Todo empezó con un correo de la Universitat de València; se cancelaban las clases de mañana por las lluvias. El mensaje llegó mientras cenaba, y me dejó muy sorprendido, ya que no tenía ni idea de la magnitud de la situación. Supongo que nadie la tenía.
La mañana siguiente transcurrió con total normalidad, el cielo estaba nublado, pero apenas cayó una gota de agua en Valencia capital. Al ser universitario, aproveché para estudiar, evadiendome de la catástrofe que estaba sucediendo a escasos kilómetros de mi Colegio Mayor.
El panorama cambió a las ocho de la tarde cuando el mensaje de Protección Civil llegó a mi teléfono móvil. Esa calma de no tener clase llegó a su fin, y todavía no era consciente de lo que estaba ocurriendo.
Empecé a entrar en redes sociales y en los principales medios de comunicación para saber qué estaba pasando. Pueblos donde viven mis amigos de clase estaban completamente inundados, los coches eran arrastrados por la corriente, y personas permanecían encerradas en sus casas esperando la respuesta de un ser querido a la pregunta: “¿Estás bien?”. Nunca antes esa pregunta o la última conexión de Whatsapp había cobrado tanto sentido. Mientras tanto, sin saber cómo reaccionar, salí a la terraza para intentar entender qué estaba pasando. Recibí la llamada de mi madre, quería saber cómo estaba y yo respondí que todo bien. Pero al colgar el teléfono me pregunté si era tan grave lo que estaba pasando.
Amanecí a la mañana siguiente con una sensación muy extraña. Cada vez veía más vídeos de la tragedia. De forma completamente espontánea, se organizó en el Colegio Mayor un coche para ir a un pueblo cercano, Aldaia, y poder ayudar. Poco a poco, se fue corriendo la voz y más residentes se ofrecieron para conducir más coches, hasta que llegamos a ser 30 voluntarios que salimos sin saber realmente qué nos esperaba ni a qué hora regresaríamos.
Al bajar del coche ví la realidad de un pueblo de 31.000 habitantes completamente devastado y sepultado por el barro. Aunque parezca que a través de la pantalla puedes saber lo que de verdad está ocurriendo no tiene ni punto de comparación cuando lo vives en primera persona y miras al suelo y no eres capaz de ver tu zapato, pues está completamente sumergido en lodo. En Aldaia fuimos por las calles preguntando a los vecinos si necesitaban ayuda, ahí yo también me pregunté por qué les tocó a ellos vivir esta catástrofe y no a mí, ni a mi familia.
En Aldaia nos detuvimos para ayudar en una residencia de ancianos dirigida por monjas de la Inmaculada Concepción. Cuando nos vieron llegar, sus rostros se iluminaron; a día de hoy todavía no sé muy bien por qué. Tener la fuerza para sonreír en esos momentos de adversidad es algo que, seguramente, se me quedará marcado para toda la vida, y espero poder seguir ese ejemplo. Ayudamos en todo lo que pudimos, llevándoles comida e intentando salvar los pocos muebles que se podían seguir utilizando.
Esa misma tarde fui a trabajar a mi periódico, Superdeporte. Fue entonces cuando tomé plena conciencia de la catástrofe que estaba a escasos minutos en coche de mi Colegio Mayor. Compañeros de trabajo a los que considero amigos habían perdido sus casas, sus coches e incluso sus mujeres en los lugares de trabajo; uno de ellos, su esposa embarazada de cuatro meses. Al poco de llegar, salí a la entrada para llamar a mis amigos con los que vivo, muchos de ellos todavía en Aldaia. Organizamos una salida para el día siguiente a Paiporta, el pueblo donde se originó la catástrofe. Caminamos más de una hora cargados de víveres, pero no estábamos solos; una inmensa cola de miles de voluntarios, llenos de solidaridad y cariño, nos acompañaba.
A pesar de ser tantas personas, sin ánimo de reconocimiento, ni siquiera de un simple «gracias», nos pusimos a ayudar. Allí estuve en la casa de unos ancianos, junto a un amigo vasco del Colegio Mayor, achicando barro de una habitación. Lo que más nos sorprendió fue ver la pared: se podían ver cuadros de la boda de los dueños de la casa manchados de barro. La línea que marcaba hasta dónde había llegado el agua el fatídico día de la inundación llegaba a un metro ochenta, una altura a la que yo me habría ahogado. Y, por alguna razón que desconozco, no me tocó a mí, sino a cientos de personas.
Cuando llegó la hora acordada, emprendimos el regreso a casa, y en el trayecto de vuelta seguía esa inmensa fila de personas dispuestas a ayudar. Pero no es suficiente. Se necesita ayuda profesional para poder salvar los bienes de quienes lo han perdido absolutamente todo. Y después de un camino de hora y media ida, hora y media vuelta pienso que en verdad los damnificados con su generosidad y su sonrisa me han ayudado más a mí que yo a ellos.