En el actual pontificado, hay una dimensión que se ha vuelto esencial para toda la Iglesia: lo que podría ser llamada diplomacia de la caridad. El Papa Francisco no se cansa de repetir al mundo entero la necesidad de estar cerca del sufrimiento de los pueblos hasta el punto de sentir la urgencia de acudir en su ayuda, de defenderlos sin demora. Esta forma de actuar, llena de amor, en el pontificado del Papa Francisco se ha convertido en un modus operandi sistemático que implica también a todas las instituciones de la Santa Sede.
Y cuando el Pontífice moviliza la oración y la ayuda humanitaria concreta para socorrer a un pueblo angustiado, se desencadena un círculo virtuoso de comprensión, respeto y confianza, capaz incluso de acortar las más largas distancias diplomáticas o de iniciar un diálogo donde no lo había.
La diplomacia de la caridad no tiene límites territoriales ni religiosos; no rehúye las crisis más agudas; no espera agradecimientos ni medallas. Como ejemplo exhaustivo, se podría citar la guerra de Ucrania.
La diplomacia de la caridad del Papa Francisco no sólo permitió el envío de alimentos, medicinas y dinero a este país devastado por las bombas, sino que consintió que dos cardenales, Michael Czerny y Konrad Krajeswki, arriesgaran sus propias vidas para llevar una palabra de paz y esperanza, con el claro resultado de que la Santa Sede se ha contado entre las posibles instituciones que puedan ayudar a las dos partes enfrentadas a encontrar una salida a un conflicto sin sentido.
De Haití a Bangladesh, del Líbano a Irán, la diplomacia de la caridad también ha demostrado ser una herramienta útil para animar a esas pequeñas porciones de la Iglesia que en muchas naciones son minorías, a menudo discriminadas.
Por último, no se pueden olvidar los frutos de conversión -que no se pueden contar con una estadística- que genera la diplomacia de la caridad sin imposiciones: porque Dios se anuncia mejor con una caricia suave.