La reciente encíclica del Papa Francisco Laudato si traza un marco de gran calado teológico y moral sobre nuestra relación con el medio ambiente, sobre “el cuidado de la casa común”, como subtitula este documento. El texto suscitó un enorme interés de los medios de comunicación y en estudiosos de diversas disciplinas relacionadas con el ambiente. Parte de esa polémica era consecuencia de su claro posicionamiento a favor de considerar un deber moral la adopción de compromisos sustanciales en el cuidado de la naturaleza.
Conversión ecológica
El Papa aboga por una visión nueva del ambiente, lo que denomina “conversión ecológica” (término ya acuñado por Juan Pablo II). La palabra conversión indica en la tradición cristiana un cambio de rumbo. En pocas palabras, el Papa nos está pidiendo en la encíclica una modificación sustancial en nuestra relación con la naturaleza, que llevaría a considerarnos como parte de ella, en lugar de como meros usuarios de sus recursos. “La cultura ecológica no se puede reducir a una serie de respuestas urgentes y parciales a los problemas que van apareciendo en torno a la degradación del ambiente, al agotamiento de las reservas naturales y a la contaminación. Debería ser una mirada distinta, un pensamiento, una política, un programa educativo, un estilo de vida y una espiritualidad que conformen una resistencia ante el avance del paradigma tecnocrático” (n. 111).
La actitud de muchos católicos ante la encíclica va desde la sorpresa a la sospecha. Se muestran confusos porque piensan que los temas ambientales son marginales, no tienen relevancia frente a otras muchas cuestiones donde se juega el futuro de la familia y la sociedad, y no entienden por qué el Papa les dedica una encíclica. No se atreven a criticarla abiertamente (al fin y al cabo es un texto del Papa, y tiene el mayor rango doctrinal de los que emite la Santa Sede), así que o bien la silencian, o bien la interpreten entresacando del texto lo que ellos entienden como más sustancial (en el fondo lo más tradicional, lo que esperaban leer). Sin embargo, una lectura atenta del texto papal permite comprobar cómo el cuidado de la naturaleza no es ajeno a la tradición católica, ni se trata de un tema marginal, sino que se engarza perfectamente con la doctrina social de la Iglesia, ya que los problemas ambientales y sociales están íntimamente relacionados.
Reconducir el sistema
Aquellos católicos que han criticado más abiertamente la encíclica lo hacen desde posiciones muy variadas, pero que en cierta medida convergen en el desacuerdo sobre la gravedad de la situación ambiental o las causas de ese deterioro. Según ellos no se ha tenido en cuenta la controversia científica, particularmente en el caso del cambio climático, avalando arriesgadamente un planteamiento sesgado de la cuestión. Si los problemas ambientales no son tan serios como describe al Papa, o no es responsable de ellos el ser humano, parece que se anularan las consecuencias morales y la base teológica sobre el cuidado del medio ambiente que supone el principal mensaje de la Laudato si.
Sin embargo, como han subrayado investigadores de gran relevancia, la encíclica muestra una visión bastante ecuánime de lo que sabemos actualmente sobre el estado del planeta, en función de la mejor información científica de que disponemos. En cuanto a las críticas que hace el Papa del modelo económico actual, parece que se identifica la denuncia a los excesos de un sistema con su oposición frontal. El actual modelo de progreso tiene muchos problemas, que los pensadores más lúcidos han denunciado en numerosas ocasiones. Entre ellos, es evidente que no hace a la gente más feliz y que resulta insostenible ambientalmente. No se trata de volver al paleolítico o de avalar el comunismo (que por cierto cuenta con un historial ambiental lamentable), sino de reconducir el sistema capitalista actual, especialmente en lo que atañe al capitalismo financiero, dando prioridad a las necesidades humanas y al equilibrio con el ambiente frente a la acumulación egoísta de recursos que abre la brecha entre países y clases sociales, que descarta por igual a las personas y a los demás seres creados.
Ciertamente el cambio climático es la cuestión ambiental donde se evidencia más la necesidad de adoptar un compromiso moral, que ayude a cambiar drásticamente las tendencias observadas. Por un lado se trata de un problema global que sólo podrá resolverse con el concurso de todos los países, pues a todos afecta si bien con distinto grado de responsabilidad. Por otro lado, implica un ejercicio claro del principio de precaución, que lleva a adoptar medidas eficaces cuando el riesgo potencial sea razonablemente alto.
Finalmente, considera los intereses de las personas más vulnerables, las sociedades más pobres, que ya están experimentando los efectos de los cambios, a la vez que las generaciones futuras.
Medidas contundentes
Al cambio climático le dedica la encíclica párrafos en varias secciones, mostrando la gravedad del problema: “El cambio climático es un problema global con graves dimensiones ambientales, sociales, económicas, distributivas y políticas, y plantea uno de los principales desafíos actuales para la humanidad. Los peores impactos probablemente recaerán en las próximas décadas sobre los países en desarrollo” (n. 25). En consecuencia, nos exhorta el Papa a adoptar medidas contundentes que permitan mitigarlo: “La humanidad está llamada a tomar conciencia de la necesidad de realizar cambios de estilos de vida, de producción y de consumo, para combatir este calentamiento o, al menos, las causas humanas que lo producen o acentúan” (n. 22).
La reciente cumbre del clima de París ha adoptado por vez primera un acuerdo global que implica a todos los países y que tiene un objetivo claro: evitar que se supere el límite de 2 grados centígrados en el aumento de la temperatura del planeta sobre los niveles pre-industriales. Además, se reconoce la diferente responsabilidad de cada país en el problema, instando a los países más desarrollados a que colaboren para generar un fondo (que se cifra en 100.000 millones de dólares anuales) que permita a los menos avanzados hacer progresar sus economías con tecnologías más limpias. Como puntos más discutibles del acuerdo están la falta de compromisos vinculantes en la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) por parte de cada Estado, aunque sí se requiere que tengan planes nacionales de reducción y que informen al comité de seguimiento del acuerdo de las tendencias usando un protocolo común para todos los países.
Para entender mejor la importancia de este acuerdo, conviene recordar que el tratado de Naciones Unidas sobre cambio climático (UNFCC por sus siglas en inglés) se firmó en 1992 en el marco de la cumbre de la tierra de Río de Janeiro. Desde entonces se reúnen las partes firmantes del acuerdo (en la práctica todos los países miembros de la ONU) para evaluar la situación y tomar acuerdos que permiten mitigar los efectos previsibles del cambio climático. De estas reuniones anuales (denominadas COP, conferencia de las partes), la más destacada fue la realizada en Kyoto (Japón) en 1997, donde se firmó el primer acuerdo vinculante de reducción de emisiones, aunque sólo afectaba a los países desarrollados. El protocolo de Kyoto fue ratificado por todos los países del mundo, con excepción de Estados Unidos. Aunque sus objetivos de reducción eran modestos, supuso un primer paso para tomar conciencia de la necesidad de acuerdos globales en esta cuestión. En la cumbre de Copenhague de 2009, se pretendió extender el compromiso vinculante a todos los países, incluyendo las economías emergentes, que ya suponían un porcentaje importante de las tasas de emisiones, pero el acuerdo fracasó, acordándose mantener las negociaciones para proponer un marco más estable que permitiera sustituir a Kyoto, que expiraba en 2012.
Tres bloques
Básicamente las posturas que se mostraron entonces, y que han vuelto manifestarse en el COP de París se pueden resumir en tres bloques: por un lado la Unión Europea y otros países desarrollados, como Japón, partidarios de un acuerdo más ambicioso y vinculante, particularmente en el uso de energías renovables; por otro Estados Unidos y otros países desarrollados, más los productores de petróleo, que no querían adoptar acuerdos vinculantes si no afectaban a los países emergentes, actualmente responsables del mayor incremento de emisiones; y, por último, este grupo de países en gran crecimiento industrial, el llamado G-77, donde figuran junto a China, Brasil, India, México, Indonesia y otras economías en desarrollo, que no disponen todavía de la tecnología o la capacidad económica para alimentar su crecimiento económico sin utilizar sus combustibles fósiles. Indican que no son responsables del problema y que necesitan desarrollar sus economías, mientras Estados Unidos sostiene que, sin un compromiso por parte de esos países, sus esfuerzos serían vanos. En realidad existe un último grupo, el de los países más pobres, que sufren las consecuencias del calentamiento sin ser responsables de su generación y que sufren la falta de acuerdos verdaderamente eficaces.
Tras varias COP donde los progresos fueron muy modestos, la conferencia de París se consideraba clave para promover un acuerdo más duradero que permitiera continuar el protocolo de Kyoto. Finalmente, tras duras negociaciones entre los grupos de países antes mencionados, se ha establecido un acuerdo que puede considerarse global, pues, como antes indicamos, afecta por vez primera a todos los países, no sólo a los económicamente desarrollados. En este sentido, se puede considerar el primer tratado ambiental de características planetarias, lo que da idea de la seriedad con la que se afronta actualmente el cambio climático.
Causas del calentamiento
Ya son muy pocas las voces críticas con las bases científicas del problema, ya que la acumulación de evidencias en muy diversos ámbitos del conocimiento apunta en una dirección consistente. El calentamiento global del planeta se evidencia en la pérdida de la superficie de hielo ártico y antártico (principalmente el primero), en el retroceso de los glaciares, en el aumento del nivel del mar, en la movilidad geográfica de especies, además de en la temperatura del aire y del agua. Las causas del mismo apuntan también en una dirección cada vez más evidente, al descartarse otros factores de origen natural, como las variaciones de la radiación solar o la actividad volcánica, que obviamente fueron protagonistas en los cambios climáticos que ocurrieron en otros periodos de la historia geológica del planeta. En consecuencia, resulta altamente probable que la causa principal del calentamiento sea el reforzamiento del efecto invernadero producido por la emisión de los GEI (CO2, NOx, CH4, etc.), fruto de la combustión del carbón, petróleo y gas, asociada a la generación de energía, así como de la pérdida de masas forestales como consecuencia de la expansión agropecuaria.
Como es bien sabido, el efecto invernadero es natural y clave para la vida en la tierra (nuestro planeta estaría 33º C más frío en su ausencia). El problema es que estamos reforzando ese efecto en muy poco tiempo, lo que implica un desequilibrio de muchos otros procesos y puede tener consecuencias catastróficas si no se toman medidas drásticas para mitigarlo. La tierra ha estado más caliente que ahora, no cabe duda, pero también es clave considerar que esos cambios naturales se han producido en un ciclo temporal muy largo (siglos o milenios), y lo que observamos ahora se produce muy rápidamente, en décadas o incluso años, lo que va a dificultar mucho la adaptación de las especies vegetales y animales.
Si la causa principal del problema son las emisiones de GEI, el mejor remedio para paliarlo sería reducirlas, siendo más eficientes con el uso de la energía o produciéndola con otras fuentes (renovables, nuclear). Como éste es un sector clave del desarrollo económico, se entiende la resistencia de los países pobres a imponerse restricciones cuando ellos no han causado el problema, y la preocupación de los ricos por el impacto que ese esfuerzo tendrá en sus economías. Para la mayor parte de los científicos es imprescindible tomar esas medidas para que la situación no alcance un punto de no retorno, que ponga en peligro la habitabilidad futura del planeta. Esa meta se cifra ahora en 2º C de incremento sobre la temperatura media del periodo industrial. Actualmente se ha constatado un incremento de 1º C, mientras la concentración de CO2 por ejemplo ha pasado de 280 partes por millón (ppm) a superar las 400 ppm. Los impactos previsibles se basan en nuestro mejor conocimiento actual sobre el funcionamiento del clima, que todavía es impreciso. No obstante, los efectos potenciales globales son muy serios y pueden afectar drásticamente a distintas especies, animales y vegetales, así como a las actividades humanas: pérdida de glaciares, que son recursos clave para el abastecimiento de agua de muchos pueblos; subidas del nivel del mar que afectarán principalmente a las grandes aglomeraciones urbanas costeras; mayores sequías en zonas ya semiáridas; inundaciones más intensas en algunos lugares, o incluso, paradójicamente, un enfriamiento del clima en el norte de Europa, por la alteración de las corrientes oceánicas. Regionalmente, puede haber también impactos positivos, como la mejora en los rendimientos agrícolas en zonas frías de Asia Central o América del Norte, pero el balance global se puede considerar muy preocupante, con posibles efectos de retro-alimentación que podrían llegar a ser catastróficos.
Compromiso común
El acuerdo de París es en realidad una “hoja de ruta” que indica el acuerdo sobre la gravedad del problema y la necesidad de colaborar globalmente para resolverlo, o al menos mitigarlo. Supone un compromiso común de todos los países para realizar acciones eficaces de cara a una transición económica hacia una menor dependencia de los combustibles fósiles. Todavía será necesario tomar compromisos más ambiciosos, pero al menos muestra tres elementos muy positivos: 1) voluntad de colaboración entre países desarrollados y en desarrollo, 2) reconocimiento de la distinta responsabilidad ante el problema por parte de unos y otros, y 3) aceptación de que los intereses particulares necesitan ponerse por detrás del bien común.
Estos tres principios están en la esencia de la Laudato si. Aunque no se diga explícitamente, no cabe duda, en mi opinión, de que el Papa Francisco también es parte del éxito del acuerdo de París. Su indudable liderazgo moral y la claridad con la que se ha manifestado sobre esta cuestión han hecho meditar a muchos líderes sobre la necesidad de dar un paso más, de aparcar los intereses particulares y buscar un consenso basado en la búsqueda honesta del bien común. En este sentido, afirma en la Laudato si: “Las negociaciones internacionales no pueden avanzar significativamente por las posiciones de los países que privilegian sus intereses nacionales sobre el bien común global” (n. 169). Se trata de un compromiso, además, que reconoce la responsabilidad diversa, ya que las aportaciones al fondo común del clima serán proporcionales a la riqueza de cada país, como también recomendaba el Papa Francisco: “Es necesario que los países desarrollados contribuyan a resolver esta deuda limitando de manera importante el consumo de energía no renovable y aportando recursos a los países más necesitados para apoyar políticas y programas de desarrollo sostenible […]. Por eso, hay que mantener con claridad la conciencia de que en el cambio climático hay responsabilidades diversificadas” (n. 52). El impacto sobre los países más pobres y las generaciones futuras no puede obviarse: “Ya no puede hablarse de desarrollo sostenible sin una solidaridad intergeneracional” (n. 159).
Estoy seguro de que el Papa Francisco se habrá alegrado enormemente del acuerdo de París, y estoy seguro también de que recordará en el futuro la importancia de cumplirlo y de seguir avanzando en esta línea para mitigar las amenazas que los impactos del cambio climático pueden acarrear sobre las sociedades más vulnerables. Estoy seguro también de que se habrá alegrado de esta noticia su predecesor, Benedicto XVI, que también había hablado con gran claridad y contundencia sobre esta cuestión. Y no sólo hablado, sino también actuado, convirtiendo en 2007 a la Ciudad del Vaticano en el primer Estado del mundo neutro en emisiones de CO2, al cubrir toda la superficie de la sala Pablo VI con paneles solares. La Iglesia no solo predica sino que intenta poner en práctica lo que recomienda.
Catedrático de Geografía de la Universidad de Alcalá.