Esta semana el Papa comenzó su reflexión desde el texto evangélico del diálogo de Jesús con Nicodemo. «En la conversación de Jesús con Nicodemo emerge el corazón de la revelación de Jesús y de sumisión redentora, cuando dice: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (v. 16). Jesús dice a Nicodemo que para “ver el reino de Dios” es necesario “renacer de lo alto” (cfr v. 3)».
Nicodemo no entiende las palabras de Jesús y «malinterpreta este nacimiento, y cuestiona la vejez como evidencia de su imposibilidad: el ser humano envejece inevitablemente». Sin embargo, tal y como viene señalando el Papa en los últimos meses, «ser viejos no sólo no es un obstáculo para el nacimiento de lo alto del que habla Jesús, sino que se convierte en el tiempo oportuno». Es en la vejez donde los ancianos deben redescubrir cuál es su misión en la vida.
El mito de la eterna juventud
Nuestro contexto sociocultural muestra «una preocupante tendencia a considerar el nacimiento de un hijo como una simple cuestión de producción y de reproducción biológica del ser humano, cultivan el mito de la eterna juventud como la obsesión –desesperada– de una carne incorruptible. ¿Por qué la vejez es –de muchas maneras– despreciada? Porque lleva a la evidencia irrefutable de la destitución de este mito, que quisiera hacernos volver al vientre de la madre, para volver siempre jóvenes en el cuerpo».
El desarrollo biotecnológico de las últimas décadas ha impulsado un optimismo que llega incluso a sostener la posibilidad de ser inmortales. «La técnica se deja atraer por este mito en todos los sentidos: esperando vencer a la muerte, podemos mantener vivo el cuerpo con la medicina y los cosméticos, que ralentizan, esconden, eliminan la vejez. Naturalmente, una cosa es el bienestar, otra cosa es la alimentación del mito. No se puede negar, sin embargo, que la confusión entre los dos aspectos nos está creando una cierta confusión mental».
Saliéndose del texto programado, el Papa Francisco ha hecho unas valiosas consideraciones sobre la belleza de las arrugas de los ancianos, que se contraponen a la cultura de las operaciones estéticas. «Se hace tanto para volver a tener esta juventud siempre. Tantos maquillajes, tantas intervenciones quirúrgicas para parecer jóvenes. Me vienen a la mente las palabras de una sabia actriz italiana. Cuando le dijeron que tenia que quitarse las arrugas y ella dijo: no, no las toquen, me llevó muchos años tenerlas. Eso esto, las arrugas son un símbolo de la experiencia, de la madurez, de haber hecho un camino. No tocarlas para convertirse en jóvenes, pero jóvenes de cara, lo que importa es toda la personalidad. Lo que interesa es el corazón que permanece con esa juventud del vino bueno, que cuanto más envejece más bueno es».
La vida en la carne mortal es una bellísima “incompleta”: como ciertas obras de arte que precisamente en su ser incompletas tienen un encanto único. Porque la vida aquí abajo es “iniciación”, no cumplimiento: venimos al mundo así, como personas reales, para siempre. Pero la vida en la carne mortal es un espacio y un tiempo demasiado pequeño para custodiar intacta y llevar a cumplimiento la parte más valiosa de nuestra existencia en el tiempo del mundo.
Siguiendo esta lógica, «la vejez tiene una belleza única: caminamos hacia el Eterno. Nadie puede volver a entrar en el vientre de la madre, ni siquiera en su sustituto tecnológico y consumista. Sería triste, incluso si fuera posible. El viejo camina hacia adelante, hacia el destino, hacia el cielo de Dios. La vejez por eso es un tiempo especial para disolver el futuro de la ilusión tecnocrática de una supervivencia biológica y robótica, pero sobre todo porque abre a la ternura del vientre creador y generador de Dios».