España

Mons. Luis Argüello: “Todos los carismas de la Iglesia son necesarios”

Durante los últimos cuatro años el nombre de Luis Argüello ha estado ligado, esencialmente, a la Secretaría General de la Conferencia Episcopal Española, pero, desde el pasado noviembre, Mons. Luis Argüello tiene una única y clara misión: pastorear la Iglesia diocesana en Valladolid. Una sede en la que ya ha servido como auxiliar de su predecesor, Mons. Ricardo Blázquez y en la que ha vivido toda su vida sacerdotal. 

Maria José Atienza·12 de enero de 2023·Tiempo de lectura: 8 minutos
argüello

Mons. Luis Argüello García es, desde julio de 2022 el arzobispo de Valladolid. Licenciado en Derecho Civil, fue profesor universitario antes de ingresar en el seminario. De su faceta como profesor perdura su profundo análisis de la realidad y su conocimiento del ser humano, así como una vasta cultura que se abre paso en las conversaciones e intervenciones de quien ha sido, durante cuatro años, el portavoz del episcopado español. 

Su nueva etapa en la Iglesia en Valladolid, la sociedad actual, la secularización, son temas que aparecen en esta conversación con Omnes en la que Mons. Argüello amplía su análisis desde las tierras castellanoleonesas a la Iglesia universal. 

Usted no llega “de nuevas”. Valladolid ha sido siempre su diócesis y en ella ha servico como obispo auxiliar. Pero, ¿no se le pide a todo nuevo obispo cierta novedad?

—La Iglesia siempre conjuga fidelidad y novedad. En este sentido, mi propia posición en Valladolid se sitúa también en este equilibrio. Por una parte, he compartido ya muchas responsabilidades en estos años en Valladolid. Desde ahí, hay una senda de fidelidad; pero creo que las propias características de la Iglesia vallisoletana y de la propia sociedad de Valladolid me piden, a mí y a toda la Iglesia diocesana, un impulso de novedad. ¿En qué puntos? Yo diría que en todo lo que significa la trasmisión de la fe, tanto anuncio como iniciación cristiana. Una llamada a una nueva manera de estar en el territorio y en la sociedad y un aliento para testimoniar la novedad del amor de Jesucristo a nuestros contemporáneos.

Habla del anuncio de la fe. La escucha a la Iglesia parece cada vez menor, especialmente entre los jóvenes. ¿No existe interés, o no sabemos dirigirnos al mundo de hoy?

—Creo que hay un poco de ambas cosas. Todo el camino de la secularización, de la autonomía de personas y sociedad respecto de Dios, y de lo que la Iglesia significa, tiene un acento singular. No sólo en los jóvenes, sino en las personas de menos de 60 años que, casualmente son los padres de los chicos y adolescentes. Es, precisamente, la secularización de la generación que hoy tiene entre 40 y 60 años lo que más influye en el desconocimiento de Jesús y de la Iglesia que tienen muchos de los niños, adolescentes y jóvenes. 

Por otra parte, hay un ambiente cultural que propone otros “atractivos” al sin duda corazón en búsqueda de adolescentes y jóvenes. 

Evidentemente la Iglesia, las comunidades cristianas, la vida de las parroquias…, tienen también su responsabilidad. Quizás, a la hora de la propuesta de la catequesis, de la formación de adolescentes y jóvenes etc., hemos continuado en una inercia sin tener en cuenta este gran cambio del contexto vital, familiar y cultural en el ambiente de los colegio, los institutos o el ambiente que entra por las pantallas. 

Con todo, creo que las generalizaciones, además de ser injustas, despistan. Hace pocos meses vivíamos la Peregrinación de Jóvenes en Compostela (PEJ’22) y es verdad que eran 12.000 personas en el conjunto de los jóvenes españoles, es decir, una gota. Pero en ese encuentro se percibió en los jóvenes una búsqueda especial de un sentido nuevo, de aquello más explícitamente sobrenatural, si se me permite la expresión, y no tanto de “actividades”. Me sorprendió, por ejemplo, el interés que mostraron los jóvenes en los talleres de razón y fe, de ciencia y fe, el estudio de algunos de los filósofos de moda en la actualidad, una manera de enfrentarse también a las series o películas. Se manifestaba una inquietud de los propios participantes: la de querer dar razón de su fe a sus compañeros de instituto y de universidad. Eso también existe. 

Cada vez estoy más convencido de que la época que vivimos es una época post-secular, y los acentos de la vida de la Iglesia están marcados, en muchos casos todavía, por la vivencia del tiempo pre-secular. 

En esta post-secularidad hay búsquedas insospechadas, de lo mas variopintas, a veces de lo más estrambóticas; pero también hay búsquedas de sentido, de espiritualidad y de Dios 

¿Entonces, se trata de dar una nueva propuesta?

—Exactamente. Se trata de ofrecer, sin complejos, aquellos que creemos y que intentamos vivir. Con humildad, con una confianza mayor en la gracia. 

Una de las características de este tiempo post-secular es que la Iglesia, en occidente, sale de siglos y siglos de un empaste entre sociedad e Iglesia, que ha marcado unas determinadas relaciones con los poderes. Aún estamos ahí, porque estos procesos duran mucho, duran siglos, y tenemos que tener una nueva manera de estar en el territorio.

En Castilla y León hay montones de pequeños municipios, de pocos habitantes, dispersos…, y en todos, el gran edificio es la iglesia. En todos, hay una torre con un campanario y, hasta hace no mucho tiempo, debajo de cada torre había un bonete.

Nuestra forma de estar en el territorio es, a día de hoy, otra. Nuestra forma de comprender la parroquia ha de ser otra. Esto en lo que se refiere al territorio. Y luego, la forma de estar en la sociedad; en la que hay un cruce de caminos porque, para determinados aspectos, la gran mayoría de nuestra sociedad de estos municipios castellano leoneses sigue siendo católica: para celebrar las fiestas del patrono, en la Semana Santa, en la Navidad. Pero luego, en montones de aspectos de la vida cotidiana se vive como si Dios no existiera, también en los pueblos pequeños, 

Mons. Chaput apunta que consideramos la fe “un mueble bonito que hemos heredado” y que no encaja en nuestro pisito moderno…

—En muchos casos, creo que es así y a veces, incluso, sin el pisito moderno. Pero, al mismo tiempo, hay búsqueda, hay inquietud, porque el Señor va siempre delante. 

Lo que hablamos como una “transformación eclesial” forma parte de un giro social en el que el elogio a ultranza de la autonomía del individuo frente al común, de la libertad frente al amor, genera insatisfacción, genera malestar. Un malestar muy concreto que se llama “soledad”, que se llama “consumo de psicofármacos”; en el límite, se llama no saber qué hacer con la vida. 

Por otra parte, hay un deseo escondido que aparece en miles de pequeñas causas de fraternidad, de bien común, de cuidado de la creación, etc. Eso es lo que subraya con frecuencia el Papa Francisco. 

La característica del kerygma de Francisco es que es trinitario. El centro es siempre el anuncio de que Jesucristo ha vencido al pecado y la muerte, pero junto a esto, anunciar a Dios creador y, desde ahí todo lo que surge de la afirmación de la creación: las dimensiones ecológicas. Anunciar también que Dios es Padre. De ahí, nace el hablar de fraternidad, de vínculos, de alianzas. 

Estos dos latidos son fuertes en el corazón de nuestros contemporáneos pero, a veces, parecen imposibles de vivir, porque se estima más fuerte el latido de la autonomía que el de la fraternidad. 

Otro de los temas que viene implícito al hablar de una sede castellano-leonesa es el del patrimonio. ¿Estamos convirtiendo las iglesias en simples museos? 

—El principal desafío de la mayoría de los templos de Castilla y León es que están cerrados, que ni siquiera se abren para ser visitados. El segundo desafío es su conservación, porque los hemos recibido de generaciones pretéritas. El tercero es que unos edificios que se mantienen y se puedan abrir para lo que fueron creados, es decir, para hacer posible la entrada a un ámbito que nos sitúa ante el misterio de Dios y su presencia. 

En un tiempo como el nuestro, que es misionero, y en el que muchas personas no conocen los códigos del propio templo y no reconocen la presencia real del Señor en el Sagrario, además tenemos el reto de que la apertura y la visita, quizás al inicio con un criterio más histórico-cultural, pueda ser una ocasión para conocer lo que el templo es, lo que significa el templo, también lo que significa el Sagrario con una lámpara encendida. 

Esta es una cuestión discutida, especialmente, en las relaciones con las administraciones públicas. Porque muchas de estas construcciones se levantaron como edificaciones eclesiales, pero también es verdad que lo hicieron en un tiempo en el que ese empaste entre sociedad e Iglesia del que ya he hablado era muy grande. 

Por otra parte, la Iglesia es consciente de que ella sola no puede mantener muchos de estos edificios situados, muchas veces, en los pueblos pequeños. Esto es algo que no sólo ocurre en Castilla y León sino que pasa en otros lugares de España. 

Reconocemos que son lugares eclesiales y que su razón de ser es la celebración del culto, pero hay que recordar que “culto” y “cultura” tienen una misma raíz. ¿Cuál es el problema? Que, desgraciadamente —no solo en los templos sino en la vida en general—, la cultura tiene más que ver con productos culturales y cada vez menos que ver con el cultivo de la natura, que es lo que nos define como humanos. 

Hoy “lo cultural” está muy de moda. En cuanto te descuidas, oyes hablar de cultura: la cultura el vino, la cultura de la abubilla verde…, pero no se sabe muy bien qué significa eso. Más bien lo que uno percibe es que hay productos culturales. 

El riesgo de nuestro patrimonio eclesial es que sea un producto cultural más, tan sólo medido por su valor económico. Evidentemente su valor económico no es desdeñable, especialmente en una época de fuertes crisis económicas…, pero lo genuinamente cultural es aquello que cultiva la naturaleza humana. Los templos añaden a ese coloquio entre cultura y natura aquello que, para un creyente, constituye la clave de ambas: la gracia. La gracia que está en la natura, en la naturaleza humana –porque somos don de Dios– y la gracia que se hace cultura, manera de vivir, y que transforma la naturaleza, en la vida nueva, en la vida eterna. 

Cuando los obispos de la Iglesia en Castilla impulsan Edades del Hombre, ya en el texto fundacional se habla tanto del diálogo fe–cultura como de una Iglesia samaritana ante estas realidades de una sociedad que se disuelve como lo que habría de ser seña de identidad de la Iglesia en Castilla. Evidentemente, para muchas personas, Edades del Hombre es tan sólo una marca cultural que se mide por el valor económico que deja en la hostelería.En otros aspectos, Edades del Hombre trata de contar, año tras año, un relato que tiene que ver con la propuesta genuinamente cultural de la Iglesia. 

Usted conoce la Iglesia española a fondo. En los últimos documentos de la CEE se ha hablado repetidamente de la necesidad de la unidad entre los cristianos. ¿Percibe división dentro de la Iglesia? ¿Hay corrientes enfrentadas?

—La desunión siempre es antievangélica; las corrientes, no. 

Nosotros somos católicos. No somos una de esas múltiples Iglesias salidas de la Reforma en las que, cada vez que surge un acento o una diversidad surge una nueva Iglesia. 

En la Iglesia católica a las diversas sensibilidades a veces les llamamos carismas, que han dado pie a congregaciones religiosas, movimientos, comunidades…, distintas en la Iglesia y todas reconocidas y proclamando el mismo Credo y reconociendo en los sucesores de los Apóstoles el principio de unidad. 

La comunión católica no es una comunión en una uniformidad en la que todos, exactamente vivimos con la misma intensidad las mismas páginas del Evangelio. 

En las épocas de crisis, es cierto que se produce un fenómeno típico: el de la tensión entre las diferentes percepciones. Unos hermanos ponen el acento en una orilla y otros en la otra orilla. Hablamos de nuevo de fidelidad y novedad. 

Las épocas de gran cambio sitúan a la Iglesia en polarizaciones. A veces desde la buena intención y a veces desde las consecuencias del pecado original. 

El Papa Francisco es el primer Papa que viene de una megalópolis del sur; esto a los europeos nos descoloca un poco. Pero también descolocó el Papa Wojtyla, que venía de una Polonia que había sufrido dos totalitarismos, o la altura intelectual de Benedicto XVI… que llegaron tras siglos de Papas italianos. 

En este pontificado, el Papa Francisco pone el acento en el kerygma, la (Evangelii Gaudium) y para anunciar el kerygma, hay que ser santo (Gaudete et exultate). Este kerygma que anunciamos nos coloca en un coloquio social, porque el kerygma tiene una encarnación (Fratelli Tutti)… 

La propuesta moral que nosotros hemos de hacer tiene una raíz que es una antropología, y esa antropología tiene una luz, que es la cristología, Cristo. Entrar en debates morales con individuos que no comparten la antropología o que rechazan que en Cristo, el Verbo encarnado, se haya manifestado “al hombre lo que significa ser hombre” es, como poco, complicado. 

El Papa nos llama a anunciar lo esencial y desde ahí construir una propuesta de persona y de moral. Es fácil decirlo y, efectivamente, hay quien puede sentirse desarmado ante los grandes debates sociales y morales. Pueden tener razón, si no tenemos un empeño grande en el anuncio de Jesucristo, del Padre y del Espíritu Santo. 

Para evangelizar situaciones personales tan variopintas como las actuales todos los carismas de la Iglesia vienen bien y las diversas sensibilidades se han de unir en una comunión fundante, la acogida del credo y la centralidad de la Eucaristía.

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