

Esta visión galdosiana del clérigo que en medio del mundo no vive gozosamente su celibato, es recogida por Leopoldo Alas Clarín, en la que es posiblemente una de las tres mejores novelas de la literatura española, “La Regenta” (1885). Clarín juega con los sentimientos y la tentación del canónigo Magistral catedralicio, al que le sobra vanidad y le falta sensatez. Le pueden las circunstancias sociales y domésticas, que ponen en peligro su fidelidad a una vocación que no sabe cómo orientarla, para que no se la devore una ciudad (Vetusta­ Oviedo) en la que vive cotidianamente.

Ya en el siglo XX, en 1943, Gonzalo Torrente Ballester publica su primera novela: “Javier Mariño”, donde hay mucho de autobiográfico en este relato del maestro gallego: hay recuerdos evidentes de su paso por un seminario en el que “no cuaja”, a pesar de todos sus esfuerzos, una pretendida vocación sacerdotal. El autor no se entretiene demasiado en aclarar algunos de los comportamientos de su personaje; sin embargo, no cabe duda de que, a pesar de las acusaciones que contra esta novela se han vertido, el libro tiene la honradez de no querer engañar a nadie. A la postre, si hay alguna vocación que debe ser examinada con sinceridad, ésa es la de quien se cree llamado a la vida sacerdotal.

Realidades y prejuicios

Pero no todo es drama y conflicto. La visión que algunas novelas más recientes han tenido sobre los sacerdotes, han manifestado momentos de “gloriosa exaltación”. Santos Beguiristain, “Por esos pueblos de Dios” (1953) y José Luis Martín Descalzo, “Un cura se confiesa” (1961), dejaron algunos de esos elementos “laudatorios” en la visión personal que de sí mismos y de su sacerdocio “llegaron a novelar”, porque su historia personal fue lo que dio argumento a sus novelas. Los curas que aparecen en estos libros son curas reales, sin grandes virtudes, con los defectos que todos tenemos, y, sobre todo, con una gran ilusión por llevar hasta la meta el sacerdocio que recibieron cuando todavía eran muchachos de pueblo, cargados de sueños y de esperanzas.

En la segunda mitad del siglo XX, dos son fundamentalmente las acusaciones dirigidas contra el clero: la introducción de la noción de pecado y la búsqueda afanosa del poder. Es recurrente recordar el “horror clerical” (Lourdes Ortiz), pues “con tanto pecado, con tanto demonio” (Ray Loriga en “Lo peor de todo”, 1992) pretenden introducir a los hombres en el “laberinto de la culpa” (como el personaje de Juan Mirón, de Luis Landero en “Caballeros de fortuna”, 1994).

De este modo, los escritores crean “espacios psicológicos” en los que no es posible disfrutar, “en una sociedad represiva, mediocre e hipócrita” (Lourdes Ortiz), habitada por un “rebaño de criaturas dulces y bovinas que aún iban a misa los domingos” (Lucía Etxebarría, “Beatriz y los cuerpos celestes”, 1998). Los sacerdotes buscan imponer un “ordenamiento de cementerio” (Francisco Umbral, “Los helechos arborescentes”, 1979) y una “religión de esclavos” (F. Umbral, “Las ninfas», 1975).

Esta tensión es el hilo conductor de nuestra novelística más reciente: la figura clerical del sacerdote es la antítesis de lo que pide y permite el goce del cuerpo y de la vida. “Las afueras de Dios” de Antonio Gala refleja, claramente, la lucha y la victoria de la hermana Nazaret, que pasa a ser Clara Ribalta cuando abandona el convento y se reencuentra con el amor y con la vida, en las “afueras de Dios”. Es una “prueba fehaciente” de esta “tesis” hedonística, pues en el seno de la Iglesia, aunque haya algunas personas (también sacerdotes) que intentan abrir otras perspectivas, acaba imponiéndose la negación de la vida. Eso dicen. Por eso es comprensible que no haya vocaciones, pues “los jóvenes tratan de aprovechar su juventud y su vida sin cálculos ni planes”, como indica el jubilado Luciano a su hermana religiosa en “Una tienda junto al agua” (1991) de Gustavo Martín Garzo.

Mediante la imposición de sus ideas y el control de las conciencias los sacerdotes son presentados como exponentes de un dominio sutil de la sociedad. Así configuran esas ciudades “mezquinas”, “cementerios de hojas secas”, clausuradas por una “moral clásica y cerrada”, al modo de “Ciudad levítica”, la Cuenca natal de Raúl del Pozo, 2001, o la Valladolid de la adolescencia de Umbral, descrita en “El hijo de Greta Garbo”, marcada por “el paisanaje clerical”, soberbio y fatuo, lejano a la sensibilidad de la gente, o la Oilea de “Donde siempre es octubre”, de Espido Freire (2001).

De modo semejante describe León Luis Mateo Díez en “La fuente de la edad” como “urbe maldita”, “cadáver perdido”, cerrada en su “mezquina memoria”, cuyos habitantes son “hijos de la ignominia” porque están gobernados por los más hipócritas e inútiles y por “las sotanas”. Incluso una generación de escritores posterior, como es Valdeón Blanco define la ciudad de Valladolid como “teologal, agustiniana y conventual”, opuesta al desarrollo de la ciudad moderna, industrial y universitaria (“Los fuegos rojos”, 1998).

Las figuras sacerdotales aparecen, por tanto, bajo una luz oscura, centrada principalmente en su comportamiento y en las relaciones intraeclesiales. En “Mazurca para dos muertos”, de Camilo José Cela, se manifiesta la ambivalencia de los sacerdotes gallegos, en línea con la producción general del autor.

Coordenadas de una visión negativa

También autores que se mueven más directamente en un ambiente cristiano no ocultan su actitud “anticlerical”, incluidos José Jiménez Lozano y Miguel Delibes. El primero, ya desde su primeriza obra “Un cristiano en rebeldía” denuncia la “dura mollera” de los hombres de Iglesia, talante que ha marcado la actitud inquisitorial de la Iglesia en España, como quiere probar en su investigación sobre “Los cementerios civiles y la heterodoxia española”. Es un tema que aparece en novelas como “El sambenito” o “Historia de un otoño”, pero que se prolonga en la actualidad en obras como “Un hombre en la raya” (2000).

Miguel Delibes, por su parte, retrata el carácter oscuro y agrio de una religiosidad estrecha y sombría, que puede rozar la hipocresía (“La sombra del ciprés es alargada”, “Mi idolatrado hijo Sissi”, “Cinco horas con Mario”), frente a lo cual quiere abrir perspectivas religiosas más cercanas y más humanas en “Señora de rojo sobre fondo gris” o “Cartas de un sexagenario voluptuoso”. Su última novela “El hereje” contrapone, ya desde la misma dedicatoria, una religiosidad inquisitorial a la auténtica religión libre, propia del espíritu.

Completamente autobiográfico es el relato de Javier Villán “Sin pecado concebido” (2000). El paso del autor por el Seminario de Palencia no fue, precisamente, el paso alegre y con paz ni tampoco un tiempo de concordia consigo mismo. El autor comienza diciendo que “la primera noche que pasé en el Seminario fue una noche triste”. Luego vendrían muchas más. Y es que “los días de esas noches tampoco fueron himnos de gloria y sosiego”. Javier Villán cuenta con evidente despego, algunas de las experiencias que tuvo que aguantar en los años que vivió en la casa diocesana de formación. Al final, acabó por abandonarla porque, posiblemente, dice con amargura el autor, “el futuro no existe”.

El subtítulo del libro ya nos dejaba entrever cuál era el final al que nos quería llevar: “Gozos y tribulaciones de un seminarista”. Este rechazo a la formación clerical viene movida, sobre todo, por la imposición de dogmas o verdades irracionales, y especialmente por los “diques que presenta al goce de la vida”, al despliegue de los instintos, al juego del deseo… Por eso, concluye: “Dios no se encuentra en el culto presidido por los sacerdotes, sino fuera de los templos, en el contacto con la tierra y naturaleza”.

Estamos viendo cómo en la consideración de la figura del sacerdote confluyen dos coordenadas, pero que se retroalimentan mutuamente, provocando una visión negativa del sacerdote. Por un lado, se detecta el peso histórico que ha pasado al imaginario colectivo de la sociedad española, y por otro, la emancipación del hombre, exaltando su autonomía racional y su libre voluntad para poder conseguir lo que quiere, sus apetencias, deseos e instintos, todo ello, bajo la bandera de la reivindicación de las “nuevas libertades”. Así, la función sacerdotal parece “encarnar” una represión que debe ser superada. La figura del sacerdote focaliza el papel y significado de la Iglesia, en cuanto institucionalización de una determinada religión, y el del cristianismo, en cuanto su magnitud histórica.

Conclusiones

Ante la postergación de la figura del sacerdote (y de lo que representa) ¿cuál es entonces el panorama que se dibuja a la luz de la literatura española? Lo que se pretende eliminar es el papel mediador de las personas y de la institución.

Por un lado, la novela ha abierto la perspectiva de una “religión de la nada” (J. Bonilla, Javier Marías, J. A. Mañas, G. Martín Garzo o F. Umbral, que es quien utiliza la expresión), dominada por la experiencia de soledad, de angustia, de sinsentido… Esta opción deja al hombre solo y abandonado, sometido al destino o al absurdo, y por ello remiten a la fuerza del deseo como único camino para la vida, el único modo de escapar a la nada. Sin acceso a una realidad fundante, o a un origen amoroso o a una meta esperada, la vida queda reducida a un juego de máscaras que se agota en su mera apariencia.

Por otro lado, se abre la perspectiva de una “religión del Todo” que aspira a la fusión con la Vida con toda la gama de posibilidades de goce y de crueldad (A. Gala, T. Moix, L. A. de Villena, F. Sánchez Dragó, J. L. Sampedro). Tampoco en esta forma de religiosidad (que puede ser considerada paganismo o sincretismo) se requieren mediadores. Cada uno ha de buscar los medios adecuados para entrar en el “éxtasis” que pueden aportar determinadas experiencias, y puede asumir indistintamente la violencia y/o el desinterés que esa vida manifiesta, respecto a los individuos concretos.

El protagonista de la mayoría de las novelas españolas queda solo ante la Nada o ante la desmesura del Todo. Sobre ese trasfondo puede quedar perfilada de un modo más nítido la figura del sacerdote, en cuanto actúa “in persona Christi et in nomine Ecclesiae». Debe hacer perceptible la misión de una Iglesia que vive de la llamada permanente del Señor que, en cuanto enviado por el Padre en el poder del Espíritu, comunica y testifica un don capaz de rescatar al hombre de su soledad, de la fatalidad del destino o de una totalidad que acaba anulando el valor eterno de la persona.

El autorJuan Carlos Mateos González

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