Cultura

La «Vocación de San Mateo», de Caravaggio

La "Vocación de san Mateo" es un famoso cuadro del pintor italiano Michelangelo Merisi Caravaggio. La riqueza de su simbología y su propia temática expresan realidades profundas de la doctrina cristiana.

Alfonso García-Huidobro·17 de agosto de 2023·Tiempo de lectura: 9 minutos

La Vocación de san Mateo, de Caravaggio ©Jean-Pol GRANDMONT

La «Vocazione di San Matteo» (1599-1600) del maestro italiano Michelangelo Merisi da Caravaggio se presta, tanto por las palabras del Evangelio en las que se inspira, como por su rica simbología, a un comentario de carácter teológico. Los contrastes cromáticos, típicos de la técnica barroca del claroscuro, la expresividad de los rostros y la intensidad de las miradas, y muchos otros pequeños detalles, captan inmediatamente la atención del observador. Lo mismo puede decirse de algunos elementos u objetos cuyo sentido no se comprende en un primer momento como, por ejemplo, el hecho de que la ventana ciega emplazada en lo alto tenga grandes proporciones, siendo que la luz que domina la escena no entra por ella.

Aspectos importantes del cuadro

Una primera mirada permite distinguir en la parte inferior del cuadro -delimitada por la proyección horizontal de la base de la ventana- un conjunto de siete personas. En la parte superior es posible ver, de izquierda a derecha, una zona de oscuridad, una ventana y la entrada de un rayo de luz.

En la parte inferior, se observa un primer grupo de cinco personas reunidas en torno a una mesa de recaudación de impuestos, lo que hace suponer que se dedican al oficio de recaudación o, al menos, que colaboran en ese oficio. Están vestidos a la usanza del siglo XV-XVI, es decir, de la época de Caravaggio. En el segundo grupo, por contraste, se distinguen dos figuras vestidas con túnicas antiguas, características de la época de Cristo. Se puede decir, por ello, que entre ambos grupos de personas se simboliza una separación temporal. Desde el punto de vista de la composición del cuadro, la línea que separa el presente del pasado es la proyección de la mediana vertical de la ventana.

En el grupo de recaudadores, llama la atención, en primer lugar, la variedad progresiva de edades que caracterictiza al conjunto: el muchacho de amarillo y rojo, casi un niño, con mirada cándida e inocente; otro muchacho de negro y blanco, con facciones y porte de adolescente; aquel de rojo y azul, que parece haber alcanzado ya una cierta madurez; el hombre barbado y maduro del centro y, por fin, el anciano, medio calvo y miope.

También llaman la atención algunos objetos que portan o usan los recaudadores: un vistoso sombrero de pluma blanca (el segundo está en la penumbra), una espada, una bolsa de dinero atada al cinto, las monedas y el libro de cuentas sobre la mesa y también unas gafas. Podría entenderse que son objetos más o menos característicos del oficio.

Simbolismo

No resulta, pues, difícil ver un simbolismo en esa caracterización. Está ahí el recaudador en todas la etapas de su oficio (desde el aprendizaje hasta la jubilación), y, si se quiere, con visión más amplia, al hombre de todos los tiempos en las diversas etapas de su vida. La mesa de recaudación y los objetos ya descritos vienen a ser como una escenificación del mundo con sus elementos característicos: la belleza y la vanidad, el poder y la fuerza, el dinero y el afán de lucro, y un cierto afán de sabiduría autosuficiente. Es el lugar habitual y característico de la vocación: el hombre inmerso en los afanes del mundo.

Las dos figuras de la derecha se encuentran ambas de pie. Cristo es claramente singularizado por la aureola en la cabeza. Es de destacar que solo se encuentran iluminados su rostro, parcialmente en la penumbra, y su mano derecha, completamente extendida. La mirada transmite determinación, y la mano, fuertemente evocadora por el gesto que asume, sugiere al mismo tiempo imperio y suavidad. Los pies, apenas perceptibles en la penumbra, no se encuentran en la dirección del rostro y de la mano, sino que están casi perpendiculares a ellos, en dirección de salida, en consonancia con el texto evangélico: “Cuando se iba de allí, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo”. El brazo izquierdo y la mano izquierda son también apenas perceptibles en la penumbra, y la posición abierta en que se encuentran sugiere invitación y acogida.

La segunda figura –según opinión común- fue añadida posteriormente por el mismo Caravaggio. Cubre casi completamente la figura de Cristo y puede afirmarse con seguridad que es san Pedro, pues lleva en su mano el bastón propio del pastor, encargado de apacentar el rebaño. Pedro, de hecho, fue constituido como primer sucesor del Buen Pastor según el encargo que de Él recibió: «Apacienta mis ovejas» (cfr. Jn 21, 16). Su posición tan cercana a Cristo lo confirma como su discípulo, lo mismo que el gesto de su mano izquierda, que es como una réplica del gesto de la mano del Maestro. Sus pies, como los de Cristo, se encuentran en movimiento, pero no en dirección de salida, sino dirigidos hacia el interior de la escena.

La posición relativa, la tonalidad de los colores, los gestos y los movimientos de las figuras de Cristo y Pedro tienen una significación. El cuerpo de Pedro oculta casi completamente a Cristo y deja ver tras de sí solo el rostro y la mano del Maestro. Su apariencia opaca y cansina contrasta con el porte lleno de juventud, imperio y energía de Cristo.

De ahí que la figura de Pedro pueda interpretarse como símbolo de la Iglesia: transmite de generación en generación los gestos y palabras de Cristo, aunque no siempre consiga hacerlo con la fuerza y resplandor originales, debido a la frágil condición humana de quienes la componen. La dirección en la que se dirige, hacia la mesa, confirma su misión de estar en el mundo, en medio de los hombres; y el bastón que lleva en su mano, su condición de peregrina a lo largo de la historia, hasta el fin de los tiempos.

Elementos de la parte superior

La parte superior del cuadro, en contraste con la escena representada en el inferior, es de una absoluta sencillez y quietud. Está constituida por solo tres elementos: el rayo de luz que entra desde la derecha, una ventana ciega y una zona de completa oscuridad. La única señal de movimiento es el rayo de luz que entra en la escena, pero de forma tan serena y estable que parece inmóvil. Es posible entender la relación de estos tres elementos según el recurso del contraste, tan propio de la pintura barroca: la ventana es la frontera entre luz y oscuridad.

Pero ahora, ¿no cabría preguntarse si las partes del cuadro, con sentido y significación en sí mismas, no forman un todo, una unidad de sentido como sucede en toda obra maestra? Por ejemplo, ¿tiene alguna relación estrecha la ventana con la vocación de Mateo? La respuesta es, obviamente, que sí. Hay una unidad de sentido y hay también una clave de compresión de todo el cuadro. Esa clave es la mano extendida de Cristo. Y ahora veremos por qué.

La vocación

La mano de Cristo no se encuentra en el centro geométrico del cuadro, sino en la encrucijada dramática de la escena. Ahí convergen la línea que une la mirada de Cristo y del recaudador sentado en el centro de la mesa; la proyección de la mediana vertical de la ventana que, como ya se ha dicho, constituye como una frontera temporal de la escena: el cojunto de recaudadores a la izquierda, en el presente, Cristo y Pedro a la derecha, en el pasado; y, en tercer lugar, la diagonal formada por el rayo de luz que parece regir la dirección de la mano de Cristo.

El gesto de la mano de Cristo es del todo singular y no pasa desapercibido a la mirada de quien conoce el arte romano de la época y las estancias del Vaticano. Es una evocación a la escena de la creación pintada por Michelangelo Buonaroti en el techo de la capilla Sixtina. La mano derecha de Cristo es una réplica en espejo de la mano izquierda de Adán. De ahí que pueda afirmarse que Cristo es representado como un nuevo Adán: «Porque si por la caída de uno solo murieron todos, cuánto más la gracia de Dios y el don que se da en la gracia de un solo hombre, Jesucristo, sobreabundó para todos» (cfr. Rm 5, 15).

De ahí también que quede de manifiesto que la vocación es una gracia íntimamente unida a la creación de cada hombre, pues es lo que da sentido a su existencia. Pero, por tratarse precisamente de la mano derecha de Cristo y porque Cristo no solo tiene la naturaleza humana de Adán, sino que también la naturaleza divina de Dios Padre, esa mano es imagen del poder omnipotente y de la voluntad del Padre: el dedo de Dios.

Por otra parte, la ventana ciega, opaca y sencilla, como ya se dijo, no cumple en la escena la función de dejar entrar la luz. Su función es simbólica y muy importante, dadas las dimensiones que tiene. Esconde en sí algo que habitualmente pasa desapercibido e incluso es despreciado: la cruz. En el contexto del cuadro, bien puede interpretarse como la cruz de Cristo. Situada en lo alto, justo sobre la mano del Maestro, es la señal propia del cristiano y el lugar donde Cristo lleva a plenitud su propia vocación: dar la vida por la salvación del mundo.

La cruz es el modo de vida para el que ha recibido la vocación y quiere ser discípulo de Cristo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24). Es, por último, el medio para alcanzar la salvación y la bienaventuranza, fines de la vocación cristiana. En ella murió no solo Cristo, sino que también Pedro y Mateo. Ambos dieron con ello prueba de su fiel condición de discípulos de Cristo y coronaron su propia vocación.

La cruz, situada en la composición del cuadro como frontera entre luz y oscuridad, simboliza, pues, el instrumento que permite dirimir la permanente oposición entre el bien y el mal, la verdad y la mentira, y, en el caso de la vocación, entre la indecisión y el paso de la fe.

¿Quién es Mateo?

Por último, cabría preguntarse quién de los cinco recaudadores es Mateo, pues desde el punto de vista de la crítica contemporánea ha sido puesto en duda que sea el recaudador barbado del centro, en el que naturalmente se centra la mirada del observador.

En primer lugar, hay un elemento común que permite caracterizar a cada uno de los siete personajes que componen la escena: la mirada. Se produce un intenso juego de miradas que domina la silenciosa comunicación entre los personajes y que llena de tensión dramática el instante. Los dos recaudadores de la izquierda la mantienen fija sobre el dinero que está en la mesa, absolutamente absortos en ello y sin percatarse siquiera de la presencia de Cristo y Pedro.

Simbolizan a aquella porción de hombres que, sumergidos en lo material, están como incapacitados para percibir la presencia y la existencia de Dios y de todo aquello que sea espiritual. Los otros tres recaudadores, en cambio, la tienen fija en Cristo y Pedro que, como dos misteriosos visitantes del pasado, han irrumpido de improviso en la escena. Ellos también miran a los recaudadores. Hay, sin embargo, solo un cruce de miradas que es singularizado explícitamente: la de Cristo y la del recaudador del centro. Ambas se cruzan en la mano extendida de Cristo.

En segundo lugar, no parece ser casualidad que el gesto de la mano de Cristo, de Pedro y del recaudador del centro, sean presentadas en trío: la mano de Cristo es la mano de quien llama; la mano de Pedro, la de quien ya ha sido llamado; y la del recaudador, la de quien está siendo llamado. Lleno de asombro y perplejidad, se pregunta si es acaso él el llamado o si acaso su compañero sentado a su derecha, en el extremo de la mesa.

En tercer lugar, en el grupo de recaudadores hay solo dos rostros visibles casi completamente y especialmente iluminados. El que más resplandece es el del pequeño de amarillo y rojo, con sombrero de pluma blanca. No es posible establecer con seguridad el origen de la fuente que lo ilumina. En el caso del recaudador del centro, resulta claro que la luz que ilumina su rostro no procede de Cristo. Procede del rayo de luz diagonal. Su rostro queda literalmente enmarcado por la proyección de la parte superior e inferior de ese rayo, cuyo origen o fuente no es posible ver.

De ahí que pueda decirse que el recaudador del centro es precisamente Mateo. El suave rayo de luz que llega a su rostro no es sino un símbolo de la gracia que procede de lo alto, es decir, de Dios Padre. Dios Padre que está en los cielos, trascendente al mundo, pero condescendiente con los hombres, ha sido considerado desde siempre como la fuente invisible, inaccesible y misteriosa de toda gracia. El tono inmutable y sereno del rayo de luz, que introduce equilibrio y armonía en la escena, simboliza el origen atemporal de aquello que es anterior a la vocación, es decir, la elección. Quien elige es Dios Padre.

El punto de confluencia del suave rayo de luz, de la mirada y de la mano de Cristo, es también el rostro del recaudador del centro. Cristo, secundando la voluntad del Padre, actualiza en el tiempo la elección eterna, y llama: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,(…), ya que en Él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor» (Ef 1,4).

La respuesta a la vocación

Ahora solo queda esperar la respuesta libre de quien ha sido elegido y llamado. De quien todavía tiene su mano derecha cerca del dinero. Es precisamente el instante que inmortalizó Caravaggio.

A modo de conclusión, una pregunta y una consideración: ¿acaso la intuición creadora del artista le llevó a interpretar en su obra el instante preciso de la vocación de Mateo, no solo en forma magistral desde el punto de vista estético, sino que también con asombrosa profundidad teológica?… No lo sabemos. Lo que sí es claro es que la «Vocazione di San Matteo» sigue estando ahí, en la capilla Contarelli de la iglesia «San Luigi dei Francesi» a unos pasos de «Piazza Navona», en Roma, causando admiración y asombro en quienes la contemplan.

Con todo, no puede pasar desapercibido un detalle: la mesa representada en el cuadro, alrededor de la que están reunidos los recaudadores, deja un espacio libre en el ángulo en el que necesariamente se sitúa el observador. Ese vacío parece ser una invitación para que el observador del siglo XVI, del siglo XXI y de cada época deje su pasiva contemplación y entre en la escena como un personaje más… Y, a lo mejor, se haga la decisiva pregunta, la más importante: la pregunta sobre su propia vocación, ¿por qué y para qué estoy en este mundo?

El autorAlfonso García-Huidobro

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