En la homilía de la Misa, al hilo de las lecturas de este domingo, el Santo Padre deseó a los fieles “que sean sal que se esparce y se disuelve con generosidad para dar sabor a Sudán del Sur con el gusto fraterno del Evangelio; que sean comunidades cristianas luminosas que, como ciudades puestas en lo alto, irradien una luz de bien a todos y muestren que es hermoso y posible vivir la gratuidad, tener esperanza, construir todos juntos un futuro reconciliado.”.
“En el nombre de Jesús, de sus Bienaventuranzas”, añadió con expresión solemne, “depongamos las armas del odio y de la venganza para empuñar la oración y la caridad; superemos las antipatías y aversiones que, con el tiempo, se han vuelto crónicas y amenazan con contraponer las tribus y las etnias; aprendamos a poner sobre las heridas la sal del perdón, que quema, pero sana”.
“Y, aunque el corazón sangre por los golpes recibidos, renunciemos de una vez por todas a responder al mal con el mal, y nos sentiremos bien interiormente; acojámonos y amémonos con sinceridad y generosidad, como Dios hace con nosotros. Cuidemos el bien que tenemos, ¡no nos dejemos corromper por el mal!”, alentó con fuerza.
“Sal de la tierra, un aporte decisivo”
El Pontífice manifestó su agradecimiento a los cristianos sursudaneses, y les alertó frente al peligro de comprobar sus pocas fuerzas y verse poca cosa.
“Hoy quisiera agradecerles por ser sal de la tierra en este país”, señaló. “Sin embargo, frente a tantas heridas, a la violencia que alimenta el veneno del odio, a la iniquidad que provoca miseria y pobreza, podría parecerles que son pequeños e impotentes. Pero, cuando les asalte la tentación de sentirse insuficientes, hagan la prueba de mirar la sal y sus granitos minúsculos; es un pequeño ingrediente y, una vez puesto en un plato, desaparece, se disuelve, pero precisamente así es como da sabor a todo el contenido”.
“Del mismo modo, nosotros cristianos, aun siendo frágiles y pequeños, aun cuando nuestras fuerzas nos parezcan pocas frente a la magnitud de los problemas y a la furia ciega de la violencia, podemos dar un aporte decisivo para cambiar la historia”, añadió el Papa.
“Jesús desea que lo hagamos como la sal: una pizca que se disuelve es suficiente para dar un sabor diferente al conjunto. Entonces no podemos echarnos atrás, porque sin ese poco, sin nuestro poco, todo pierde gusto. Comencemos justamente por lo poco, por lo esencial, por aquello que no aparece en los libros de historia, pero cambia la historia”.
“Luz del mundo: ardamos de amor”
En cuanto a la expresión de Jesús ‘ustedes son la luz del mundo’, el Papa Francisco subrayó que el Señor da la fuerza para ello.
“Hermanos y hermanas, la invitación de Jesús a ser luz del mundo es clara. Nosotros, que somos sus discípulos, estamos llamados a brillar como una ciudad puesta en lo alto, como un candelero cuya llama nunca tiene que apagarse”, dijo el Papa. “En otras palabras, antes de preocuparnos por las tinieblas que nos rodean, antes de esperar que algo a nuestro alrededor se aclare, se nos exige brillar, iluminar, con nuestra vida y con nuestras obras, la ciudad, las aldeas y los lugares donde vivimos, las personas que tratamos, las actividades que llevamos adelante”.
“El Señor nos da la fuerza para ello, la fuerza de ser luz en Él, para todos; porque todos tienen que poder ver nuestras obras buenas y, viéndolas —nos recuerda Jesús—, se abrirán con asombro a Dios y le darán gloria (cf. v. 16). Si vivimos como hijos y hermanos en la tierra, la gente descubrirá que tiene un Padre en los cielos”, recordó el Santo Padre.
“A nosotros, por tanto, se nos pide que ardamos de amor. No vaya a suceder que nuestra luz se apague, que desaparezca de nuestra vida el oxígeno de la caridad, que las obras del mal quiten aire puro a nuestro testimonio. Esta tierra, hermosísima y martirizada, necesita la luz que cada uno de ustedes tiene, o mejor, la luz que cada uno de ustedes”, afirmó en su homilía ante la multitud de fieles congregados.
La esperanza de santa Josefina Bakhita
A su llegada al mausoleo, el Papa Francisco había podido dar algunas vueltas en el papamóvil para saludar a los peregrinos más de cerca, junto a Mons. Stephen Ameyu Martin Mulla, arzobispo de Juba, capital del país.
Al concluir la Celebración Eucarística, el Papa se dirigió a los fieles para expresar su “agradecimiento por la acogida recibida y por todo el trabajo que han realizado para preparar esta visita, que fue una visita fraterna de tres. Les agradezco a todos ustedes, hermanos y hermanas, que han venido en gran número desde diferentes lugares, haciendo muchas horas —incluso días— de camino. Además del afecto que me han manifestado, les agradezco su fe, su paciencia, todo el bien que hacen y todas las fatigas que ofrecen a Dios sin desanimarse, para seguir adelante”.
El mensaje final del Santo Padre, al hilo del Ángelus, fue de esperanza, y para ello se fijó en primer lugar en santa Josefina Bakhita, citando a Benedicto XVI, y luego en la Virgen María, Reina de la Paz.
“En Sudán del Sur hay una Iglesia valiente, emparentada con la de Sudán, como nos recordaba el arzobispo, el cual mencionó la figura de santa Josefina Bakhita, una gran mujer, que con la gracia de Dios transformó en esperanza su sufrimiento”, manifestó el Papa. “‘La esperanza que en ella había nacido y la había “redimido” no podía guardársela para sí sola; esta esperanza debía llegar a muchos, llegar a todos’, escribió Benedicto XVI (Carta enc. Spe Salvi, 3).
“Esperanza es la palabra que quisiera dejarle a cada uno de ustedes, como un don para compartir, como una semilla que dé fruto. Tal como nos recuerda la figura de santa Josefina, la esperanza, especialmente aquí, se encuentra en el signo de la mujer y por eso quisiera agradecer y bendecir de modo especial a todas las mujeres del país”.
“A la esperanza quisiera asociar otra palabra. Ha sido la palabra que nos acompañó estos días: paz. Con mis hermanos Justin e Iain, a quienes agradezco de corazón, hemos venido aquí y seguiremos acompañando sus pasos, los tres juntos, haciendo todo lo posible para que sean pasos de paz, pasos hacia la paz.
“Que la esperanza y la paz habiten en ustedes”
El Romano Pontífice se refirió entonces a la Virgen María, y le encomendó la causa de la paz. “Quisiera confiar este camino de todo el pueblo con nosotros tres, este camino de la reconciliación y de la paz a otra mujer. Me refiero a nuestra tierna Madre María, la Reina de la paz. Nos acompañó con su presencia solícita y silenciosa”.
“A ella, a quien ahora rezamos, le encomendamos la causa de la paz en Sudán del Sur y en todo el continente africano. A la Virgen encomendamos también la paz en el mundo, en particular los numerosos países que se encuentran en guerra, como la martirizada Ucrania”.
“Queridos hermanos y hermanas, volvemos, cada uno de nosotros tres a nuestra sede, llevándolos aún más presentes en el corazón. Lo repito, ¡están en nuestro corazón, están en nuestros corazones, están en los corazones de los cristianos de todo el mundo!”.
“No pierdan nunca la esperanza. Y que no se pierda la ocasión de construir la paz. Que la esperanza y la paz habiten en ustedes. Que la esperanza y la paz habiten en Sudán del Sur”.
Así concluyó el Papa Francisco sus palabras, antes de dar la bendición final, y dirigirse al aeropuerto internacional de Juba para el vuelo de regreso a Roma, en una visita de varios días que había comenzado en la República Democrática del Congo con numerosos encuentros, como el que tuvo lugar con víctimas de la violencia.
En el corazón de los sursudaneses y del mundo ha quedado la acogida del presidente de la República, Salva Kiir Mayardit y las demás autoridades; la histórica oración ecuménica con el arzobispo de Canterbury y primado anglicano, Justin Welby, y el Moderador de la asamblea general de la Iglesia de Escocia, el pastor presbiteriano Iain Greenshields; sus reuniones con refugiados y desplazados, y con los obispos, sacerdotes y consagrados del país; o sus llamadas a la oración y a seguir el ejemplo de Jesús, Príncipe de la Paz.