Mientras recorremos la planta principal del palacio episcopal camino de su despacho, el obispo Joseph Bonnemain me señala unos cuadros que encargó pintar uno de sus predecesores para representar las virtudes propias de un obispo. Sonríe, y comenta que son una “invitación al examen de conciencia”. No le pregunto cuál es más necesaria, pero me fijo en la representación del obispo “prudentissimus”. Según lo que escribe Josef Pieper sobre la prudencia, en la persona prudente “el conocimiento de la realidad” estaría “moldeado hacia la realización del bien”, y me parece muy oportuno en el contexto de este encuentro.
Explica monseñor Bonnemain que esa zona “palaciega” de la Casa ya no es funcional y que, cuando se pueda reunir el dinero necesario, su intención es restaurarla y hacerla accesible a los visitantes. La raigambre de esta sede episcopal de Chur (en español, Coira o Cuera) es larga. Existía ya en el siglo V; es la más antigua de Suiza, y aún más, la más antigua al norte de los Alpes.
Converso animadamente con Monseñor Joseph Bonnemain durante varias horas. Dialogamos en español: Bonnemain nació en Barcelona y lo habla con soltura, aunque con las inseguridades ocasionales lógicas en quien no usa un idioma de manera habitual.
Si le parece, comencemos por acercarnos a la persona del obispo de Chur. ¿Quién es Joseph Bonnemain?
– Un aprendiz. Yo pienso que conocer a Dios y conocer al hombre es como sumergirse en dos infinitos. Por tanto, cada vez soy más consciente de que hay que aprender. En mi juventud oí que se decía de los primeros cristianos: “Mirad cómo se aman”. Esa frase me ponía un poco nervioso, porque pensaba: habría que decir “mirad cómo aman”, y no “cómo se aman”: cómo aman, con un amor abierto a todas las criaturas.
Me ha acompañado desde siempre el deseo de aprender a amar. En esto se es aprendiz hasta el final de la vida. Y es también el tema de la “Fratelli tutti”, del Papa. Yo soy un aprendiz.
En la opinión pública suiza se conocen dos rasgos de su carácter, que probablemente guarden relación entre sí. El primero es su afición por el deporte…
– Mi padre era un gran deportista, y hacía todo tipo de deportes. Apenas cumplí algún mes de vida me apuntó a un club de natación en Barcelona, donde vivíamos, y solía llevarme a hacer natación. Siempre he nadado mucho. De estudiante empecé a tener problemas con la espalda, en concreto en la nuca, y comencé a hacer pesas. También he hecho “jogging”, algo de fútbol y otras cosas, pero nunca he sido un fanático deportista.
Después he intentado hacer deporte con regularidad, en principio dos veces por semana: porque siempre me ha gustado mucho, y quizá también un poco por vanidad, para mantenerme en buena forma. Desde que soy obispo es bastante difícil. Ya es un logro si consigo, con esfuerzo, ir una vez a la semana al gimnasio. Cuando me nombraron obispo una cadena de televisión quiso hacer un programa sobre mí, y entre otras cosas me filmaron haciendo pesas; ahí empezó el mito de que hago halterofilia.
Otro rasgo es su carácter cercano y directo. Usted se encuentra bien con la gente, y ellos lo valoran.
– Si un obispo no se siente cercano a la gente y no está a disposición del Pueblo de Dios, ¿para qué sirve? Esto es lo que el Papa llama “tener olor a oveja”, y es fundamental para un obispo. ¿Un pastor sin ovejas? Estaría perdiendo el tiempo.
En todo caso, no es un rasgo que tenga solamente como obispo. Antes, durante treinta y seis años estuve de la mañana a la noche cerca de los enfermos en el hospital donde era capellán. Ese trato personal muy intenso con enfermos, con sus familiares, con los 1.300 empleados y colaboradores del hospital, desde los médicos jefes de servicio hasta el personal de limpieza, me ha llenado siempre la vida. Conocerlos y compenetrarme con ellos, hacerme uno con las alegrías, las penas, las luchas, los problemas, las desgracias, de muchas personas cada día, ha sido una escuela de vida. Y no ha cambiado mucho siendo obispo.
¿Se parece en eso al Papa Francisco?
– Tengo la impresión de que el Papa, cuando está con la gente, se ilumina. Es como si le desaparecieran el cansancio o los problemas que lleva a cuestas. A mí me pasa un poco lo mismo: cuando estoy con la gente me vuelve la energía, la ilusión de vivir.
En los años como capellán de hospital, ¿qué es lo que más le ha llenado?
– Me gusta decir que los enfermos han sido mis grandes educadores. Si alguna vez hago algo sensato como obispo, será gracias a que los enfermos me han educado. En alguna ocasión he contado -aunque todavía no en el ámbito de habla castellana- que al comienzo de mi servicio como capellán me encontré con un enfermo, un italiano de cincuenta y tantos años, que estaba en la fase terminal de un cáncer. Yo tenía aún mentalidad de sacerdote joven, ordenado más o menos recientemente, y casi sin experiencia, pensando que en la vida todo es o blanco o negro, bueno o malo, sin matices. Estaba preocupado, porque ese hombre se iba a morir y no quería que muriera sin recibir los sacramentos. Fui a verle una vez, y él buscó una excusa: “Ahora no es buen momento…, estoy ocupado. Venga otro día”. A los tres o cuatro días hice otro intento, y de nuevo me dijo: “Va a venir la fisioterapeuta, no puedo”. Yo estaba cada vez más nervioso: ¡este hombre se va a morir sin los sacramentos! Al cuarto o quinto intento me miró y me dijo: “Mire, padre, lo que pasa es que usted me da miedo. Es joven, tiene dos doctorados, es deportista. ¡No! Lo que yo necesito es un capuchino viejo, gordo y bueno”.
En aquel momento pensé: “Sepp, aquí está hablando el Espíritu Santo. Tienes que cambiar. Un capuchino viejo, gordo y bueno. ¡Bueno!”. Se aprende de los enfermos, efectivamente.
¿Sigue atendiendo enfermos?
– ¡No, qué va! Mantengo cierta relación con el mundo médico, desde luego. Por ejemplo, el año pasado la asociación de directores y directoras de hospitales de Suiza me invitó a dar una conferencia en su congreso; hace dos semanas la asociación nacional de especialistas en diagnóstico por ultrasonido, que reúne a unos ochocientos médicos, me pidió una conferencia en el congreso que celebra aquí cerca, en Davos. Igualmente, han venido a visitarme aquí en el obispado todos los médicos jefes del hospital, o el personal de cuidados intensivos. Sí, sigo en contacto, pero ya es algo muy distinto de cuando era capellán.
Después de Medicina, estudió Derecho Canónico. Una gran parte de su servicio a la diócesis ha estado relacionada con los tribunales diocesanos. ¿Qué ha aprendido, y qué ha podido aportar, como vicario judicial?
– Sí, he sido vicario judicial durante cuarenta años. Como sabe, en esa función se estudian sobre todo las nulidades matrimoniales. He podido contemplar todo el abanico de posibilidades en ese ámbito. Cuando llevaba, digamos, veinticinco años dedicándome a eso pensaba que había escuchado ya todas las tonterías que puede hacer el corazón humano; no obstante, cada día llegaba una historia nueva, algo increíble. Por eso suelo repetir que he conocido toda la patología del amor humano.
Pero a medida que he ido cobrando conciencia de esa patología no me he vuelto escéptico, sino al contrario: me he ido entusiasmando con más fuerza con lo que es el amor humano. Se ha afianzado el convencimiento de que el matrimonio es una relación fiel y para toda la vida -y abierta a la vida- entre hombre y mujer, de que es una escuela de vida, una empresa increíble.
Desde que me ocupo de asuntos relacionados con los abusos sexuales, he llegado a la convicción de que es un error reducir el problema a los abusos sobre menores por parte de clérigos. No es un buen enfoque. He aprendido, sobre todo, dos cosas. La primera es que hay que considerar también los abusos con personas adultas, hombres o mujeres. Donde se da una temática o un contacto con enfoque sensual o sexual, entre dos personas adultas en una relación de dependencia, hay un abuso, porque quien se ocupa de la atención espiritual o pastoral está en una relación de superioridad respecto de la persona a la que acompaña o a la que trata. La segunda, que el Derecho canónico no debe limitarse a considerar los delitos de abusos por parte de clérigos. Por ejemplo, en nuestras diócesis de habla alemana de Suiza, el treinta y cinco o el cuarenta por ciento de los responsables de la pastoral son laicos, no clérigos, y también éstos pueden abusar. He presentado estas dos experiencias en varias ocasiones a través de la Conferencia Episcopal en vista a las reformas del Derecho Penal Canónico, y por fin estos dos temas han entrado en el derecho penal actual.
Aun así, sigue costando que la idea de los abusos hacia adultos cale en la legislación reciente y en los documentos de la Iglesia universal.
¿Qué hitos destaca en los tres años pasados desde que asumió la dirección de la diócesis?
– Depende de lo que consideremos “hitos”. Recuerdo ahora algo que, más que un hito, es un momento muy entrañable para mí. Se refiere a la administración de la Confirmación a un grupo en una parroquia de Zúrich. Cuando administro la Confirmación a jóvenes, tengo algunas semanas antes un encuentro con los confirmandos. En esta ocasión la catequista había preparado el encuentro de manera que cada uno de los confirmandos tuviera unos momentos para contar un poco de sí mismo -quién era, qué quería hacer en la vida-, encendiera una velita y pidiera un deseo. Llega el turno a un chico de diecisiete años, zuriqués de origen, que delante de todos sus compañeros y sus compañeras enciende la velita y expresa este deseo: “Yo le pido a Dios que hasta el final de mi vida no pierda la fe”. En ese momento pensé: sólo para oír eso vale la pena ser obispo.
Y otro momento que también puede considerarse un hito. Es conocido que en la diócesis hay una gran polarización dentro del clero, entre los progresistas, que querrían cambiarlo todo, y los tradicionalistas, que piensan que todo debe quedar como siempre. Esa es la situación que encontré cuando fui nombrado obispo, y que ya conocía. Pues bien, con el Consejo Presbiteral quisimos organizar hace dos años una peregrinación con los sacerdotes de la diócesis a Sachseln, donde está enterrado san Nicolás de Flüe, el Hermano Klaus, que es considerado en toda Suiza como el intercesor de la paz y de la concordia. Queríamos que no sólo vinieran los de una “fracción”, sino que al peregrinar juntos pudiéramos acercamos un poco entre nosotros. Y al final de la romería, cuando caía la tarde, se me acercó un sacerdote y me dijo: “¿Sabes, Joseph? He estado hablando con un hermano sacerdote al que había tomado la decisión firmísima de no dirigir la palabra nunca más en mi vida”.
Para mí, estos son dos de los hitos importantes en estos tres años. Aparte de eso, está la publicación del Código de Conducta de la diócesis, referente a la promoción de una relación justa de proximidad y de distancia. Asimismo, hace unos meses hemos publicado un documento o vademécum para la transformación de la diócesis en un sentido sinodal. Y estamos preparando un año diocesano para 2025-2026, que tendrá como motivo el tema “Peregrinos de la esperanza”, el mismo lema del año santo jubilar.
¿En qué consiste la transformación sinodal de la diócesis?
– En resumen, se trata de aplicar los criterios de saber escuchar juntos, y no pretender implantar los planes propios sobre la base de nuestras ideas o convicciones. Conviene actuar con la apertura de saber que el Espíritu Santo me está hablando a través de lo que dicen los demás. Sinodalidad es caminar juntos, tratando de discernir lo que quiere Dios. Y esto a todos los niveles, desde el consejo parroquial hasta la dirección de un ente eclesiástico cantonal, en la Curia, etc. Incluso hay un punto del vademécum en el que el obispo se compromete a que al nombrar un nuevo obispo, cuando sea necesario, se haga sinodalmente; no sé aún cómo voy a concretarlo.
Su nombramiento episcopal fue una decisión personal del Papa Francisco, y él también ha decidido que siga en el cargo al menos hasta 2026. ¿Cuál es el propósito del Papa?
– Sí, el Papa Francisco me escribió que no debo presentar la renuncia hasta transcurridos al menos cinco años desde mi nombramiento; lo que suceda después de 2026 está abierto.
Seguramente el nombramiento por parte del Papa responde al contexto de una diócesis complicada y con una enorme polarización. Se trataba de buscar un camino para volver a una normalidad eclesial. Supongo que trató de nombrar a otros que no aceptaron, y al final no quedó otro remedio que pedírselo a Joseph Bonnemain. No creo que desde el inicio el Papa estuviera entusiasmado conmigo, sino que al final en Roma debieron de pensar que era una buena solución ya que conozco muy bien la Curia diocesana después de trabajar en ella cuarenta años.
Mi opinión es que un obispo no debe tener pretensiones nobles o aristocráticas, y para mi gusto habría que acabar con todos esos símbolos distintivos. En todo caso, tampoco quiero imponérsela a nadie.
Joseph Bonnemain, obispo de Chur
¿Cómo es la diócesis de Chur?
– Es una diócesis compleja. Abarca siete cantones, con tradiciones culturales diversas. Además, hay una organización religiosa propiamente eclesial y otra civil: es el llamado “sistema dual”, que no es exclusivo de la diócesis de Chur sino de casi toda Suiza.
Cuando el Estado planteó la posibilidad de hacerse cargo de la recaudación de los impuestos eclesiásticos, puso como condición que la institución a la que iba a apoyar tuviera estructura democrática. Por eso se crearon las organizaciones católicas de derecho público cantonales, reconocidas por el Estado, que recaudan los impuestos y también los administran. La dualidad se da también a nivel parroquial. La parroquia no es solamente una institución del Derecho canónico, sino que sus fieles se constituyen en una figura civil paralela: ésta recibe los impuestos, paga el sueldo de los que trabajan en la parroquia, los contratan y los despiden -incluido el párroco-, se ocupa de gran parte de la administración de los bienes.
Las dos vertientes, la canónica y la civil, trabajan de manera coordinada. Esto tiene sus ventajas, porque el sacerdote y los responsables de la pastoral se pueden concentrar en los aspectos pastorales, mientras que la administración, financiación, construcción, reparación del templo, etc., lo hacen esos entes de derecho público. A la inversa, es claro que de alguna manera lo segundo condiciona a lo primero, porque quien tiene el dinero tiene el poder; además, hace que todos los procesos de decisión sean lentos, como suele suceder en Suiza.
Hace cuarenta años yo pensaba que había que eliminar ese sistema, pero ahora creo que no es necesario; puede ser un buen sistema si las personas que intervienen tienen la posición y la mentalidad justa como fieles. No hay ningún sistema perfecto, y mientras estamos en la tierra todo lo material, financiero y organizativo es perfectible. El sistema dual tiene sus más y sus menos; pero todo depende de las personas. Se trata de ganarse los corazones, de entender a la gente, de cuidar mucho el diálogo, el intercambio.
Para un corazón suizo es impensable que no se cuente con él a la hora de tomar decisiones. Un suizo que piensa “en suizo” se empeña de manera responsable en el bien común a nivel local: en el servicio de bomberos, en la escuela de los hijos, etc.; y, si me empeño activamente, tengo derecho a participar en las decisiones. De manera semejante, en la Iglesia no se puede pretender que uno se comprometa y luego decida solo el párroco o el obispo; eso no funciona.
Piense que, para nombrar un párroco, yo no puedo hacerlo así, directamente. Cuando una parroquia queda vacante, tanto la Curia diocesana como el ente de derecho público de la parroquia publican un anuncio para que los sacerdotes que puedan estar interesados en cambiar de parroquia puedan solicitarlo. Entonces empieza un diálogo sobre los candidatos entre la Curia y el ente parroquial. Se crea un consejo de discernimiento: ellos los entrevistan, van a las Misas que celebran, les preguntan por su opinión sobre diversos temas, y con esa radiografía eligen a uno de ellos, o a ninguno. A continuación, me preguntan, si este podría ser el candidato, y yo lo presento formalmente para que sea elegido por la asamblea del ente parroquial de derecho público eclesiástico; si sucede así, me lo presentan para que lo nombre. Después, serán ellos los que le paguen su sueldo, o lo despidan si están descontentos.
Puede ser un sistema complicado, pero creo una vez más que la receta es estar cerca de la gente, comprenderla y motivarla para lo justo.
Antes mencionó tensiones en el clero. ¿Hay aquí algún movimiento del tipo del “Camino Sinodal” en Alemania?
– No. Desde el inicio, en Suiza el camino que hemos seguido es el proceso sinodal de la Iglesia universal. Ha habido grupos y encuestas a nivel diocesano, y todos los resultados de las encuestas diocesanas se resumieron en un documento nacional que se mandó a Roma.
En ese proceso normal de la Iglesia universal, claro está, hay voces o grupos de presión que quieren incluir todo el tema pues de la ordenación de las mujeres, de la aceptación de los homosexuales u otros temas de los que se habla en otros lugares. Pero lo plantean dentro del proceso general.
Pocas personas conocen el problema de los abusos sexuales como usted, que desde 2002 ha sido Secretario de la comisión episcopal sobre este tema. ¿En qué ha consistido el trabajo?
– Efectivamente, en 2002 se creó un grupo de expertos de la Conferencia Episcopal y me nombraron Secretario. Era un nombramiento provisional, pero duró veinte años. Cuando me nombraron obispo pensé que después de todos estos años dejaría el tema, pero no, sigo ahí. Ahora soy el responsable en la Conferencia de toda la cuestión. La Comisión es un grupo de expertos, donde hay juristas, psicólogos, médicos, canonistas… Su misión es asesorar a la Conferencia Episcopal sobre las medidas a tomar, no realizar investigaciones.
En cambio, el año pasado las tres “columnas” de la Iglesia en Suiza -las diócesis, las corporaciones eclesiásticas cantonales y las órdenes religiosas- hicieron un encargo específico de investigación a la Facultad de Historia del Derecho de la Universidad de Zúrich, pidiendo un examen histórico de lo sucedido en el campo de los abusos sexuales en el ámbito eclesial católico desde 1950 hasta ahora. Pusimos a su disposición todos los archivos de las Curias. Ese armario que ve ahí, detrás de usted, es el archivo secreto diocesano de nuestra Curia; se lo abrí y les dejé aquí para que lo leyesen, estudiasen o fotocopiasen todo lo que quisieran. Ese era solo un estudio piloto. Ahora hemos encargado a la misma Facultad un estudio de profundización, cuya elaboración les llevará tres años.
Uno de los efectos de la publicación de los resultados de ese primer estudio, el 12 de septiembre de 2023, ha sido el afloramiento de nuevas denuncias: casi doscientos nuevos casos. Ya otras veces habíamos comprobado que cada vez que el tema sale en los medios de comunicación aparecen nuevas víctimas; lo vimos también después de que la Conferencia celebrara un acto público para pedir perdón.
¿Ha constatado avances desde entonces?
– Sí me parece que sí hemos avanzado. Quiero recordar que en esta materia he subrayado siempre que es necesario “menos hablar y más hacer”, porque creo que, como Iglesia, ya hemos hablado bastante de ese tema. No quiero que sigamos repitiendo “bla, bla, bla”, sino que adoptemos medidas, que nos tomemos a las víctimas en serio.
Con el paso del tiempo, ha habido modificaciones normativas, pero también cambios a nivel de cultura eclesial. Se ha producido un cambio de mentalidad, y hemos creado confianza. No obstante, hay que seguir en la brecha para que ese cambio de mentalidad sea internalizado, se haga vida y se convierta en una convicción de todos. Ese es un largo camino.
Como digo siempre, tenemos que conseguir una Iglesia liberada de sí misma; que se olvide de sí misma; que no se ocupe de ella misma. Esa es también la gran osadía a nivel personal: un yo liberado del yo; un yo que entienda que sólo se encuentra en el tú y en el nosotros. El hombre es comunicación, decía Benedicto XVI. Mientras en la Iglesia nos sigamos ocupando del buen nombre, de la credibilidad, de la institución, no hemos entendido nada. Hay que estar del lado de las víctimas y no del lado de la institución. Ese cambio de mentalidad va poco a poco ganando terreno, pero hay mucho que hacer aún.
Además, después, en todos los niveles de la Iglesia hemos de tomar todas las medidas de prevención necesarias para crear una relación de distancia y cercanía, de acompañamiento, que sea realmente profesional, en la que la medida justa sea el respeto, el apoyo, el dar libertad. Todo eso es una gran empresa.
Desde que me ocupo de asuntos relacionados con los abusos sexuales, he aprendido dos cosas: que hay que considerar también los abusos con personas adultas, y que el Derecho canónico no debe limitarse a considerar los delitos de abusos por parte de clérigos.
Joseph Bonnemain, obispo de Chur
La Santa Sede le encargó hace unos meses que investigara acusaciones de mala gestión contra seis obispos, y de abusos contra un abad territorial (también miembro de la Conferencia) y otros sacerdotes. ¿Qué ha supuesto ese encargo?
– Se trataba sólo de una investigación previa o preliminar, no se trataba de juzgar nada. Según el canon 1717 del Código, cuando hay una posible transgresión o un modo poco adecuado de enfocar las cosas, se recogen primero los datos para ver si realmente hay un delito, un error o lo que sea; y me correspondió a mí.
La prensa planteó si era adecuado que yo, siendo obispo, me ocupara de investigar la actuación de otros obispos. La conferencia de las corporaciones públicas cantonales propuso que me ayudaran laicos expertos en Derecho, cosa que acepté de muy buen grado. Me ayudaron y me acompañaron un juez cantonal de la Suiza francesa y una profesora de Derecho Penal y Procesal de la Universidad de Zúrich, que han hecho un trabajo maravilloso. La relación final, de unas 21 páginas, la redactamos los tres juntos, frase por frase, y la presenté al Dicasterio para los Obispos a finales de enero de 2024. Desde entonces estamos a la espera.
En Alemania algunos han hablado de “causas sistémicas” de los abusos. Con su experiencia, ¿existen esas causas?
– Yo creo que se puede hablar más bien de “elementos” o de “circunstancias” que favorecen los abusos. Por ejemplo, uno de ellos es no examinar y valorar suficientemente la idoneidad de los futuros sacerdotes y de otros colaboradores en la pastoral. En un momento en el que percibimos la falta de sacerdotes, clérigos y asistentes pastorales, o también de vocaciones en las órdenes religiosas, podríamos pensar: esta persona desea entrar, pues dejémosle entrar. La selección tendría que ser mucho más seria. Deberíamos preguntarnos cien veces si hay idoneidad, si hay madurez psicológica y afectiva, un modo sano de entender la sexualidad, etc.
Una de las medidas que hemos tomado a partir de septiembre de 2023 es exigir a todos los que van a comenzar un camino de formación teológica para después trabajar pastoralmente, tanto seminaristas como estudiantes de teología no seminaristas, un examen psicológico profundo, con el fin de aclarar si realmente presentan las aptitudes básicas para un trabajo pastoral basado en el trato con las personas en cuanto a afectividad, a equilibrio psíquico, a salud mental, etcétera. Creo que no tener en cuenta eso ha sido una de esas circunstancias.
Por otra parte, pienso que no ayuda que en la Iglesia haya poca distinción de funciones, es decir, que el responsable de la diócesis sea al mismo tiempo quien juzga las situaciones. Eso crea un escenario difícil. Habría que esforzarse mucho más en diversificar las funciones de gobierno en la Iglesia. En relación con eso está también la cuestión de por qué tienen que ocuparse los clérigos de lo que es simplemente administración y dirección. Todo eso se está planteando también en el Sínodo de la Iglesia universal.
Hablando del Sínodo sobre la sinodalidad, ¿qué espera de la etapa final en octubre?
– Estoy leyendo el “Instrumentum laboris”, y veo que el planteamiento es el de una Iglesia sinodal misionera. Me llega muy dentro lo que repite el Papa sobre la Iglesia en salida: “uscire, uscire, uscire…”, “salir”, “salir, “salir”. Una Iglesia en salida es una Iglesia que no se ocupa de sí misma; a la que no le importa nada estar “accidentada”; que está convencida de que el único sitio para encontrar a Dios está en la periferia más periférica, que sabe que cuando procuramos llevar a Dios a alguna parte nos encontramos con que Él ha llegado antes que nosotros. Y se trata de “contaminar” ese virus, esa actitud, a toda la Iglesia. Lo repito una vez más: necesitamos una Iglesia no ocupada de sí misma, sino enamorada del hombre, igual que Dios se ha enamorado del hombre.
Pienso también que uno de los resultados concretos del Sínodo será utilizar mucho más la subsidiariedad. Me refiero a no querer gobernar todo desde el centro, sino dar soluciones concretas para situaciones concretas, regionales o nacionales; admitir que las cosas evolucionan a un ritmo distinto en las diferentes regiones del mundo: que lo que quizá en Suiza está maduro -por ejemplo, toda esa manera de colaborar, de discernir y decidir entre todos, algo que para nosotros es mucho más normal que en otros países- puede no estarlo en otros lugares. Sería útil tener en cuenta las distintas idiosincrasias. En el fondo, es tomarse realmente en serio la vocación universal del bautizado, y eliminar todos los clericalismos.
Pienso que uno de los resultados concretos del Sínodo será utilizar mucho más la subsidiariedad: no querer gobernar todo desde el centro, sino dar soluciones concretas para situaciones concretas, regionales o nacionales.
Joseph Bonnemain, obispo de Chur
En lugar del clásico escudo episcopal, usted emplea un sencillo símbolo que representa una cruz. ¿Por qué?
– Mi lema episcopal es: “El hombre es el camino de la Iglesia”, sacado de la primera encíclica de san Juan Pablo II. Es importante ir a lo esencial, y lo esencial es esto: si Dios se ha hecho hombre en Cristo es porque está enamorado de los hombres, de cada hombre y de todo hombre. Es lo que hemos hacer nosotros: salir al encuentro del hombre. O encontramos a Cristo en cada hombre, o no lo encontraremos nunca.
En cuanto al escudo episcopal, mi opinión es que hay que agradecer a Dios que la figura de los “obispos príncipes” (“Fürstbischöfe”), como se calificaba a algunos de mis predecesores los obispos de Chur hasta 1830, se acabara hace dos siglos. Mi opinión es que un obispo no debe tener pretensiones nobles o aristocráticas, y para mi gusto habría que acabar con todos esos símbolos distintivos. En todo caso, tampoco quiero imponérsela a nadie.
Seguramente mi nombramiento responde al contexto de una diócesis complicada y con una enorme polarización. Se trataba de buscar un camino para volver a una normalidad eclesial.
Joseph Bonnemain, obispo de Chur
¿Qué objetivos tiene para el futuro, hasta más allá de 2026?
– Cuanto estoy en la calle y me reúno con la gente, intento transmitir la confianza de que Dios nos quiere, quiere a cada hombre y a cada mujer, y por tanto no nos va a dejar de su mano. A veces, ante las guerras, los desastres climáticos, etcétera, alguien me pregunta si no estamos ya en el tiempo final del Apocalipsis y si el mundo se está acabando. Yo les digo siempre que no me lo parece. Me parece más bien está empezando, porque hay mucho que hacer. Hay mucha tarea por delante hasta que el bien consiga implantarse, y Dios está de nuestra parte.
Mi objetivo es transmitir esa confianza, esa esperanza: el convencimiento de las posibilidades de cada persona, amar a cada uno, saber que en cada hombre y mujer hay un tesoro escondido que hay que encontrar. Es posible que esté un poco recubierto de suciedad, pero en el fondo hay eso que decía san Josemaría, y que a mí siempre me ha movido mucho: que todas las personas son buenas, aunque algunos tienen que descubrir que pueden ser buenos. Ese es mi programa