Una de las primeras composiciones de Johann Sebastian Bach (1685-1750) es la cantata que lleva el número 106 en el catálogo BWV, y cuyo título (sacado de la primera frase de su texto, como en todas las cantatas de Bach) es “Gottes Zeit ist die allerbeste Zeit” (“El tiempo de Dios es el mejor de todo tiempo”). Como rasgo propio, esta cantata lleva además el subtítulo, o sobrenombre, de “Actus Tragicus”, que no se debe al compositor, sino que aparece por primera vez en una copia tardía de la partitura, realizada en 1768.
La cantata se fecha habitualmente en 1707 o 1708, que es el periodo en el que Bach ocupó brevemente el puesto de organista en la iglesia de san Blas, de la villa turingia de Mühlhausen. Está escrita para una pequeña plantilla de intérpretes: cuatro voces, dos flautas dulces, dos violas da gamba y un bajo continuo.
Se trata, por tanto, de la obra de un compositor primerizo, quien, con 22 años, y a punto de casarse con su prima María Bárbara, recibe el encargo de componer esta obra para un funeral. Temprana como es esta cantata, sin embargo, es ya una obra maestra, que revela por primera vez a su autor como el genio de la música que es. Tan sólo se conservan seis cantatas tempranas de Bach, lo que da un valor adicional a esta obra. Más adelante, trabajando en Weimar (de 1708 a 1717) y en Leipzig (de 1723 hasta su muerte), vendrán muchas más cantatas, de diversa forma y estilo a las compuestas en su juventud.
Una secuencia musical bíblica
La forma de esta cantata es todavía muy sencilla, pues consiste en una simple serie de textos bíblicos muy breves sobre la muerte. A un bloque de textos del Antiguo Testamento, que contienen reflexiones y advertencias sobre la muerte, sigue un bloque del Nuevo Testamento, que expresa la esperanza ante la muerte y el espíritu con el que un creyente ha de afrontarla. La selección de los textos se debe posiblemente al joven compositor, quien desde su juventud mostró una sabia veneración por la Palabra de Dios y la Teología, como se puede comprobar examinando el contenido de su biblioteca personal. En concreto, esta cantata parece ser el eco musical de la teología luterana sobre el “Ars Moriendi”, es decir, el modo de explicar al creyente cómo enfocar su deber de prepararse adecuadamente para el momento de morir.
Para ello dispone la secuencia de textos como un breve (y trágico) Acto de un auto sacramental, en cuyos protagonistas ha de irse reconociendo el oyente para que la obra se escuche con el sentido buscado por el compositor. En una acción continua, donde los números se encadenan unos con otros, primero escuchará las voces proféticas, que le conminan y le advierten, para después encontrarse con la misma “vox Christi” y terminar, con un coral, escuchando la voz de la asamblea creyente.
En medio del acto se sitúa, como su corazón, la intervención del alma en la soprano, que en una súplica desgarradora clama por la venida de Cristo y por escuchar su misma voz. Precediendo a todo este conjunto, maravilla una breve introducción instrumental que Bach compone como preludio (como hará también en muchas cantatas de Weimar y algunas de Leipzig).
Los ecos del Antiguo Testamento
Así pues, la cantata consta de esta sonatina, cuatro números vocales sobre el Antiguo Testamento, una intervención del alma, dos números sobre el Nuevo Testamento y un coro final. En la sonatina admira su simplicidad homofónica y la tierna nostalgia que evoca, muy alejada de los efectismos trágicos de composiciones funerarias no tan cercanas a la fe como esta.
En efecto, sobre un sencillo discurrir de las violas y el bajo continuo, las dos flautas dulces, instrumento tradicionalmente asociado a los ritos fúnebres, se van haciendo eco con un sencillo motivo de tres notas, que desemboca en un acorde mayor que da paso al primer número vocal.
Este es un coro que, después de una sentencia sapiencial (la que da título a la cantata), y un pequeño gesto rítmico de los instrumentos (una alegre gavota, para iluminar sin duda un tema tan serio), da paso a un coro muy vivaz, en ritmo ternario, sobre el texto “en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17, 28).
Un dramático contraste introduce una segunda idea sapiencial: vivimos el tiempo justo que Dios haya determinado. El coro queda callado tras las palabras “cuando Él quiera”. En pocos compases, pues, el oyente pasa de la reflexión alegre a la constatación trágica, pasando por el recuerdo de que todo el fluir de la vida lo hacemos “en Él”.
El segundo número, un arioso para tenor, ilustra Sal 90, 12: “Enséñanos a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sensato”. La voz del salmista David se va entrelazando con las dos flautas, sobre el acompañamiento de las dos violas de gamba y el continuo, para exhortarnos a no descuidar el deber que tiene todo creyente de adquirir una sensata preparación para el momento de morir.
De repente irrumpe el bajo que protagoniza el tercer número tomando la voz del profeta Isaías para cantar “prepara tu casa, porque has de morir y no permanecerás vivo” (Isaías 38, 1). Es la advertencia que hace el profeta al moribundo rey Ezequías, con quien debe identificarse el oyente, de modo que, igual que Ezequías se recuperó al creer al profeta, el cristiano supere la muerte por su fe en Jesucristo.
El desasosiego que suscitarían estas palabras en el rey se representa con la inquieta figura rítmica que repiten las flautas, esta vez sin la ternura de las violas da gamba, y que queda resonando cuando la voz enmudece.
Sin solución de continuidad, el coro toma la voz del sabio para cantar “es ley eterna que el hombre debe morir” (Eclesiástico 14, 17). El complejo contrapunto que teje el coro se hace cada vez más denso, privado además del timbre de violas y flautas. Como tratando de salir de esta telaraña agobiante, el alma, cuya voz toma la soprano, presenta su angustiosa súplica con las palabras “Sí, sí, ven Señor Jesús” (Apocalipsis 22, 20). Con ellas vuelve la ternura de las violas, pero por poco, pues el coro opresivo vuelve a repetirse una y otra vez, como enredando al alma en el miedo ante la muerte (“el hombre debe morir”). Enmudecido coro e instrumentos, en un gesto dramático genial, la soprano canta una melodía en caída libre sobre el bajo continuo, que termina con las palabras “ven, Señor Jesús” en susurro y ya sin acompañamiento alguno.
La voz de Cristo
Ante este grito del alma, se abre el bloque luminoso del Nuevo Testamento. En primer lugar, el alto recuerda las palabras de Cristo al morir para que el alma las haga suyas: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23, 46). Es una serena melodía, acompañada tan sólo por el bajo continuo, como lo estaba la soprano al final del número anterior, que canta también con esperanza “Tú, el Dios leal, me librarás” (Salmo 31, 6).
Las entrañables violas da gamba regresan cuando aparece el bajo trayendo la misma “vox Christi”, quien en persona consuela al alma cantando “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23, 43). Como hará más tarde en la Pasión según san Mateo, la musicalización de Cristo como un bajo acompañado por las cuerdas ofrece una representación que sintetiza genialmente el poder divino de Cristo con la ternura de su humanidad.
Como es propio de las cantatas tempranas, cuando el bajo repite su intervención lo hace sobre una melodía coral, cantada por el alto y acompañada por las violas da gamba. El coral pone música a una breve estrofa escrita por Lutero sobre el cántico de Zacarías “Ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz”.
El número termina con este coral flotando sobre un rico contrapunto elaborado por las dos violas sobre el continuo, como dejando saborear esta certeza de paz y gozo que queda en el alma después de todo lo experimentado en este Acto.
Para terminar, hay que ofrecer al Dios que nos ha redimido del pecado y ha cambiado en esperanza nuestra angustia ante la muerte, el agradecimiento y la alabanza que merece. Para ello, vuelven las flautas de pico para acompañar al coro y todo el conjunto instrumental en una glorificación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, de nuevo con el ritmo danzable de la gavota, subrayando la alegría y la fuerza que recibe el creyente de su fe. Y como esa fuerza viene de Jesucristo, este coro final conduce a una fuga llena de vida y movimiento, que termina con las palabras litúrgicas “Por Jesucristo, Amén”.
El sorprendente final de este coro queda aquí sin desvelar, para que cada oyente lo pueda descubrir por sí mismo. Para ello se puede recurrir a una buena grabación del conjunto ruso «Bach-Consort», en la que además de escuchar esta cantata maravillosa es posible seguir visualmente las intervenciones de las diversas voces e instrumentos.