La reciente inauguración de los Juegos Olímpicos de París 2024 ha reavivado el debate sobre la presencia y el papel de los valores cristianos en la sociedad contemporánea. El acontecimiento, que tradicionalmente celebra la unidad y la diversidad mundiales, se ha convertido en el centro de una polémica en la que están implicados varios miembros de la Iglesia católica y ha vuelto a llamar la atención pública sobre cuestiones fundamentales acerca de la relación entre fe, cultura y sociedad moderna.
En el centro de la polémica estuvo una representación artística durante la ceremonia inaugural que, según muchos observadores, parecía recordar la iconografía de la “Última Cena” de Leonardo da Vinci, pero reinterpretada en clave “queer”. Varios obispos católicos expresaron su enérgica desaprobación, calificando la representación de “repugnante” e “irrespetuosa” con los símbolos sagrados del cristianismo.
En este clima de tensión y debate, resulta oportuna la voz del historiador italiano Andrea Riccardi, fundador en 1968 de la Comunidad de Sant’Egidio, el movimiento laico internacional comprometido desde hace décadas con la paz, la hospitalidad y los pobres. En una entrevista concedida al periódico “Avvenire” de la Conferencia Episcopal Italiana, Riccardi reflexiona de forma articulada sobre el papel del catolicismo en la cultura contemporánea, proponiendo una visión que va más allá de la mera oposición.
En particular, surge la urgencia de “volver a despertar la fe y la pasión, sin las cuales no es posible ninguna verdadera iniciativa cultural”, especialmente mientras asistimos al fenómeno mundial de la “desculturización de la religión y de los fenómenos religiosos”.
Una fe meditada
El concepto central del pensamiento del fundador de la Comunidad de Sant’Egidio gira en torno a la idea de una “fe pensada”, retomando una intuición de san Juan Pablo II: “Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente aceptada, no enteramente pensada, no fielmente vivida”.
Esta visión sugiere que el catolicismo, para mantener su relevancia e incisividad en el mundo contemporáneo, debe entablar un diálogo profundo y continuo con la cultura, en lugar de limitarse a reacciones defensivas o condenatorias. Además, Bergoglio pensaba lo mismo cuando era arzobispo en Buenos Aires, recuerda Riccardi, subrayando la continuidad de un pensamiento que ve en la cultura una expresión vital de la fe.
El historiador Riccardi, que también es profesor emérito de la Universidad “Roma Tre”, no oculta su preocupación por la situación actual del catolicismo: “La fragilidad de la expresión actual de la cultura católica -reflexiona- deriva de la fragilidad de la fe vivida, más aún, de la fragilidad de nuestras comunidades y de la renuncia a decir una palabra de importancia”. Más que “de importancia”, de hecho, esta palabra a menudo sólo tiene el carácter de una indignación como fin en sí misma. Es signo de una fragilidad que se manifiesta en un “catolicismo acurrucado en los rincones de la vida urbana”, poco proactivo.
Cultura nacida de la pasión
Así pues, la solución no reside en un simple llamamiento a los intelectuales católicos, como si fueran los únicos portadores del pensamiento razonado, sino en el despertar de la pasión en las comunidades cristianas: “El verdadero problema es el bajo nivel de pasión en las comunidades cristianas”. En cambio, es necesario ser conscientes -añade el historiador- de que “toda operación cultural nace de una gran pasión, y digamos también de la gran pasión desencadenada por la fe”.
Citando a Pablo VI, Riccardi recuerda que: “El mundo sufre por falta de pensamiento”. Un concepto ampliado más tarde por el Papa Francisco: “El mundo se ahoga por falta de diálogo”.
Reflexión y diálogo
Esto abre una nueva perspectiva sobre cómo el catolicismo puede mantener su relevancia en una sociedad cada vez más plural y secularizada. En lugar de replegarse a una postura defensiva o de confrontación, Riccardi propone, siguiendo el ejemplo de los sucesivos papas, un catolicismo que se comprometa activamente con la cultura contemporánea, ofreciendo ese plus de pensamiento crítico, capaz de dialogar al mismo tiempo con la complejidad del mundo moderno.
Vuelve entonces el reto crucial: cómo mantener la propia identidad y los propios valores dialogando constructivamente con una sociedad que cambia rápidamente. Ciertamente, no hay que temer la confrontación, de la que puede surgir una oportunidad de renovación y crecimiento, también para la propia fe, que sabe cómo hacerse relevante en el contexto global actual.
Una fe que sin duda hay que volver a despertar, posiblemente con gran pasión.