Quienes hayan seguido hace algunas décadas las emisiones de Eurovisión estarán familiarizados con la señorial fanfarria que las precede, evocadora de tiempos de más lustre y señorío. Se trata del preludio compuesto por Marc Antoine Charpentier para su monumental “Te Deum», escrito en la década de 1690. Es seguramente la partitura de este compositor más conocida por el público general, incluso los que no son aficionados a degustar la música clásica.
Sin embargo, este interesantísimo compositor francés, quien vivió entre 1643 y 1704, tiene en su haber un catálogo mucho más amplio, y lleno de encantadoras sorpresas. Una de ellas es la pequeña composición dedicada a la Virgen María que presentamos en esta reseña, y cuyo contexto es interesante conocer para apreciarla mejor.
De Roma a París
Buena parte de la formación musical de Charpentier se desarrolló en Roma. Fue allí donde descubrió el valor de la nueva música desarrollada por Monteverdi a comienzos del siglo XVII para la evangelización y la plasmación estética de la experiencia religiosa. Charpentier conoce los ambientes romanos del Oratorio de San Felipe Neri, quien, como es conocido, daba gran importancia a la música como elemento de catequesis, evangelización y promoción de una atractiva liturgia. Compositores de gran talento entre los siglos XVI y XVII, como Tomás Luis de Victoria y Giacomo Carissimi, conocieron y compartieron esta visión de la música religiosa, que prima más la emoción, la melodía y el simbolismo teológico que la estructura, el contrapunto y las exhibiciones de virtuosismo coral o vocal.
Por tanto, cuando Charpentier vuelve a Francia, para colocarse entre la plantilla musical de Versalles, ya tiene un catálogo interesante de música religiosa, y ha desarrollado un estilo elegante, melódico, emotivo y de gran persuasión estética y simbólica de cara a expresar musicalmente la fe. Estos rasgos aparecerán una y otra vez en pequeños detalles de las Letanías que vamos a ir escuchando.
Una joya de pequeño formato
Entre los espacios dedicados a la música religiosa destacaba en París, como en Roma, el colegio de los jesuitas. Del Oratorio habían aprendido los discípulos de san Ignacio el poder expresivo y evangelizador de la nueva música, que van a difundir y promover por toda Europa y sus colonias americanas y asiáticas. Posiblemente, por tanto, Charpentier compone esta musicalización de las Letanías Lauretanas para la Congregación Mariana del colegio de los jesuitas de París. Esta asociación en honor a la Virgen es propia de todos los colegios fundados por la compañía de Jesús, y este ámbito escolar, o académico, explica que las “Letanías de la Virgen” sea una composición de pequeño formato. En cuanto a la plantilla musical, consta de cuatro o cinco instrumentos y de nueve solistas vocales. En cuanto a su duración, puede interpretarse en quince minutos. Estamos lejos, sin duda, de las solemnes composiciones dedicadas a las funciones litúrgicas de Versalles, como se comprueba enseguida comparando estas “Letanías» con, por ejemplo, los espléndidos “Grands Motets» de Lully.
El texto de la composición, como es evidente, son las Letanías a la Virgen que proceden del Santuario de la Santa Casa de Loreto, y que desde los tiempos de Clemente VIII (decreto “Quoniam multi”, de 1601) pueden considerarse como la versión tradicionalmente oficial de esta oración a la Virgen María, que ha sido musicalizada innumerables veces desde entonces. Este texto comienza con un breve acto penitencial y una invocación a la Santísima Trinidad, al que Charpentier hace preceder un brevísimo preludio instrumental. En éste podemos ver el impacto expresivo que consigue transmitir con tan sólo dos violas y el continuo (interpretado normalmente con una viola da gamba, una tiorba y un órgano positivo).
Este preludio sereno y orante nos lleva a las invocaciones penitenciales, a cargo de las solistas femeninas, que en el simbolismo de la música de Charpentier parecen evocar a la Iglesia esposa implorando Misericordia al Señor. A continuación, las mismas solistas invocan a la Trinidad Santa de una manera muy elaborada. Comienza la voz más grave, la contralto, invocando al Padre (“Pater de cælis, Deus”). Sobre su nota final nace el canto de las dos sopranos invocando al Hijo (dos voces para la segunda persona de la Trinidad: “Fili, Redemptor mundi, Deus»). El ciclo vuelve a su origen cuando interviene de nuevo la contralto invocando al Espíritu Santo (“Spiritus Sancte, Deus”). Las tres voces exclaman después al unísono “Sancta Trinitas», y tras esto únicamente canta la soprano: “Unus Deus”. Con brevedad extrema los instrumentos hacen eco de los últimos compases de las voces y preparan el comienzo de la serie de alabanzas a María.
Alabanzas a la Virgen María
En dos minutos y medio Charpentier, fiel a los ideales del Oratorio romano, ha conseguido emocionar al sentimiento, interesar al gusto estético, mover a la reflexión simbólica y hacer que el oyente, en definitiva, pueda escuchar esta música como una experiencia orante en la que contemplar a la Virgen María. Precisamente la invocación a María, cantada ya por la plantilla musical al completo, sirve para hacer presente en forma sonora la imagen de la Virgen, en torno a la cual se cantará una majestuosa primera serie de letanías, en la que se van respondiendo las cuatro solistas femeninas y los cinco masculinos.
Este estilo de coros enfrentados, o antífonos, es muy característico de la música del primer barroco, tanto en Italia (de donde procede) como en Francia o España. En muchos lugares de estas “Letanías” se notarán sus efectos de dinamización de la expresión musical, y de otorgar mayor profundidad y resonancia al sonido.
Las letanías que comienzan con “Mater” son encomendadas a los solistas masculinos, que las cantan entrelazándose progresivamente sobre el bajo continuo, para terminar con otra brevísima intervención instrumental. Charpentier va marcando con pequeños pasajes instrumentales el tránsito de una sección de las “Letanías” a la siguiente. Las letanías “Virgo” son cantadas, de nuevo, en el estilo de coros antífonos. Tras ellas comienza una vertiginosa serie de alabanzas que comienzan con “Speculum iustitiæ”, en la que un ingenioso juego de espejo musical entre las dos sopranos ilustra el texto. En esta serie se puede descubrir cómo cada una de las letanías recibe un tratamiento musical tan breve como ilustrativo, pudiéndose disfrutar así de una bella serie de miniaturas musicales sobre los títulos con los que se invoca a la Virgen María. Como ejemplo, las tres letanías “Vas” cantadas por los solistas masculinos sobre el continuo, o las luminosas melodías dedicadas a los títulos más celestes de la Virgen: “Rosa mystica”, “Domus aurea”, “Porta cæli”, “Stella matutina”…
La siguiente serie de letanías, de carácter más doliente y suplicante, reciben una música más serena y melancólica, que alcanza una cima expresiva de deliciosa ternura en la repetición de las invocaciones “Consolátrix afflictórum”, “Auxílium christianórum”. Son las únicas invocaciones individuales que se repiten en toda la composición, lo que parece sugerir que para el autor expresaban una especial necesidad espiritual, fácil de comprender y compartir. En marcado claroscuro, la penumbra de esta serie viene contrastada con la luminosa alegría de la última sección, que alaba a la Virgen como Reina: de ángeles, patriarcas, profetas, apóstoles, mártires, confesores, vírgenes y todos los santos (las invocaciones que contenía el texto en aquella época). La asombrosa repetición en eco de la palabra “Regina” a lo largo de estas invocaciones, así como la repetición de toda la serie, llevan a un admirable final de esta cadena de súplicas y alabanzas a la Virgen María. En todas las secciones el grupo de invocaciones acaba con la petición “ora pro nobis” (no se canta por tanto después de cada invocación individual, como se hace habitualmente en el rezo), pero en la última sección, que canta a María como Reina, esta petición se canta con mayor grandiosidad, alcanzándose así clímax final de las alabanzas a la Virgen.
Como es propio de las letanías, a las invocaciones marianas sigue un triple “Agnus Dei”, compuesto con sencillez y elegancia, otorgando así un final sereno y confiado a toda la composición. Llama la atención por el admirable amplio de los coros antífonos el último de los tres, que canta: “Agnus Dei, qui tollis peccata mundo, miserere nobis”. Con este color penitencial termina este pequeño cofre de alabanzas a la Virgen María, que posiblemente pueda ayudar a pasar un delicioso rato de contemplación musical con la mirada puesta en la Madre de Dios.
Doctor en Teología