Parece que los momentos más difíciles son siempre los que dejan al descubierto la autenticidad de nuestras opciones fundamentales más profundas. Estábamos acostumbrados a planificar con tiempo, a tener seguridades en cosas exteriores, a disfrutar cuando quisiéramos de los amigos y seres queridos, a ser espontáneos, etc. Este último año nos ha trastocado todo y ha dejado claro en qué estábamos poniendo nuestras seguridades y esperanzas. Quienes ya tenían una fe profunda, lo han tenido mejor. Otros han tenido que replantearse muchas cosas. Y muchos se han visto deprimidos, desesperanzados, amargados, superados por la situación.
¿Qué hace que unos vivan de un modo y otros diferente las mismas circunstancias? Algunos estudios apuntan al sentido de la vida. Nuestros modos de vivir la fe hacen que mantengamos la paz y el equilibrio o no. La cuestión está en si nuestra religiosidad es solo tradición y cumplimiento o si es experiencia y convicción. En la primera se suele poner la fe en las prácticas externas sin un compromiso con el Evangelio ya que no ha habido una experiencia personal de Dios. En cambio, en el segundo modo, la persona vive descentrada de sí misma, ha comprendido e interiorizado bien el misterio del Amor de Dios. Y esto provoca una fe mucho más profunda que compromete con los demás y afecta al modo de vivir en la sociedad. Esta fe da razones para la esperanza y la vivencia de emociones positivas en medio de cualquier situación.
En este sentido, no deberíamos olvidar que el mejor regalo que podemos hacer a los hijos es la vivencia de una fe comprometida. El mundo futuro, pospandemia, no será fácil. Nuestro planeta se deteriora, la economía que conocíamos hasta ahora empieza a cambiar, la globalización acentúa realidades positivas, pero también negativas. Y nuestros actuales niños y jóvenes no lo tendrán fácil.
La fortaleza, la resiliencia, las habilidades emocionales y comunicativas, serán parte de la mejor herencia que podemos dejar.