La novela de Tolstoi es una reflexión sobre la vida, vista desde la perspectiva de la muerte. Iván Ilich es un hombre que a los 45 años tiene una brillante carrera como funcionario a sus espaldas y cumple rigurosamente con su deber. Es en cierta medida el ideal perfecto de ciudadano. Su única pretensión es llevar una existencia “fácil, agradable, entretenida y siempre decente y aprobada por la sociedad”. Y, sin embargo, al enfermar gravemente de una extraña dolencia que los doctores no son capaces de diagnosticar, mucho menos curar, el protagonista empieza a descubrir que todo en su vida no había sido “como habría debido ser”.
El libro comienza con la reacción de los colegas y amigos a la muerte de Iván, que se resume en la perspectiva para algunos de un ascenso y, sobre todo, en el desagrado que les causa tener que cumplir con los deberes sociales relativos a tal suceso. “El deceso de un conocido cercano no suscitó en ninguno de ellos, como suele ser el caso, más que un sentimiento de alegría, pues había sido otro quien había pasado a mejor vida. ´Es él quien ha muerto, no yo`, pensaron o sintieron todos”. En cuanto a la mujer del difunto funcionario, solo muestra interés por la suma que pueda cobrar del Estado con tal ocasión. Es el panorama de una vida que ha pasado sin dejar huella ni siquiera en aquellos más cercanos.
Pasa así Tolstoi a relatar la exitosa carrera de Iván Ilich desde sus tiempos en la Facultad de Jurisprudencia hasta ocupar el puesto de juez en una de las provincias rusas y el casamiento con una de las jóvenes más atractivas y brillantes de su entorno, Praskovia Fiódorovna. Iván Ilich había aprendido a realizar su trabajo conforme a su gran regla vital, es decir, de tal manera que no le privara de una vida “fácil y agradable”: “Había que esforzarse por dejar al margen de todas esas actividades cualquier elemento vivo y palpitante, que tanto contribuyen a perturbar el correcto desenvolvimiento de las causas judiciales: no debían entablarse relaciones más allá de las meramente oficiales, y tales relaciones debían restringirse exclusivamente al ámbito laboral, pues no había ningún otro motivo para establecerlas”.
Así mismo, pronto se desencanta de la vida conyugal y resuelve reducirla a las satisfacciones que podía ofrecerle: “una mesa puesta, un ama de casa, un lecho—, y, sobre todo, ese respeto por las formas exteriores sancionadas por la opinión pública”.
La enfermedad
Pese a que la enfermedad inicialmente no lleva a Iván a replantearse su vida pasada, si le hace percibir que hay algo falso en cómo le tratan su mujer, sus amigos e incluso los médicos. Todos se esfuerzan por ignorar lo que él ya no puede: que está al borde de la muerte. Todos, salvo uno de los criados, Guerásim, que muestra verdadera compasión y afecto por su señor. El encuentro con alguien que no vive solo para sí supone un punto de inflexión en la vida de Iván Ilich. Tolstoi describe este descubrimiento con gran belleza:
“Se daba cuenta de que cuantos le rodeaban rebajaban el acto terrible y espantoso de su muerte al nivel de una contrariedad pasajera y un tanto inadecuada (se comportaban con él más o menos como se hace con una persona que, al entrar en un salón, difunde una oleada de mal olor), tomando en consideración ese decoro al que él se había plegado a lo largo de toda su vida. Veía que nadie le compadecía porque no había nadie que quisiera comprender siquiera su situación. Solo Guerásim la comprendía y le compadecía. Por eso era la única persona con la que se encontraba a gusto. (…).
Guerásim era el único que no mentía; además, según todas las apariencias, era el único que comprendía lo que estaba sucediendo y no consideraba necesario disimularlo, solo se compadecía de su extenuado y consumido señor. Hasta había llegado a decírselo abiertamente, una vez que Iván Ilich le había ordenado retirarse:
—Todos tenemos que morir. ¿Por qué no molestarse, pues, un poco por los demás?”.
La muerte
Lo impactante de la novela de Tolstoi es que muestra que no es únicamente el protagonista el que vive despreocupado de los demás. Todos llevan una vida vacía y rechazan aquello que les pueda recordar la existencia del sufrimiento. Están ciegos y solo el dolor y la perspectiva de la propia muerte les pueden hacer descubrir, como a Iván, que su conducta “no es en absoluto la que debería haber sido”. ¿Pero cómo debería haber sido? Es la pregunta a la que finalmente llega Iván en su lecho de muerte.
El personaje de Guerásim es la respuesta de Tolstoi a esta pregunta. El joven siervo no hace nada “especial” por su señor. La mayoría del tiempo simplemente le mantiene las piernas en alto, como este le pedía. Pero mientras los cuidados de Praskovia, la mujer de Iván, son fríos y carentes de interés por su marido y por eso le son antipáticos, Guerásim pone el corazón en lo que hace. Se compadece. Y el amor se hace notar, hiere el corazón egoísta de Iván y le hace recapacitar. “¿Por qué no molestarse, pues, un poco por los demás?”.
La vida de Iván Ilich, una vida perdida, es sin embargo enmendada en el último momento. También gracias a su hijo pequeño, que quizás por su edad, es todavía capaz de compadecerse:
En ese mismo momento el hijo se deslizó sin hacer ruido en la habitación de su padre y se acercó al lecho. El moribundo seguía gritando desesperado y agitaba los brazos. Una de las manos fue a caer sobre la cabeza del muchacho. Y este se la cogió, la apretó contra sus labios y se echó a llorar.
En ese preciso instante Iván Ilich se precipitó en el fondo del agujero, vio la luz y descubrió que su vida no había sido como habría debido ser, pero que aún estaba a tiempo de remediarlo. Se preguntó cómo debería haber sido, y a continuación guardó silencio y se quedó escuchando. Entonces se dio cuenta de que alguien le estaba besando la mano. Abrió los ojos y vio a su hijo. Y sintió pena de él. También se acercó su mujer. Iván Ilich la miró. Con la boca abierta y las lágrimas cayéndole por la nariz y las mejillas, lo contemplaba con expresión desesperada. Iván Ilich sintió pena también de ella.
«Sí, los estoy atormentando —pensó—. Les da pena, pero estarán mejor cuando haya muerto.» Hizo intención de pronunciar esas palabras, pero no tuvo fuerzas para articularlas. «Además, ¿para qué hablar? Lo que hay que hacer es actuar», pensó. Señaló al hijo con la mirada y le dijo a su mujer:
—Llévatelo… Me da pena… También de ti…
Quiso añadir la palabra «disculpa», pero en lugar de eso dijo «culpa», y, como ya no tenía fuerzas para corregirse, hizo un gesto con la mano, sabiendo que quien debía entenderlo lo entendería».
Por una vez en su vida Iván actúa pensando en los demás. Quiere evitar que sus familiares le vean morir. Y llega a pedir perdón a su mujer, a la que tanto había mortificado durante su enfermedad. Este último acto, un acto libre de amor, verdaderamente redime la vida de Iván y le hace perder el miedo a la muerte. El sentido de la vida, como bien recuerda Guerásim con su ejemplo, es más una realidad que acoger con el corazón que un problema que resolver con nuestra cabeza o con una existencia empeñada en el propio bienestar. Y la experiencia del dolor, que tantas veces parece un obstáculo para la felicidad, es lo que nos capacita para vivir una vida dedicada a los demás. Como concluye Alexandre Havard su bello libro sobre el corazón, “el hombre ha sido creado para ser amado, pero es en el sufrimiento donde este amor, de una manera misteriosa y paradójica, se comunica más eficazmente”[1]. Son los demás los que llenan de sentido la vida. Fiémonos de Tolstoi.
[1] Alexandre Havard, Corazón libre. Sobre la educación de los sentimientos. Pamplona, EUNSA, 2019, p. 93.