La exhortación Pastoral “Asumir la realidad de la Patria”, publicada tras la 105 Asamblea Plenaria anual de la Conferencia Episcopal de Venezuela del 7 al 12 de enero, es un llamamiento a la paz y al perdón. En ella, los obispos abogan por “trabajar por el diálogo, la reconciliación y la paz. Invitamos a todas nuestras instituciones a implementar, con creatividad y coraje, gestos y acciones que nos hagan vivir y gustar con alegría y sacrificio, los frutos de la solidaridad y la fraternidad: una mayor atención a los pobres, a los enfermos, a suscitar con creatividad iniciativas para la paz y para llenar los vacíos ante la escasez de alimentos y medicinas, tales como ‘las ollas solidarias’ o cualquier otra forma de atención a las necesidades de la comunidad”. Terminada la reunión pudimos conversar con Mons. Juan Carlos Bravo, obispo de Acarigua-Araure.
Monseñor, con 48 años, usted es uno de los obispos más jóvenes del país.
—Mira, yo no quería ser obispo. El nuncio me llamó me negué de plano. Le sorprendió la determinación de mi respuesta. Me mandó a rezar y a pensar. Me llamó otra vez y me negué de nuevo. Le dije que nunca en mi vida he querido, ni he buscado ni deseado ser obispo. Me respondió que el Papa Francisco está buscando obispos que ni quieran, ni busquen, ni deseen ser obispos. Yo insistí en que soy campesino, de barrio y no sirvo para eso. Él me respondió: el Papa Francisco está buscando obispos que tengan olor de oveja. Al final acepté por obediencia. Detrás estaba la voluntad de Dios.
¿Cómo fue su formación y primeros encargos pastorales?
—Ingresé al seminario con los Operarios Diocesanos. Cursé filosofía en Caracas y teología en Mineápolis (Estados Unidos). Estudié en el Instituto Ecuménico Tantur, en Jerusalén, durante la guerra del Golfo. Fue una experiencia única que me fortaleció en mi opción de vida y en mi seguimiento personal de Jesucristo.
Me ordené en Ciudad Guayana en 1992 y trabajé diez años en la Curia. Fui cuatro veranos a México a estudiar Pastoral. Cansado del trabajo organizativo pedí irme a un pueblo alejado, donde nadie quisiera ir. Fui a parar a Guasipati en el extremo oriental del país. Allí estuve doce años hasta el nombramiento episcopal.
También ha sido párroco de un pueblo remoto durante doce años…
—Ha sido la experiencia más importante de mi vida. Eran más de 40.000 almas dispersas en 8.500 kilómetros cuadrados. No habían tenido sacerdote por cincuenta años. Al comienzo tomaba la moto y me metía por todas partes: mercados y caseríos, campos de cultivo, conociendo el pueblo, visitando enfermos. Eso me ayudó a llegar a todos los sectores y organizar la vida parroquial.
Más que organizar la estructura eclesial, lo esencial fue la relación profunda con la gente. Empecé a quererlos mucho. Me serví de algunas iniciativas “distintas” para entrar en sus vidas. Fui maestro de escuela elemental en un barrio muy peligroso, donde nadie quería trabajar. Disponía del tiempo pero, sobre todo, quería mostrar que para transformar la sociedad y a las personas había que comenzar desde la infancia.
Le dediqué muchas horas a los campesinos y a los caseríos pobres. Trabajé con ellos. Así pudimos promoverlos y llevarlos a la vida sacramental, a la vida de la iglesia. Yo había asumido que me quedaría allí para siempre. Y la gente percibió que yo les pertenecía en propiedad. Por esto, cuando me buscaron para ser obispo yo fui el primer sorprendido. Algunos en el pueblo lo consideraron una traición. Duele mucho. Es una renuncia muy fuerte. Llegué a Acarigua para ejercer mi ministerio, con el mismo cariño, con la misma intensidad y con el mismo amor que puse en Guasipati. El mismo día de la toma de posesión fui a echar una mano en un barrio que se había inundado.
¿Se puede decir que la espiritualidad de comunidad es el motor de la acción pastoral?
—Pero para mí lo más importante es dónde queremos ir. El gran reto es hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión eclesial.
El Papa invita a “sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como ‘uno que me pertenece’, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad”. Sin esta disposición, las estructuras y todo lo que hagamos carecerá de sentido y terminarán vacías. Por tanto, nuestra opción debe ser la santidad personal y el anuncio del Reino.
Si nuestra relación personal con Dios es profunda, constante, y descubrimos a Dios en el hermano, la acción comunitaria no será cosa vacía, sin alma. Estamos tratando de promover en toda la diócesis la espiritualidad de comunión: incluyendo a los sacerdotes, religiosos, agentes evangelizadores y a todos.
El Papa Francisco nos anima en el mismo sentido cuando dice que no debemos anunciarnos a nosotros mismos sino anunciar a Jesucristo. Esta espiritualidad debe partir de la palabra de Dios y del encuentro personal con Jesucristo.
¿Y respecto a los sacerdotes y seminaristas?
—Para mí es fundamental la calidad espiritual y humana del sacerdote. Quiero sacerdotes que amen a la gente. Nuestra razón de ser es el servicio, pero a veces no estamos a la altura. Tenemos un proyecto para inspirar en los seminaristas este espíritu de comunión. Que tengan acompañamiento espiritual, ayuda en su discernimiento, para formar una clara opción por Jesús, por la santidad, por el Evangelio y ser formados insertados en la realidad de la vida parroquial.
También quiero que haya sacerdotes que se preparen, que se formen, cuando estén insertados en una parroquia al menos por tres años. Una vez que la organicen, y me atrevo a decir, que sean capaces dejar la parroquia organizada de modo que pueda funcionar sin párroco al menos por dos años, entonces merecen ir a estudiar. Y cuando regresen deben venir a servir a los más pobres. Porque si lo que estudiamos no nos sirve para servir a los pobres, no nos sirve para nada.
Luis, estudiante de Comunicación Social, está haciendo las fotografías. Sigue con atención la entrevista y pregunta a Mons. Bravo:
¿Cómo podemos los jóvenes, que no tenemos un título eclesiástico, acercar a nuestros amigos a Dios y a la Iglesia?
—Este es precisamente el punto: para mí lo primordial no es ser obispo ni sacerdote. Para mí, lo primordial es que soy bautizado, y eso es lo que me hace cristiano. En la medida en que nos apoyamos en nuestra condición de cristianos podemos ser anunciadores de Jesús. A veces pensamos que somos “alguien” en la Iglesia cuando alcanzamos un estatus.
América Latina es un continente mayormente joven, y debemos acercarnos a ellos a través de sus mismos medios, particularmente las redes sociales.
Por su parte, Francisco sabe enganchar con los jóvenes y les habla su lenguaje, les dice “quiero lío”. Tenemos que desarrollar una pastoral juvenil hecha por los mismos jóvenes: protagonistas de su propia acción evangelizadora. Los jóvenes tienen una fe inmensa y un hambre de Dios muy grande.
¿Cuáles han sido los momentos en que Dios le ha pasado más cerca?
—Yo trato diariamente de descubrir dónde pasó Dios por mi vida hoy. Hay dos oraciones que me ayudan mucho. La de Charles de Foucault: “Señor, aquí estoy. Por todo lo que hagas de mí te doy gracias”.
Y la otra oración es de Juan XXIII: “Señor, esta es tu Iglesia, está en tus manos, yo estoy cansado, me voy a dormir”.
A veces me preguntan si tal o cual asunto me quita el sueño. Yo no quiero que los problemas me impidan dormir y digo: “Señor, esta es tu Iglesia, está en tus manos, yo estoy cansado…”. Con mis palabras le digo: “Eso es problema tuyo y a ver qué haces para arreglarlo”. Yo creo que Dios entiende este lenguaje. Además con frecuencia me asombra el impacto que nuestra conducta ordinaria tiene en la gente. Es cuando Dios me recuerda: en medio de tus miserias eres un instrumento para hacer grandes cosas en Dios.
Caracas