El 13 de octubre de 1978, el día antes del cónclave que eligió a Juan Pablo II, el obispo polaco Andrzej Maria Deskur sufrió una lesión cerebral que lo dejó inmovilizado para el resto de su vida. Gran amigo del Papa, la primera visita del nuevo Pontífice fue al hospital Gemelli, donde Deskur estaba ingresado. Desde entonces, sus visitas al amigo enfermo se hicieron frecuentes, y reconocía que toda la labor que hacía como Papa era sostenida desde esa silla de ruedas.
Este suceso del inicio de su pontificado fue como un anticipo del testimonio que san Juan Pablo II dio al mundo al aceptar sus propias limitaciones, y sus últimas semanas –falleció el 2 de abril de 2005–, en las que todo el mundo pudo seguir el deterioro de su salud, fueron una catequesis viva sobre el valor de la enfermedad y la vejez.
Hoy también es necesario este testimonio. Por eso el Papa Francisco se refiere con frecuencia al papel de los abuelos; y, con motivo del sínodo de obispos sobre la familia, dedicó a los abuelos algunas audiencias de los miércoles en el año 2015. Quiso así recordar que la ancianidad tiene una gracia y una misión especial en la Iglesia y en la sociedad, y en especial la oración de los ancianos, que es un gran don para la Iglesia: “Necesitamos ancianos que recen”, decía el Papa. Y asignaba a los mayores un papel en la tarea de evangelización de la Iglesia: “Los abuelos y las abuelas forman el coro permanente de un gran santuario espiritual, donde la oración de súplica y el canto de alabanza sostienen a la comunidad que trabaja y que lucha en el campo de la vida” (audiencia, 11-III-2015).
El papel de las personas mayores es reivindicado por el Papa Francisco cada vez que tiene encuentros con familias o con jóvenes. Así, al comentar la escena evangélica de la presentación de Jesús en el templo, dice de los ancianos Simeón y Ana: “Estos dos ancianos representan la fe como memoria. ¡Los abuelos son la sabiduría de la familia, son la sabiduría de un pueblo! ¡Y un pueblo que no escucha a los abuelos, es un pueblo que muere!” (discurso a las familias, 26-X-13).
Cultura del descarte contra cultura de la vida
La soledad, la apatía y el abandono en el que se encuentran muchos de nuestros abuelos es una consecuencia del egoísmo generalizado que ha promovido una cultura del descarte, como denuncia constantemente el Papa Francisco.
Y sólo desde una cultura de la vida, como nos pedía san Juan Pablo II, se puede contrarrestar el influjo nocivo y egoísta de la cultura del descarte. Uno de los más relevantes testimonios que los cristianos podemos ofrecer hoy es el cuidado de la población anciana y enferma, cada vez más numerosa y cada vez más abandonada.
Hay muchas familias cristianas en las que la enfermedad, la vejez y las dificultades de la vida se afrontan con sentido sobrenatural y sentido común. Como prolongación de este clima familiar, y en ocasiones como complemento cuando este falta, han nacido en la Iglesia iniciativas en las que se acoge a las personas mayores en un hogar de familia. En este artículo recogemos dos de gran arraigo: las Hermanitas de los Pobres y las Hermanitas de los Ancianos Desamparados.
“Mi casa”: un hogar para mayores y para jóvenes
La Congregación de las Hermanitas de los Pobres nace en 1839 en Cancale, un pueblo pesquero de la Bretaña francesa, donde Juana Jugan siente el impulso de acoger en su casa una anciana ciega abandonada, a la que cede su propia cama. Hoy son 32 los países donde trabaja esta institución, compuesta por 2.800 religiosas, que realizan un voto de hospitalidad y cumplen su misión en comunidades fraternas. Sus casas, cerca de 200, son un testimonio vivo de oración, de ternura por los ancianos y de promoción de actividades formativas en las ciudades en las que se instalan.
El influjo de su servicio no llega solo a los ancianos que atienden y a sus familias, sino también a los jóvenes que colaboran en sus actividades, directamente o a través de colegios e instituciones educativas. Un estudiante de Secundaria, después de participar en un encuentro festivo en una de las casas de las Hermanitas, aseguraba que iba pasar más tiempo con sus abuelos, a los que tenía un poco olvidados. Otra compañera suya decidió volver en más ocasiones por su cuenta, por el rato agradable que había pasado conversando con los mayores y ayudando en la distribución de la comida: “Les he visto tan contentos por la visita que tengo que venir más veces”, decía.
Santa Juana Jugan fue canonizada en 2009 por Benedicto XVI. En la homilía de la canonización, el pontífice proponía su ejemplo al servicio de los ancianos como “un faro para nuestras sociedades, que tienen que redescubrir el lugar y la contribución única de este período de la vida”.
Unida a la Congregación existe una Asociación de laicos con 2.000 miembros que se comprometen anualmente a servir a Dios en el amor a los ancianos siguiendo el ejemplo de humildad y confianza de santa Juana Jugan.
“Cuidar los cuerpos para salvar las almas”
Una historia parecida está en el origen de otra Congregación dedicada a la atención de los mayores: las Hermanitas de los Ancianos Desamparados. En 1872, el sacerdote español Saturnino López Novoa vivía en Barbastro (Huesca), cuando un día acogió en su casa a una mujer enferma que falleció a los pocos meses. Este suceso encendió en el sacerdote, hoy en proceso de beatificación, el deseo de fundar un instituto religioso de mujeres para atender en lo material y en lo espiritual a ancianos pobres y desvalidos.
Su deseo se hizo realidad gracias a la sintonía con las inquietudes de una mujer, Teresa Jornet, que encontró en el servicio al anciano necesitado el camino para llevar a cabo sus deseos de entrega total a Dios. El 11 de mayo siguiente, fiesta de Nuestra Señora de los Desamparados, la nueva Congregación inició su andadura, cuando 10 religiosas tomaron el hábito y abrieron en Valencia la primera casa. Pusieron como patronos de la Congregación a la Virgen de los Desamparados, a san José, por la rectitud de corazón, y a santa Marta por la alegría en el servicio. En la actualidad tienen 204 Hogares esparcidos en 19 países, donde ponen en práctica el lema de su fundadora: “cuidar los cuerpos para salvar las almas”. Santa Teresa Jornet fue canonizada por Pablo VI en 1974.
Quienes han entrado en contacto con las Hermanitas de los Ancianos descubren cómo el afecto humano y el calor de familia que se respira en sus casas nacen de su compromiso evangélico, y se contagia a quienes lo reciben, gracias al esmero en los actos de culto y a la participación alegre en distintas prácticas de piedad. “Desde que estoy en esta casa, rezo todos los días el Rosario, y noto que la Virgen me ayuda a mejorar mi carácter y a tener una gran paz”, me confesaba un abuelo que antes de entrar en la residencia no era especialmente piadoso.
Estas iniciativas, lo mismo que otras muchas surgidas como manifestación de la caridad en la Iglesia, siguen vivas. Y nos recuerdan el valor de la vida de nuestros mayores, algo que en varias ocasiones ha manifestado el Papa Francisco al hablar de su abuela Rosa. El día de su ordenación sacerdotal, Jorge Bergoglio recibió una carta de su abuela en la que le decía: “Que estos mis nietos, a quienes he dado lo mejor de mi corazón, tengan una vida larga y feliz, pero si en algún día de dolor, la enfermedad o la pérdida de una persona amada los llena de desconsuelo, que recuerden que un suspiro en el Tabernáculo, en donde está el mártir más grande y augusto, y una mirada a María al pie de la Cruz, pueden hacer caer una gota del bálsamo sobre las heridas más profundas y dolorosas”.
Desde entonces las lleva siempre consigo, en el breviario, y reconoce que las lee a menudo y que le hacen mucho bien.