El célebre film Amadeus de Miloš Forman, recoge una escena singular. Mozart, ha conseguido, no sin esfuerzo, que el emperador le permita componer una ópera que finalmente logra presentar ante la corte. Se trata de Las bodas de Fígaro. La escena es narrada por Salieri, también compositor y músico, que asiste al estreno. A pesar de su animadversión hacia Mozart, la belleza de la música le impacta de modo notable, suscitando en él una mezcla de envidia y admiración.
La tensión dramática se dirige, sin embargo, hacia el emperador, que en franco contraste con los sentimientos de Salieri, expresa su aburrimiento a través de un bostezo que es notado por todos. La película sitúa en este punto el declive de la carrera de Mozart que, a partir de ahí, perderá paulatinamente el aprecio de la corte. Poco después se ve a Mozart, tenso y preocupado por la poca acogida que su composición tuvo ante el emperador. Salieri, intenta explicarle lo sucedido. No se trata, dice, en modo alguno, de una deficiencia en la composición o de una melodía mal interpretada. La causa ha de buscarse en el mismo emperador, que al ser incapaz de mantener su atención durante tiempos prolongados, cae fácilmente en el aburrimiento, aunque se encuentre frente a una bellísima creación artística.
El nuevo marco cultural
Esta escena resume de alguna manera el desafío que implica la liturgia para el hombre de todas las épocas, porque la grandeza del encuentro con Dios a través de la celebración litúrgica, muchas veces está en franco contraste con la escasa acogida que se le dispensa.
La liturgia tiene una grandeza sublime: en ella, “Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual” un acontecimiento verdaderamente único, porque “todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte […] participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1085). “La liturgia constituye una experiencia viva del don de Dios y una gran escuela de la respuesta a su llamada. […] Nos descubre el verdadero rostro de Dios; nos pone en comunicación con el misterio de la Pascua” (Pastores dabo vobis, n. 38). En la liturgia, y a través de su lenguaje sacramental, el hombre toca, por decirlo de alguna manera, la belleza del misterio de Dios. Pero estos tesoros no se abren si no es a través de un largo y paciente camino de oración.
Es preciso desarrollar la capacidad de adentrarse en el misterio de la liturgia. Se trata de una tarea para todas las épocas, porque la oración y la apertura hacia Dios requieren el pleno ejercicio de la libertad humana que siempre debe dar un “sí” decidido a los suaves impulsos de la gracia.
Este cometido asume unos rasgos particulares en el marco de una época en la que la tecnología marca una fuerte impronta en el modo de acercarse a la realidad. Las nuevas generaciones crecen en medio de interfaces rápidas e intuitivas; asisten a espectáculos en tiempo real, aunque no estén físicamente presentes; tienen, a través de las pantallas unas posibilidades de entretenimiento y diversión prácticamente innumerables y pueden conocer hechos de modo inmediato, aunque hayan ocurrido a miles de kilómetros de distancia.
La dificultad de la liturgia
Frente a este modo de relacionarse con el mundo que les rodea, la comprensión del lenguaje litúrgico presenta unas dificultades particulares. Captar la belleza de la liturgia requiere atención y paciencia, cultivar el recogimiento interno y externo, imbuirse de los símbolos y las realidades que significan, aprender a esperar y desarrollar el asombro ante una realidad que no nos pertenece y que al mismo tiempo nos comunica algo de lo divino. Desarrollar esta capacidad es un reto frente a una disposición en la que se buscan impulsos superficiales, inmediatos e impactantes. De todas formas, no todo el panorama es negativo. Ciertamente nuestra época tiene su problemática específica, pero las nuevas generaciones tienen también un potencial que la liturgia puede aprovechar. Por una parte, se puede mencionar, lo que, a falta de una expresión mejor, llamaríamos “sentido de globalidad”.
La gente joven percibe con notable claridad que sus decisiones individuales no son nunca eventos aislados. Son particularmente conscientes de la influencia recíproca que es propia de toda interacción humana pero que en la era de la tecnología ha multiplicado su incidencia en términos de rapidez y difusión. Esta marca cultural que deja huella también en el ámbito de lo personal facilita enormemente la capacidad de entender a la Iglesia como el Cuerpo Místico de Cristo, en el que cada parte vive del todo y tiene una función única en insustituible en todo.
También cabe destacar la sensibilidad a problemas que quizá no les atañen directamente, pero en la que se sienten particularmente involucrados y dispuestos a colaborar. Se sienten implicados en ámbitos tan variados y diversos como el calentamiento global; la conservación de la biodiversidad; la guerra en regiones lejanas; la situación de los menos favorecidos.
El desafío de lograr que los jóvenes se involucren en la liturgia presenta en nuestra época unos retos particulares que ocupa y a veces preocupa a sacerdotes, catequistas y agentes de pastoral.
Enfrentar los retos
Cabe indicar, en primer lugar, un señalamiento evidente: la liturgia no puede, ni debe, competir con la industria de la diversión. Indudablemente, dentro de las posibilidades de elección hay que optar por aquellas que faciliten la participación fructuosa y activa del pueblo, tal como señala el Concilio Vaticano II.
Sin embargo, nunca se debe perder de vista que el fin de la liturgia es el encuentro con Dios para rendirle culto en Cristo y con Cristo, y, por tanto, en la Iglesia. Desnaturalizar este principio fundamental en aras de una practicidad mal entendida, sería una traición a las personas que participan porque se les privaría de un encuentro con lo divino, sustraído subrepticiamente por un momento de entretenimiento. Aunque propuestas como estás puedan tener un éxito efímero, fracasan a la larga porque las personas siempre pueden encontrar otros espacios de diversión.
En no pocas ocasiones es necesario trabajar con paciencia, sin prisas, formar y educar lentamente, desarrollar la sensibilidad para la belleza y lo sagrado. Es necesario contar con la gracia, y atraerla con oración y un trabajo abnegado que tiene mucho de sacrificio.
Para ayudar a los demás, es necesario, en primer lugar, a vivir personalmente la liturgia. “El primer modo con el que se favorece la participación del Pueblo de Dios en el Rito sagrado es la adecuada celebración del Rito mismo” (Sacramentum caritatis, n. 38).
Nadie da lo que no tiene. Y, según un conocido principio litúrgico, nadie puede hacer rezar, si él mismo no reza primero. Se puede decir que la liturgia es una escuela de oración, no solamente para los jóvenes, sino para todos los que participan en ella, y de modo particular para el sacerdote, que actúa in persona Christi. Quien se adentra en el riquísimo mundo de la liturgia, pronto descubre que en este “arte de la oración” -la frase es de san Juan Pablo II- nunca se acaba de aprender. “En la liturgia el Señor nos enseña a orar, en primer lugar, dándonos su Palabra, después introduciéndonos en la Plegaria eucarística con el misterio de su vida de su cruz y de su resurrección”, señalaba Benedicto XVI en un encuentro con párrocos.
Las dimensiones de esta formación abarcan lo intelectual, que llega a comprender cada vez mejor el sentido de los ritos, las oraciones y especialmente la Palabra de Dios; pero también abrazan las dimensiones afectivas, formando poco a poco al hombre para que ore con su sensibilidad; y llega también al ámbito de lo corporal, que también participa de la acción litúrgica. Solamente quien está verdaderamente imbuido de la liturgia puede transmitirla como una experiencia viva. Y esto es de particular importancia con los jóvenes, que siempre se caracterizan por una especial sensibilidad para lo auténtico y para responder a ello con energía.
Elementos a favor
La música juega un papel esencial en esta dinámica. Dice Aristóteles: “Nada hay tan poderoso como el ritmo y el canto de la música, para imitar, aproximándose a la realidad tanto como es posible […] los sentimientos del alma”. A través de la música se pueden potenciar los sentimientos y con ello una participación que involucre tanto la inteligencia como los afectos.
En este sentido, es particularmente elegir piezas adecuadas a través de unos criterios que dependen en gran medida de la celebración y de los asistentes. En todo caso, es necesario tener siempre presente que la música está en función de la liturgia, y no a la inversa. Además, debe considerarse que en nuestra época hay una considerable y abundante producción de música religiosa, pero esto no quiere decir toda ella pueda o deba incorporarse a la celebración. Para que la música religiosa pueda ser parte de la liturgia se requiere un discernimiento cuidadoso que permita integrarla en la celebración con el consentimiento de la autoridad eclesiástica.
También es importante cuidar la formación en el lenguaje simbólico. Dice el Catecismo que “toda celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su Padre, en Cristo y en el Espíritu Santo, y este encuentro se expresa como un diálogo […] las acciones simbólicas son ya un lenguaje”. Entender este aspecto de la dinámica de la liturgia es fundamental para que la participación sea activa y consciente. Como explica Guardini, “en la Liturgia, no se trata en primer término de conceptos, sino de realidades para hacerlas asequibles es necesario enseñar a descubrir en la forma corpórea el fondo, en el cuerpo el alma, en el suceso terreno la virtud sagrada oculta”.
Es necesario aprender a desentrañar, y cuando sea necesario, descubrir las riquezas de los textos y las ceremonias litúrgicas. Nos lo recuerda la Sacramentum caritatis: “En las comunidades eclesiales se da quizás por descontado que se conocen y aprecian, pero a menudo no es así. En realidad, son textos que contienen riquezas que custodian y expresan la fe, así como el camino del Pueblo de Dios a lo largo de dos milenios de historia”. Se trata de la catequesis mistagógica, tan apreciada por los Padres de la Iglesia, en la que los tesoros de oración y de piedad que nos lega la oración de la Iglesia se vuelven accesibles a las nuevas generaciones.
La riqueza simbólica de la Liturgia es inagotable. Tanto en lo elementos físicos, sagrario, templo, altar, crucifijo, cirios, lámparas votivas, etc., como los gestos: de rodillas, de pie, la procesión, el rito de la paz, la inclinación, etc., encontramos un tesoro invalorable de piedad y de oración que siempre ofrece luces nuevas a quien medita con asiduidad.
Un elemento que conviene desarrollar con extensión es todo lo relativo al tiempo litúrgico. De esta manera, los jóvenes pueden entender que la celebración litúrgica es más que un paréntesis sagrado en medio de los afanes cotidianos, sino que lo vivido y celebrado debe dejar su impronta también en la actividad ordinaria.
La Catequesis Mistagógica
En la catequesis mistagógica se pueden aprovechar todos los recursos que ofrece la técnica moderna: presentaciones, videos, colecciones musicales, conferencias a distancia usando internet, etc. Puede ser también muy útil e instructiva una descripción, más o menos detallada del Misal y de su estructura. Para muchas personas puede ser también una muy buena alternativa un misal de fieles –o su equivalente electrónico– que les permitirá seguir con atención la Eucaristía incluso en condiciones de una cierta precariedad.
Es importante tener la certeza de que por muy conocidos que puedan resultar algunos textos o ceremonias, siempre encierran riquezas insospechadas. Una idea ilustrativa nos la puede proporcionar un suceso de la vida de san John Henry Newman. Cuando pertenecía todavía a la confesión anglicana, recibió, como recuerdo de un amigo que había fallecido hacía poco, un Breviario Romano. Comenzó a rezar el oficio diariamente, comentando que la brevedad de las oraciones, la modulación majestuosa y austera de la liturgia romana y el tono meditativo y tranquilizador de los salmos, junto con la naturaleza precisa y metódica del Breviario, le gustaban extraordinariamente. Y todo esto, a pesar de la fuerte animadversión que en ese entonces todavía experimentaba en contra de la Iglesia católica.
En este punto, la homilía puede tener una función importante. Es un desafío integrarla armónicamente con el resto de la celebración litúrgica; y que tenga un contenido profundo y asequible al mismo tiempo y todo esto, dentro de una duración temporal adecuada, de preferencia breve. En más de una ocasión, la homilía podrá centrarse en algún aspecto relevante de la liturgia. Esto posibilitará que los fieles puedan entender mejor el sentido de la celebración y, en consecuencia, disponerse a participar de mejor manera. Puede ser oportuno abordar brevemente algún aspecto litúrgico en cada homilía siguiendo un plan sistemático. De esta manera, los jóvenes que acudan a las celebraciones de modo regular acabarán aprendiendo un buen puñado de nociones básicas.
Encuentro con la belleza
El encuentro auténtico con la liturgia es siempre un encuentro con la belleza. “La verdadera belleza es el amor de Dios que se ha revelado definitivamente en el Misterio pascual. La belleza de la liturgia es parte de este misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra” (Sacramentum Caritatis, n. 35). Sin embargo, esto no quiere decir que sea inmediatamente perceptible para todos. Al igual de lo que sucede en el mundo de la literatura, del cine, de la música, etc., se requiere un cierto aprendizaje, que en una medida no pequeña depende de un contacto sereno y abierto con la realidad.
C. S. Lewis, en su célebre libro Cartas del diablo a su sobrino ha tratado este argumento. El mundo refleja de alguna manera las perfecciones de Dios. Contemplarlo, vivir y participar en él, permite al hombre aproximarse de alguna manera al Creador. El gran riesgo del mundo actual es imponer un gigantesco velo tecnológico a través del cual no llegamos a la realidad en sí misma, sino solamente a su representación en pantallas y dispositivos electrónicos. Esto puede resultar entretenido y útil, pero puede sumergirnos en un mundo totalmente ficticio, como sucede en los videojuegos y de modo destructor, en la pornografía.
En esta burbuja no hay verdadera interacción con la realidad, sino más bien con la propia imaginación que está bajo estímulos potentes y de prolongada duración. Cuando finalizan, las construcciones imaginarias desaparecen y pueden provocar una dolorosa sensación de vacío que parece reclamar un nuevo estímulo. Es prácticamente que una persona esclavizada de esta manera pueda sujetarse seriamente a la sana disciplina de la oración.
Por eso, una parte importante de la educación litúrgica consiste en acercar a las personas a la realidad y aprender a disfrutar sanamente de ella. Las excursiones de montaña, el deporte, el tiempo dedicado a dominar un instrumento, la ayuda y el servicio a los demás, son experiencias muy valiosas, independientemente de que sus resultados puedan considerarse pequeños o insignificantes en relación a los problemas humanos. Independientemente de su efecto final en el exterior, cambian a las personas, motivan, abren horizontes y despliegan fuerzas dormidas, y crean hábitos internos y externos que son necesarios para participar con fruto en las celebraciones litúrgicas.
Uno de los apartados del Catecismo de la Iglesia Católica, como es bien conocido, se titula con estas palabras: “El combate de la oración”. En un sentido analógico, se pueden aplicar a la participación en la liturgia, que por otra parte, es también oración: la oración de Cristo y de la Iglesia. Es una tarea fundamental de todas las épocas enseñar a los cristianos a participar en la liturgia como un modo de corresponder a la gracia que siempre requiere la colaboración humana del esfuerzo y del interés sincero por acercarse a Dios.
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