Hace exactamente dos años, durante el Ángelus del domingo 15 de octubre, el Papa Francisco anunció públicamente la celebración de la Asamblea Especial de Obispos para la Región Pan-Amazónica, que por fin se pone en marcha en estos días. Motivó su decisión haciendo hincapié en la porción del Pueblo de Dios que habita esas tierras, “especialmente los indígenas, a menudo olvidados y sin la perspectiva de un futuro sereno”, amenazados también por la explotación intensiva de la selva amazónica, “pulmón de capital importancia para nuestro planeta”.
La necesidad de identificar “nuevos caminos” para la evangelización y la atención a la creación eran inherentes a este anuncio, como de hecho se ha visto después en el tema que guiará los trabajos sinodales.
Da cierta impresión notar como su predecesor Pío X ya en 1912 escribió la Carta Encíclica Lacrimabili Statu a favor de “los indios de América del Sur”, retomando a su vez la preocupación de Benedicto XIV que en 1741 (Immensa pastorum) condenaba la esclavitud. Pío X puso en evidencia “las torturas y crímenes que ahora se están cometiendo contra ellos”, sintiendo horror y “profunda pena por esa raza infeliz”, víctima de los excesos de vicio y maldad. La solución que la Iglesia propuso entonces era “extender, en esas vastas regiones, el campo de la acción apostólica” estableciendo nuevas bases misioneras.
Se observa en estas expresiones del Magisterio una continuidad histórica que llega a nuestros días, y que nos lleva a considerar la Amazonía no como algo distante y a veces indescifrable, sino como el “centro” desde el cual comenzar un dinamismo eclesial que es al mismo tiempo motor espiritual para Occidente y una salvaguardia para la salud de su ambiente vital.
La Amazonia siempre ha estado presente en el corazón del Santo Padre Francisco, tanto en lo que respecta a su origen en América Latina, como por el estrecho vínculo con la Conferencia de Aparecida en Brasil, que el Papa coordinó y dio un gran impulso a la evangelización de esas tierras. Y que hoy vuelve como un rastro del viaje que debe realizar toda la Iglesia.
Lo había dicho él mismo en su primer viaje apostólico en Río de Janeiro para la Jornada Mundial de la Juventud en julio de 2013. Cuando se reunió con los obispos de esas tierras, explicó cómo Aparecida y Amazonia están unidas por su fuerte llamada a respetar y salvaguardar la creación. Y recordó la necesidad de formadores calificados, un clero nativo, para consolidar el “rostro amazónico” de la Iglesia.
Hoy esas palabras suenan proféticas, o al menos como claves para comenzar el viaje que la Iglesia ha emprendido en estos últimos meses y ahora está consolidando dentro de una estructura, -el Sínodo–, de reflexión, intercambio, discernimiento para dotar a la Iglesia de la capacidad de llevar el Evangelio incluso a lugares intransitables y de difícil acceso.
Ciertamente, la reflexión que la Iglesia está haciendo en estos tiempos no se puede separar de otro documento pontificio enormemente importante, la encíclica Laudato si’, que el Papa Francisco escribió en 2015, donde se destaca cómo todo en el mundo está fundamentalmente conectado y “no podemos dejar de considerar los efectos de la degradación ambiental, del actual modelo de desarrollo y de la cultura del descarte en la vida de las personas”.
El elemento más característico de toda esta reflexión fue sin duda la reunión que el Pontífice tuvo con los pueblos de la Amazonía en Puerto Maldonado, en enero del año pasado en su Viaje a Chile y Perú. Allí, Francisco alabó al Señor “por esta obra maravillosa de tus pueblos amazónicos y por toda la biodiversidad que estas tierras envuelven”, sin olvidar, sin embargo, denunciar las heridas profundas infligidas desde el exterior y que todos sufren.
La confidencia final del Papa fue la “resiliencia de los pueblos y su capacidad de reacción ante los difíciles momentos que les toca vivir”, como se ha demostrado a lo largo de la historia. La necesidad hoy es construir “una Iglesia con rostro amazónico y una Iglesia con rostro indígena”.