Vaticano

Revivir el ardor de la época del Concilio, sesenta años después del acontecimiento

Se cumple un nuevo aniversario del inicio del Concilio Vaticano II, cuyo impulso evangelizador es inspirador para el proceso sinodal en el que se encuentra la Iglesia universal.

Giovanni Tridente·11 de octubre de 2022·Tiempo de lectura: 5 minutos

Traducción del artículo al italiano

El 11 de octubre, en la memoria litúrgica de san Juan XXIII, el Papa Francisco celebrará una Santa Misa en el 60 aniversario del inicio del Concilio Ecuménico Vaticano II. Será, sin duda, una ocasión para revivir el impulso de renovación de la Iglesia, que llegó hace sólo unas décadas gracias a la voluntad de un Pontífice clarividente, que no tuvo miedo de emprender una movilización general que en su momento sólo podía parecer revolucionaria: Juan XXIII.

Es un poco el mismo dinamismo reformador que el Papa Francisco ha impreso también a la Iglesia desde su elección, fiel en todo caso a las peticiones que habían llegado de las congregaciones generales de los Cardenales antes de la votación en la Capilla Sixtina. 

Desde su aparición en la logia de la Plaza de San Pedro, la misión del Papa “venido casi del fin del mundo” se ha valido de muchas pequeñas piezas que han puesto el protagonismo de cada bautizado, la alegría de la evangelización, la atención a los últimos, el diálogo interreligioso, la denuncia de las muchas contradicciones de nuestra época y la convocatoria de toda la comunidad eclesial en estado “sinodal” permanente.

Injertado en las raíces del pasado

Francisco siempre ha dejado claro que no es importante “ocupar espacios” sino “iniciar procesos”, algo así como la dinámica que caracterizó los trabajos del Concilio Vaticano II durante tres años. No todos los procesos iniciados allí se han completado, es más, después de 60 años probablemente hay varias cosas que incluso hoy pueden parecer vanguardistas si se interpretan bajo la luz correcta y con el discernimiento adecuado.

Celebrar entonces el 60 aniversario del inicio del camino conciliar busque probablemente permitir al Pontífice volver a saborear el ardor de aquella época y revivir la solemnidad de aquella apertura conciliar, que fue sin duda, en línea con la historia anterior, signo de una vitalidad todavía presente.

Ninguna iniciativa conciliar en la Iglesia ha pretendido nunca borrar el pasado; al contrario, siempre se ha injertado en aquellas sólidas raíces que han permitido a Cristo seguir estando presente a lo largo de los siglos.

El mismo Juan XXIII lo afirmaba el 11 de octubre de 1962: “Después de casi veinte siglos, las situaciones y los problemas gravísimos de la humanidad no han cambiado; porque Cristo ocupa siempre el lugar central en la historia y en la vida. Los hombres, o bien se adhieren a él y a su Iglesia, y gozan así de la luz, del bien, del orden justo y de la bondad de la paz; o bien viven sin él o luchan contra él y permanecen deliberadamente fuera de la Iglesia, y por ello hay confusión entre ellos, las relaciones mutuas se hacen difíciles, se cierne el peligro de guerras sangrientas”.

Cuánta previsión en esas palabras, cuánta verdad y cuánta correspondencia con la misma agitación que vivimos hoy, incluidas las guerras sangrientas. Seguramente querrá volver con la mente y el corazón a esa unidad de propósito que sesenta años después sigue viva. Hay otro aspecto del que se hace eco hoy la relectura del discurso de apertura del Concilio y es el de los numerosos “agoreros” que “en las condiciones actuales de la sociedad humana” sólo ven “ruina y problemas”, comportándose “como si no tuvieran nada que aprender de la historia”.

En un estado perpetuo de misión

Más bien, pedía ya el Papa Roncalli, debemos redescubrir “los misteriosos designios de la Divina Providencia”, es decir, discernir lo que el Espíritu Santo quiere comunicarnos, diría el Papa Francisco, para nuestro bien y el de la Iglesia. 

Un poco como lo que se intenta hacer desde hace tiempo a través del instrumento del Sínodo de los Obispos, que es, entre otras cosas, un fruto concreto del Concilio Vaticano II, y que el actual Pontífice considera fundamental e indispensable para diseñar una Iglesia y una comunidad de fe que esté en perpetuo estado de misión y que sepa difundir con fecundidad la luz y la belleza del Evangelio, mostrando y testimoniando la presencia viva del Señor Jesucristo. Y luego vendrá el Jubileo de la Esperanza…

Dos nuevos santos para la Iglesia hoy

Dos figuras nacidas en el siglo XIX, que se ocuparon de las periferias existenciales de aquella época que, a decir verdad, nunca faltaron en la vida de la humanidad, serán canonizados por el Papa Francisco en la Plaza de San Pedro el 9 de octubre, tal y como se anunció en el último Consistorio de agosto. Son los dos italianos, Giovanni Battista Scalabrini y Artemide Zatti. 

El primero fue obispo de Piacenza y fundador de las Congregaciones de los Misioneros y de los Misioneros de San Carlos (Scalabrinianos), con la misión de servir a los emigrantes. Fue el propio Papa Francisco quien el pasado mes de mayo autorizó la dispensa del segundo milagro para su canonización.

Su labor pastoral ha sido juzgada por muchos como una “profecía de una Iglesia cercana a la gente y a sus problemas concretos”. Huellas imborrables que su ministerio episcopal, vivido en contacto directo con el pueblo, ha dejado efectivamente en los fieles. Entre otras cosas, inició la reforma de la vida diocesana, se hizo cercano a su presbiterio, con una preocupación constante por la enseñanza de la doctrina cristiana y por las obras de caridad para los más necesitados.

El impulso para atender a los emigrantes llegó cuando, a principios de siglo, se dio cuenta de que casi 9 millones de italianos habían abandonado el país con destino a Brasil, Argentina y luego a Estados Unidos. Pero su preocupación por estos fieles no era sólo material, sino también pastoral: creía, en efecto, que desarraigados de su contexto cultural, muchos emigrantes habían perdido la fe. De ahí surgió la idea de la Congregación Misionera, que hoy cuenta con tres institutos: religioso, religiosas y secular.

Compasión y misericordia

El segundo en convertirse en santo fue Artemide Zatti, un coadjutor salesiano que trabajaba principalmente para los enfermos en Argentina, emigrando con sus padres desde Emilia Romagna. Quería ser sacerdote, siguió siendo enfermero y se asoció a los sufrimientos de sus pacientes, llegando a contraer tuberculosis, para recuperarse después gracias a la intercesión de María Auxiliadora.

Un signo vivo de la compasión y la misericordia de Dios para con los enfermos”, lo ha descrito en varias ocasiones el postulador general de los salesianos, el padre Pierluigi Cameroni. Y su vocación de coadjutor salesiano también lo caracterizaba por completo: seguía siendo un laico a todos los efectos, aunque profesaba los votos de caridad, castidad y obediencia como religioso, compartiendo también la vida comunitaria.

Su grandeza no estuvo en aceptar, sino en elegir el plan que Dios tenía para él” -continuó explicando el postulador-, “y la radicalidad evangélica con la que se lanzó a seguir a Cristo, con el espíritu de Don Bosco, es decir, sin que le faltara nunca la alegría y la sonrisa que da el encuentro con el Señor”.

En el Consistorio con el que anunció la canonización, el Papa Francisco los calificó de “ejemplos de vida cristiana y de santidad”, para proponerlos a toda la Iglesia “especialmente ante la situación de nuestros tiempos”. No es casualidad que el Prefecto del Dicasterio para las Causas de los Santos haya destacado cómo su testimonio “devuelve la atención de los creyentes en Cristo al tema de los migrantes” que, como ha dicho el Papa en varias ocasiones, “si se integran, pueden ayudar a respirar el aire de una diversidad que regenera la unidad”.

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