El Papa Francisco ha comentado durante la audiencia de este miércoles, otro pasaje de la carta a los Gálatas de San Pablo. «En las catequesis precedentes», comenzó Francisco, «hemos visto cómo el apóstol Pablo muestra a los primeros cristianos de la Galacia el peligro de dejar el camino que han iniciado a recorrer acogiendo el Evangelio. De hecho, el riesgo es el de caer en el formalismo y renegar la nueva dignidad que han recibido. El pasaje que acabamos de escuchar da inicio a la segunda parte de la Carta. Hasta aquí, Pablo ha hablado de su vida y de su vocación: de cómo la gracia de Dios ha transformado su existencia, poniéndola completamente al servicio de la evangelización. A este punto, interpela directamente a los Gálatas: les pone delante de las elecciones que han realizado y de su condición actual, que podría anular la experiencia de gracia vivida».
«Los términos con los que el apóstol se dirige a los gálatas no son de cortesía. En las otras Cartas es fácil encontrar la expresión “hermanos” o “queridísimos”, aquí no. Dice de forma genérica “gálatas” y en dos ocasiones les llama “insensatos”. No lo hace porque no sean inteligentes, sino porque, casi sin darse cuenta, corren el riesgo de perder la fe en Cristo que han acogido con tanto entusiasmo. Son insensatos porque no se dan cuenta que el peligro es el de perder el tesoro valioso, la belleza de la novedad de Cristo. La maravilla y la tristeza del Apóstol son evidentes. No sin amargura, él provoca a esos cristianos para recordar el primer anuncio realizado por él, con el cuál les ha ofrecido la posibilidad de adquirir una libertad hasta ese momento inesperada».
«El apóstol dirige a los gálatas preguntas, en el intento de sacudir sus conciencias. Se trata de interrogantes retóricos, porque los gálatas saben muy bien que su venida a la fe en Cristo es fruto de la gracia recibida con la predicación del Evangelio. La palabra que habían escuchado de Pablo se concentraba sobre el amor de Dios, manifestándose plenamente en la muerte y resurrección de Jesús. Pablo no podía encontrar expresiones más convincentes que la que probablemente les había repetido varias veces en su predicación: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20). Él no quería saber otra cosa que Cristo crucificado (cfr 1 Cor 2,2). Los gálatas deben mirar a este evento, sin dejarse distraer por otros anuncios. En resumen, el intento de Pablo es poner en un aprieto a los cristianos para que se den cuenta de lo que hay en juego y no se dejen encantar por la voz de las sirenas que quieren llevarlos a una religiosidad basada únicamente en la observancia escrupulosa de preceptos».
«Los gálatas, por otro lado, comprendían muy bien a lo que el apóstol hacía referencia. Ciertamente, habían hecho experiencia de la acción del Espíritu Santo en la comunidad: como en las otras Iglesias, así también entre ellos se habían manifestado la caridad y varios carismas. Puestos en aprietos, necesariamente tienen que responder que lo que han vivido era fruto de la novedad del Espíritu. Por tanto, al comienzo de su llegada a la fe, estaba la iniciativa de Dios, no de los hombres. El Espíritu Santo había sido el protagonista de su experiencia; ponerlo ahora en segundo plano para dar la primacía a las propias obras sería de insensatos».
«De este modo, San Pablo nos invita también a nosotros a reflexionar sobre cómo vivimos la fe». Y el Papa lanza unos interrogantes a todos los fieles: «¿El amor de Cristo crucificado y resucitado permanece en el centro de nuestra vida cotidiana como fuente de salvación, o nos conformamos con alguna formalidad religiosa para tener la conciencia tranquila? ¿Estamos apegados al tesoro valioso, a la belleza de la novedad de Cristo, o preferimos algo que en el momento nos atrae pero después nos deja un vacío dentro? Lo efímero llama a menudo a la puerta de nuestras jornadas, pero es una triste ilusión, que nos hace caer en la superficialidad e impide discernir sobre qué vale la pena vivir realmente. Por tanto, mantenemos firme la certeza de que, también cuando tenemos la tentación de alejarnos, Dios sigue otorgando sus dones. Es lo que el apóstol reitera a los gálatas recordando que el Padre es «el que os otorga, pues, el Espíritu y obra milagros entre vosotros» (3,5). Habla al presente– “otorga”, “obra” – no al pasado. Porque, no obstante todas las dificultades que nosotros podemos poner a sus acciones, Dios no nos abandona sino que permanece con nosotros con su amor misericordioso. Pidamos la sabiduría de darnos cuenta siempre de esta realidad».