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La carta renuncia-denuncia del cardenal Marx

El autor reflexiona, a partir de un texto de Joseph Ratzinger, sobre la carta de renuncia que ha escrito el cardenal Reinhard Marx, en la que le pide al Papa Francisco que lo dimita como arzobispo de Múnich.

Jaime Fuentes·7 de junio de 2021·Tiempo de lectura: 4 minutos
renuncia cardenal Marx

Foto: ©2021 Catholic News Service / U.S. Conference of Catholic Bishops.

La noticia “bomba” estalló en Múnich el viernes 5 de junio, con la publicación de la carta de su arzobispo, Cardenal Reinhard Marx, en la que le pide al Papa Francisco que lo dimita de ese cargo en la Iglesia.

Perdí la cuenta de las veces en que he leído y releído la carta, intentando comprender los argumentos que presenta el arzobispo para justificar su inesperada decisión. ¿Por qué tantas veces? Porque la carta no es sólo de renuncia, sino también de denuncia de lo que va mal en toda la Iglesia. Renunciando, piensa el cardenal que su gesto servirá “para un nuevo recomenzar de la Iglesia y no solamente en Alemania”.

Dice también que nos encontramos en la Iglesia en “un punto muerto”, en un callejón sin salida que, según cree, solamente podrá superarse siguiendo el “camino sinodal”.

Tanto el diagnóstico como la terapia propuesta dan y darán para muchos comentarios. Aquí solamente quisiera aportar un antiguo texto del profesor Joseph Ratzinger que, a mi entender, arroja luz al problema actual y no solamente de Alemania.

En 1970, después de terminado el Concilio Vaticano II en el que participó como “experto” y siendo profesor de dogmática en Ratisbona, Ratzinger difundió por la radio cinco conferencias que fueron publicadas en Múnich, precisamente, con el título “Fe y futuro”. En la última de ellas trata este tema: “¿Qué aspecto tendrá la Iglesia en el año 2000?”.

Para responder la pregunta, el profesor Ratzinger va a la historia, maestra de la vida (nihil sub sole novum) y analiza en profundidad algunas de las crisis que ha sufrido la Iglesia. Finalmente, concluye con el texto que ahora transcribo en su integridad (los subrayados son míos):

Esto escribía Ratzinger en Fe y futuro:

«El futuro de la Iglesia puede venir y sólo vendrá, también hoy, de la fuerza de aquellos que tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de su fe. No vendrá de aquellos que sólo dan recetas. No vendrá de aquellos que sólo se acomodan al instante actual. No vendrá de los que critican sólo a los otros y se aceptan a sí mismos como norma infalible. 

Por eso tampoco vendrá de aquellos que sólo escogen el camino más cómodo, los que evitan la pasión de la fe, y tienen por falso y superado, por tiranía y legalidad, todo lo que exige al hombre, lo que le duele, lo que le obliga a renunciar a sí mismo. Digámoslo positivamente: el futuro de la iglesia, también ahora, como siempre, ha de ser acuñado nuevamente por los santos.

Por hombres, por tanto, que perciben algo más que las frases que son precisamente modernas. Por hombres que pueden ver más que los demás, porque su vida tiene mayores vuelos. El desprendimiento que libera a los hombres, sólo se alcanza por las pequeñas renuncias diarias a sí mismo. En esta pasión diaria, por la cual únicamente puede experimentar el hombre de qué múltiples formas le ata su propio yo, en esta pasión diaria y sólo en ella, se va abriendo el hombre palmo a palmo.

El hombre sólo ve tanto cuanto ha vivido y sufrido. Si hoy apenas podemos percibir a Dios, es porque nos resulta muy fácil escapar a nosotros mismos, huir de la profundidad de nuestra existencia al sopor de cualquier comodidad. Así lo que es más profundo en nosotros sigue estando inexplorado. Si es verdad que sólo se ve bien con el corazón, ¡cuán ciegos estamos todos!

[…] Demos un paso más. De la Iglesia de hoy saldrá también esta vez una Iglesia que ha perdido mucho. Se hará pequeña, deberá empezar completamente de nuevo. No podrá ya llenar muchos de los edificios construidos en la coyuntura más propicia. Al disminuir el número de sus adeptos, perderá muchos de sus privilegios en la sociedad. Se habrá de presentar a sí misma, de forma mucho más acentuada que hasta ahora, como comunidad voluntaria, a la que sólo se llega por una decisión libre. Como comunidad pequeña, habrá de necesitar de modo mucho más acentuado la iniciativa de sus miembros particulares. Conocerá también, sin duda, formas ministeriales nuevas y consagrará sacerdotes a cristianos probados que permanezcan en su profesión: en muchas comunidades pequeñas, por ejemplo en los grupos sociales homogéneos, la pastoral normal se realizará de esta forma. Junto a esto, el sacerdote plenamente dedicado al ministerio como hasta ahora, seguirá siendo indispensable.

Pero en todos estos cambios que se pueden conjeturar, la Iglesia habrá de encontrar de nuevo y con toda decisión lo que es esencial suyo, lo que siempre ha sido su centro: la fe en el Dios trinitario, en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, la asistencia del Espíritu que perdura hasta el fin de los tiempos.

Volverá a encontrar su auténtico núcleo en la fe y en la plegaria y volverá a experimentar los sacramentos como culto divino, no como problema de estructuración litúrgica. Será una iglesia interiorizada, sin reclamar su mandato político y coqueteando tan poco con la izquierda como con la derecha. Será una situación difícil. Porque este proceso de cristalización y aclaración le costará muchas fuerzas valiosas.

La empobrecerá, la transformará en una iglesia de los pequeños. El proceso será tanto más difícil porque habrán de suprimirse tanto la cerrada parcialidad sectaria como la obstinación jactanciosa. Se puede predecir que todo esto necesitará tiempo. El proceso habrá de ser largo y penoso. […] Pero tras la prueba de estos desgarramientos brotará una gran fuerza de una Iglesia interiorizada y simplificada. Porque los hombres de un mundo total y plenamente planificado, serán indeciblemente solitarios. Cuando Dios haya desaparecido completamente para ellos, experimentarán su total y horrible pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo completamente nuevo.

Como una esperanza que les sale al paso, como una respuesta que siempre han buscado en lo oculto. Así que me parece seguro que para la Iglesia vienen tiempos muy difíciles. Su auténtica crisis aún no ha comenzado. Hay que contar con graves sacudidas. Pero también estoy completamente seguro de que permanecerá hasta el final: no la Iglesia del culto político, sino la Iglesia de la fe. Ya no será nunca más el poder dominante en la sociedad en la medida en que lo ha sido hasta hace poco. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los hombres como patria que les da vida y esperanza más allá de la muerte».

El autorJaime Fuentes

Obispo emérito de Minas (Uruguay).

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