España

La sociedad hoy. Postcristiana, postsecular y postliberal

Intelectuales y políticos cristianos se encuentran ante las opciones de retirarse de la vida institucional o dar la batalla cultural. Ambas, con el riesgo de reducir el cristianismo a una identidad ideológica manipulable.

Ricardo Calleja Rovira·16 de noviembre de 2021·Tiempo de lectura: 3 minutos
Manifestación

Durante decenios, la mayoría de los cristianos –y el magisterio de los pastores- se unía al gran consenso social sobre la legitimidad de las instituciones vigentes, aunque pudieran señalar deficiencias. En esa sociedad abierta, los cristianos propondrían, no impondrían, sus ideas, asumiendo las reglas de juego como uno más. Confiados en la fuerza de la verdad y en los cauces institucionales del sistema político, aspiraban a convencer con la palabra y el ejemplo. Esperaban así preservar los fundamentos de la vida común, que entendían que no eran una cuestión de fe religiosa. Se enfrentaban a las ideologías secularizadoras que erosionaban esos fundamentos: la dignidad de la persona y de la familia, la definición del matrimonio, la dimensión religiosa de la persona, el cuidado de los necesitados, etc. Lo que ocasionalmente llamó Benedicto XVI los “principios no negociables”.

Pero las condiciones en las que se afirmaba lo anterior han cambiado de modo significativo. 

Aún a riesgo de resultar drástico, podemos decir que en la actualidad ya no estamos en un escenario de sociedades fundamentalmente cristianas que enfrentan las tensiones del proceso de secularización mediante las reglas de juego del liberalismo político. Estamos en sociedades cada vez más post-cristianas, post-seculares y post-liberales.

La sociedad de hoy

Post-cristianas porque surgen nuevos principios de justicia que ya no son “virtudes cristianas que se han vuelto locas”, como decía Chesterton. Me refiero, por ejemplo, a la negación de la singularidad de la especie humana, de la dignidad del individuo, de la racionalidad como norma de los debates, de la presunción de inocencia, etc.

Post-seculares porque el resultado de la desaparición progresiva del cristianismo no es una sociedad menos religiosa en general, sino la sustitución del cristianismo por nuevas religiones civiles. Me refiero a los fenómenos ideológicos vinculados con las políticas de identidades, el ecologismo radical, el animalismo, etc. No se trata de ideas alternativas dentro del espectro de opciones libres en una sociedad, sino de la pretensión de cambiar de raíz los principios de la vida común. Que además se expresan no de modo discursivo sino principalmente identitario, emocional y colectivo, y casi diríamos sacramental. Una nueva religión –o conjunto de religiones- que derriba los ídolos y estatuas de la anterior y establece nuevos tabúes.

Post-liberales porque desaparece el consenso sobre las instituciones comunes, la aspiración a una sociedad de individuos libres e iguales, la importancia del respeto a las reglas de juego institucionales con su alternancia en el poder y una relativa neutralidad del espacio público, y la cohesión social propia de clases medias prósperas. Asistimos a intentos por ocupar las instituciones con afán hegemónico, y a la fragmentación emotivista de la opinión pública, que reduce los lugares comunes para el encuentro. Surgen formas de democracia no liberal –plebiscitaria, caudillista, identitaria- y crece la simpatía por regímenes más cercanos al autoritarismo tecnocrático.

La actitud del cristiano

Ante estos escenarios, la síntesis mencionada al principio ha dejado de estar vigente como posibilidad realista de acción social y política, por mucho que uno pueda lamentarlo o echarla de menos. La asimilación acrítica de un contexto cada vez más lejano del cristianismo no parece una opción válida ni atractiva. El compromiso meramente experto con las instituciones –en sí mismo irreprochable- no basta para contribuir eficazmente a reforzar los fundamentos de la vida política, permanentemente agredidos. Incluso el liberalismo más clásico y racional no parece tener ni tirón electoral, ni voluntad de defender algunos valores sustantivos fundamentales desde la perspectiva cristiana.

En ambientes intelectuales y políticos cristianos surgen opciones más identitarias. Unos promueven una “retirada” de la vida política institucional, por su fuerza corruptora del carácter individual y del debate público. Otros, sin embargo, asumen la tesitura conflictiva y se preparan para dar la batalla cultural desde las instituciones. En ambos casos con el riesgo de reducir el cristianismo a una identidad ideológica o cultural manipulable y en el fondo vacía. Y con la perplejidad de tener que renunciar a las reglas de comportamiento más o menos civilizadas de la política democrática a las que estábamos acostumbrados. Porque el modo de hacerse presente en el espacio público como minoría atosigada ya no es la cordialidad o el simple ejercicio discreto de los propios derechos y obligaciones. Muchos cristianos piensan que deben hacer oír su voz aunque suene estridente, aunque les granjee enemistades en su entorno social y genere conflicto en la esfera pública. Y surge siempre la tentación de volverse intolerantes hacia adentro con quienes no pelean las batallas como nosotros pensamos que deberían pelearse. O sencillamente con quienes las pelean, si uno piensa que debe evitarse ante todo la confrontación.

Como escribió Nietzsche, quien combate a un monstruo, debe tener cuidado de no convertirse en otro monstruo. ¿Dónde está el límite? ¿Se promueve así la amistad social y el bien común, como propone el papa Francisco, y toda la tradición clásica de la política? Y a la vez, ¿no es la confrontación cívica un modo de encuentro más sincero que el diálogo de sordos o el silencio de los corderos?

El autorRicardo Calleja Rovira

Profesor de Ética Empresarial y de negociación en el IESE Business School. Doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid.

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