Fue un 16 de marzo del 2020 cuando todo cambió de repente. El mundo estaba en una guerra contra un virus desconocido y ese 16 de marzo le tocó a mi país, el Perú, iniciar una de las cuarentenas más estrictas del mundo. Desde entonces nada es igual.
El año que será recordado
El 2020 será recordado como el año que sufrimos un remezón como sociedad, y empezamos a ver la vida de otra manera. Parecía que teníamos todo lo necesario para vivir sin sobresaltos, y de pronto todo cambió. Nos enfrentarnos a una enfermad desconocida. La incertidumbre y el miedo nos convirtió en una sociedad individualista.
La pandemia sacó a relucir nuestro lado más egoísta y nos revelamos como una sociedad egocéntrica, poco empática e indiferente. Pero, así como las situaciones extremas desnudaron nuestras debilidades, también afloró nuestro lado solidario. En un país como el Perú con un precario sistema de salud, ser solidario se volvió una obligación. Las iniciativas para organizarse y comprar –por ejemplo— plantas de oxígeno y distribuir alimentos entre los más pobres fue más que un acto de supervivencia. En un país como el Perú, donde el 70% de la economía se sustenta en la informalidad, el cierre total de las actividades fue un disparo de muerte para millones de familias.
La solidaridad cristiana
Así fue que, en medio de ese panorama desolador, una vez más, las parroquias, los sacerdotes y sus fieles, emprendieron la tarea de alimentar a sus feligreses más necesitados y golpeados por la pandemia. Las iniciativas de “comedores populares”, en los que cientos de personas reciben alimentos gratuitos diariamente, se multiplicaron por todo el país. Al igual que en las peores crisis económicas que atravesó el Perú en su historia, la Iglesia que es Madre, volvió a volcarse al lado de sus hijos más necesitados.
Y como no solo de pan vive el hombre, resulta imperioso que las autoridades civiles reflexionen sobre la importancia de la espiritualidad en los graves momentos que surgen tras la pandemia y los miles de muertos que ésta ha traído consigo.
Las Iglesias deben permanecer abiertas con todos los protocolos de seguridad establecidos. Las personas necesitan rezar, sentirse escuchadas por Dios, recibir consuelo de sus sacerdotes, quienes además arriesgan muchas veces sus vidas visitando enfermos, con el único fin de llevarles los sacramentos, la palabra de Dios y esperanza.
Un alto en nuestras vidas
Si la pandemia y la imposición de sucesivas medidas de restricción nos obligó a hacer un alto en nuestras agitadas vidas, que esta pausa obligada nos lleve a examinarnos y reflexionar sobre nuestra relación con Dios y con el prójimo, con nuestra familia y con aquéllos a quienes dañamos y nos dañaron.
Esta emergencia nos plantea un reto como cristianos: encontrar en la entrega a los demás un nuevo modo de vivir. A esta nueva forma de vivir –a la que nos obliga las circunstancias–, sumémosle la solidaridad, la entrega sin esperar nada a cambio. Exploremos y no descuidemos lo bueno que hemos descubierto en nuestro interior, porque Dios nos creó buenos, sólo que a veces no lo exteriorizamos.
¿Solidaridad o indiferencia?
Por eso, cabe preguntarnos cuál ha sido nuestra actitud con los que menos tienen, si hemos sido indiferentes o solidarios, a partir de eso resulta pertinente respondernos qué haremos en adelante.
Ya descubrimos que juntos podemos lograr grandes cosas, es momento de unirnos más, restaurar nuestras vidas y ayudar a los demás a restaurar las suyas.
La cruz se nos ha hecho patente en este periodo, pero la cruz es también esperanza de resurrección. No perdamos la esperanza, confiemos en Dios.
Es fundamental que la oración nos acompañe en esta etapa, pues en este diálogo sincero con el Señor nos tomamos de su mano para decirle que sin Él no podemos nada, y con Él podemos todo. Nadie es tan pobre que no tenga nada que dar, y nadie tan rico que no tenga algo que recibir.